Yo tampoco quería dar cuenta de aquello, aunque tarde o temprano tuviese que enfrentarme a la aplastante realidad.
Llegué hasta la cocina y me asomé por la ventana al percibir un leve movimiento entre los árboles. Entrecerré los ojos y lo vi. ¡Maldito fuera! Edgar estaba detrás de ellos, ¡otra vez! Sin quererlo, le di un golpe a la taza que llevaba en la mano y se hizo añicos contra el fregadero. Mi madre se exaltó y corrió hacia mí, cortando la conversación que tenía con mi padre.
—¡Hija! ¿Estás bien? ¿Te has hecho algo? —Me miraba las manos con urgencia mientras yo intentaba por todos los medios tapar la ventana. O, por lo menos, esperaba que el estúpido de Edgar se escondiese. Mi padre había dejado muy claro cuál era su postura con respecto a él, y lo que menos quería era que se liaran a golpes también.
Que Dios me amparase el día que se enteraran de quién era el padre de Dakota.
—Mamá, no pasa nada. La taza ha chocado con el fregadero. No montes un drama. —Puse los ojos en blanco.
Resoplé, me separé de ella con una sonrisa en los labios y le di un abrazo para que dejase de preocuparse. Con suspicacia, volvió a mirarme una última vez antes de meterse en la primera habitación. Miré de reojo para ver si Edgar se había escondido. Por lo menos, ya no lo veía. ¿Habría sido una ilusión?, ¿una mala pasada de mi mente? Lo dudaba.
Estaba esperando el momento idóneo para entrar, y pensé —más bien, recé— que no lo hiciese mientras ellos estuviesen allí. Error mío al imaginar siquiera por un segundo que aquel hombre al que tanto había amado fuese a ser paciente por una vez en su vida.
En la puerta sonaron tres golpes inmediatamente después de ese pensamiento. Me tensé de pies a cabeza, tanto que noté la rigidez en cada uno de mis huesos. Segundos después, me di cuenta de que no podía quedarme paralizada con temor a abrir. Mi padre seguía removiendo su café mientras leía el periódico de aquella mañana.
—¿Le abres a Dexter o voy yo? —me preguntó mi madre, asomando la cabeza desde el pasillo.
Dexter.
Menuda ilusa.
Giré la llave y el sonido me puso nerviosa. No es que pareciera que iba a ralentí. Es que las hacía. Separé la puerta un filito tan pequeño que solo uno de mis ojos podía ver al tremendo hombre que se encontraba al otro lado, vestido de deporte y demasiado apetecible como para no dejarlo entrar. Pero ese pensamiento se esfumó de mi mente en cuanto me di un bofetón imaginario. Me había costado casi la salud y la vida intentar pasar página, y aunque todavía no lo había conseguido, debía poner todo mi empeño en ello.
Edgar seguiría siendo un capullo toda su vida.
Un mentiroso.
Un manipulador.
De su boca solo podían salir falsedades, y no estaba dispuesta a escucharlo.
Mis ojos se cruzaron con los suyos una milésima. Los míos, cargados de odio; los suyos, tenaces.
—Abre —me ordenó tajante.
Eso provocó que intentase cerrarle la puerta en las narices, pero fue tan ágil que ni siquiera me percaté del pie que puso para impedírmelo. No supe si le había hecho daño o no; tampoco me importaba. Con maldad, pensé que ojalá le hubiese partido como mínimo un dedo.
—Vete de aquí —le susurré para que no me escuchase nadie. O eso creía yo.
—No pienso marcharme hasta que hablemos.
—Y yo no tengo nada que hablar contigo. Lárgate —le espeté con los mismos modales que estaba teniendo él.
—He dicho que abras —volvió a ordenarme.
—¡Y yo te he dicho que no! —susurré más bajito y con un poco de nerviosismo.
Empujé otra vez y él detuvo mi intento con la mano. Lo miré muy mal.
—Deja de comportarte como una niña de quince años y ábreme.
—Y tú deja de tocarme las narices y vete de aquí. —Nada, no se movía—. ¡Vamos!
Todo el apaciguamiento que trabajamos durante el tiempo que estuvimos más unidos se fue al traste. Lo supe con solo escuchar su tono tajante y ver sus ojos felinos, que me aniquilaban.
Empujó la puerta con más brío. Yo lo hice en dirección contraria para cerrarla, hasta que una mano la agarró por encima de mi cabeza.
Mi padre.
Él no tuvo miramientos y me apartó con mucho tacto hacia un lado para poder abrirla del todo. Se contemplaron desafiantes, midiéndose las fuerzas con una simple mirada.
—¿Qué parte no has entendido de que te largues? —le preguntó mi padre con rudeza.
Edgar lo ignoró. Tal cual. Desvió su atención hacia mí.
—Esperaré lo que haga falta. Así que tú misma.
Se cruzó de brazos, mostrando unos bíceps de infarto. La sudadera que llevaba puesta se le ajustó al torso y creí escuchar un suspiro detrás de mí. Ya no sabía a ciencia cierta si mi madre suspiraba por la pesadez que le producía Edgar o por lo mismo que acababa de ver yo.
—Escucha, chico… —empezó mi padre con sarcasmo.
Edgar tardó cero coma dos en cortarlo:
—No soy ningún chico. Y no me hable como si fuese un gilipollas. No he venido a hablar con usted, George.
Mi padre no se sorprendió por que supiera su nombre. Elevé mi mano cuando dio un paso en dirección a Edgar, tratando de detenerlo.
—Muy bien. Pues escucha, imbécil. Vete de mi casa y deja de tocar los cojones. Mi hija ya te ha dicho que no quiere saber nada de ti.
—¡Eh! George, ¡por Dios! ¿Qué maneras son esas de tratar a la gente? —Mi madre corrió para tirar de mi padre desde atrás. Lo sujetó de la camiseta e intentó que se separase de la puerta, pero no lo movió ni un ápice.
Esa vez, fue Edgar el que avanzó y se quedó a escasos centímetros de su rostro. Eran los dos casi igual de altos. Se observaron con fiereza, y pude ver cómo el pecho de mi padre subía y bajaba con rabia, mientras que a Edgar comenzaban a hinchársele las aletas de la nariz. Mi madre seguía tirando de mi padre, sin éxito.
—Se han terminado los formalismos. La próxima vez que vuelva a faltarme al respeto, no miraré que sea su padre —le ladró.
—Adelante, capullo.
—¡Papá! —Me metí en medio de los dos como pude, separándolos, y mi dirigí primero a él—: Edgar, espera aquí fuera. —Ahora, a mi progenitor, ordenándole—: Adentro. Vamos.
Empujé a mi padre, que parecía un bloque de hormigón. No le quitaba los ojos de encima y Edgar tampoco. Antes de conseguir entrar, lo escuché decir:
—No me moveré de aquí hasta que salgas.
Le eché un vistazo rápido y cerré la puerta con urgencia. Coloqué las manos sobre la madera y arrugué el entrecejo, dispuesta a regañarlo:
—¿Qué te crees que haces? ¡No puedes tratar a la gente así!
—Cuellos más grandes soy capaz de romper. Abre la puerta, que a mí ese no me chulea —se envalentonó mi padre, dando una zancada en mi dirección.
—¡George! ¡Basta ya! —le suplicó mi madre, tirando de su manga.
—¿Sabes lo que ha pasado la niña