Pero ahora mismo, él sabía que no podía hacer nada. Los comunistas habían trazado una línea en un movimiento calculado, desafiándolo a cruzarla. Él había hecho eso mismo en sus esfuerzos para honrar a Dios y el sábado, y ahora tendría que pagar un precio muy alto. ¿Habría cambiado su decisión, si hubiese sabido todo lo que significaría ese paso? Tal vez no, pero Chen nunca estaría seguro porque, para cuando se hubiera asentado el polvo sobre todo este problema, sería demasiado tarde para volverse atrás. Al final de ese día, había perdido su trabajo, su esposa, su hijo y su hogar.
Esa noche, mientras dormía en el suelo en la casa de un amigo bondadoso que lo había recibido, Chen miraba fijamente el techo, preguntándose una vez más dónde había fallado. ¿Qué podría haber hecho él en forma diferente? Y llegaba siempre a la misma conclusión. Se había casado con Ruolan conociendo sus diferencias y, tal vez, ese había sido su mayor error. Pero ¿y el sábado? Él nunca renunciaría a sus convicciones acerca de lo sagrado de ese día, y nunca renunciaría a su derecho y privilegio de adorar a Dios como lo requería el cuarto Mandamiento.
“Acuérdate del sábado, para consagrarlo”, Chen comenzó a repetir los bien conocidos versículos en su mente. “Trabaja seis días, y haz en ellos todo lo que tengas que hacer, pero el día séptimo será un día de reposo para honrar al Señor tu Dios. No hagas en ese día ningún trabajo, ni tampoco tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus animales, ni tampoco los extranjeros que vivan en tus ciudades. Acuérdate de que en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y que descansó el séptimo día. Por eso el Señor bendijo y consagró el día de reposo”.1
Esas palabras de algún modo le trajeron algo de consuelo. Él no sabía cómo podía ser eso. Su devoción al cuarto Mandamiento era la razón por la que ya no tenía familia ni hogar. El trabajo que había perdido no era realmente importante en su mente; algún día, en algún lugar, podría conseguir otro trabajo. Pero ¿su esposa y su hijo? Ellos constituían su hogar y le daban felicidad. La desesperanza de ese pensamiento casi lo abrumó, pero luego se detuvo cuando se puso realmente a pensar en esa idea. ¿Había algo mal en ese cuadro? ¿Era cierto que solamente una mujer, un hijo y un hogar podían darle felicidad?
Chen contempló las formas de las sombras danzarinas que jugaban en el techo. ¿Quién podría saber que la luz de un débil farol callejero y las ramas de un árbol cerca de la casa podían fabricar tales caricaturas en el cielorraso? Tal vez su vida era como una de esas imágenes; tal vez, Dios estaba obrando de maneras misteriosas, usando diversas circunstancias para producir un plan más amplio y profundo para la vida de Chen. Después de todo, si ponía a otros por encima de Dios, ¿qué sentido tendría decir que era cristiano? ¿No había advertido Jesús a sus seguidores exactamente acerca de eso? ¿No se había entregado Jesús a sí mismo, cuando dejó al Padre y vino para morir por la raza humana?
Más pasajes de las escrituras vinieron a su mente, mientras seguía mirando el cielorraso. “Ustedes serán traicionados aun por sus padres, hermanos, parientes y amigos [...] Todo el mundo los odiará por causa de mi nombre”.2 “Los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz cada día y sigue en pos de mí, no es digno de mí”.3
Chen no quería ser traicionado por miembros de la familia, pero tampoco quería vivir sin Dios en su vida. Eso sería peor que la muerte misma. Cerró los ojos, y trató de echar fuera tales pensamientos. No le gustaba la idea de vivir sin Ruolan y sin la compañía del pequeño Zian. Tal vez, Ruolan cambiaría de idea. Probablemente, ella volvería a buscarlo por la mañana. O, tal vez, ella simplemente necesitaba algunos días para reflexionar sobre la situación. Quizás en una semana, o algo así, ella volvería a sus sentidos, y se daría cuenta de que la sangre familiar que corría por sus venas era más valiosa que su lealtad a alguna ideología gubernamental.
