A los ojos de Chen, ese momento y desde la puerta delantera de la cabaña de su tío, esta era la única realidad. Sin embargo, el mundo real, fuera de ese tranquilo rincón al que él llamaba su hogar, era de clima de guerra; una guerra mundial.
La maquinaria bélica alemana de Hitler había unido fuerzas con Italia y Japón, para conquistar el mundo. Y por un tiempo, pareció que eran imparables. Los alemanes habían invadido casi toda Europa, y aun partes de África y de la Unión Soviética. Italia luchaba lado a lado con Alemania en el Mediterráneo, forzando a los ejércitos aliados a concentrarse en el norte de África, en lugar de en Europa, donde la guerra verdadera estaba rugiendo.
Los japoneses, por su parte, eran otra historia. Tenían una sola meta en mente: dominar completamente Asia y el Pacífico. En los primeros años de la década de 1930, invadieron Manchuria y entraron en guerra con China. Luego, atacaron las islas del Pacífico y gran parte del sudeste asiático, incluyendo Birmania [ahora Myanmar], Tailandia y Hong Kong. Luego, en 1941, los japoneses atacaron Pearl Harbor, lo que llevó a que Estados Unidos se involucrara activamente en la guerra. Por fortuna, los ejércitos aliados, conducidos por los británicos y los estadounidenses, frenaron a los japoneses lo suficiente como para evitar que dominaran por completo a Birmania, el sur de China y las islas del Pacífico.
Y cuando los alemanes fueron finalmente vencidos y lograron un armisticio el 7 de mayo de 1945, Japón fue el único país del “Eje” que quedó luchando para alcanzar sus metas bélicas. Ahora se encontraba muy deteriorado, empujado hacia el Pacífico norte, y las pequeñas islas del Japón eran apenas una sombra del monstruo militar que había erguido su horrible cabeza unos diez años antes. No obstante, los japoneses seguían luchando, y parecía que estaban decididos a pelear hasta el último hombre. Todos los diarios del mundo decían que si las naciones aliadas no