Tal vez sí... pero quizá no. Si había una cosa que Chen conocía acerca de Ruolan, era su orgullo porfiado. Ella se aferraría a esto por más tiempo de lo que la mayoría de las mujeres lo haría, y para ese entonces, los oficiales comunistas la habrían atrapado totalmente. ¿Quién sabía qué medidas estaban tomando en ese mismo momento, para asegurar sus planes? ¿Quién sabía qué mentiras le estarían diciendo acerca de él?
Chen era un joven de apenas 26 años, pero parecía que su vida ya era un fracaso. Había perdido su trabajo y su hogar. Su esposa de hace pocos años lo había echado, y se había quedado con el único hijo de ellos. ¿Volvería a ver alguna vez a su hijito, Zian? Él había pensado que era un buen esposo y padre, pero ¿de qué le valieron todas sus buenas cualidades? Sin ninguna duda, había llegado al peldaño más bajo de la escalera.
Chen consideró nuevamente cuál era la causa de esta situación. Evidentemente, los antiguos vínculos de Ruolan con el partido comunista habían sido demasiado fuertes para ella; y su amor por la iglesia había sido solo superficial. Ahora, él estaba cosechando el resultado de las decisiones que había tomado hacía unos años, y volvía a estar solo, sin familia.
Chen pensó en todo el dolor y el sufrimiento que padecía... ¿habían valido la pena su devoción al servicio a Dios y a la iglesia? Su padre había sufrido por los sacrificios que había hecho para ver que otros oyeran las buenas noticias del evangelio, ¿y qué recompensa había obtenido? Nada más que una vida errante; ningún lugar que pudiera llamar su hogar.
1 Éxodo 20:8-11 (NVI).
2 Lucas 21:16, 17 (NVI).
3 Mateo 10:36-38.
Capítulo 6
Chen se restregó los ojos y se enderezó de la máquina de escribir ante la cual estaba sentado, en una pequeña habitación de la Iglesia Adventista China de Shanghai. Se reclinó en el respaldo recto de la silla, e inspiró profundamente, para despejar sus pulmones. El olor del alcohol del mimeógrafo era fuerte y lo mareó un poco.
Ya hacía seis semanas que había comenzado a traducir del inglés al chino un ejemplar de El conflicto de los siglos, un libro acerca de la historia y el futuro de la humanidad y de la iglesia cristiana, escrito por Elena de White. Pero su máquina de escribir era muy antigua, y los dedos le dolían de tanto golpear las teclas oxidadas. Ya había completado trescientas páginas, y todavía le quedaban unas cuatrocientas.
Una mariposa nocturna revoloteaba cerca de la lámpara de kerosén en su mesa de trabajo, atraída en forma irresistible por el danzante resplandor de la mecha. ¡Qué idea!, pensó Chen. La luz de esta lámpara de kerosén es como la luz del evangelio para el pueblo de la China. Como esta mariposita, las personas que busquen realmente la verdad verán la luz de Dios en los preciosos libros que estoy traduciendo.
Chen miró la hoja a medio escribir que tenía delante. Sus esfuerzos parecían muy débiles. Golpeando una tecla por vez en esa vieja máquina de escribir se formaban palabras en el papel; estas palabras formaban oraciones y párrafos; los párrafos se volvían páginas y capítulos. Cuando, finalmente, el libro estuviese terminado después de meses de un trabajo agotador, sería realmente un triunfo. Pero el proceso insumía tanto tiempo...
Él no podía negar que estos libros con los cuales trabajaba día y noche eran sagrados. La inspiración y el duro trabajo invertido en estos libros especiales habían costado mucho a la iglesia. La misma tarea de Chen parecía insignificante, en comparación con la de los hombres y las mujeres que se habían sacrificado mucho para llevarlos al público. Los instructores bíblicos habían arriesgado su libertad, caminando las calles de Shanghai y otras ciudades chinas para vender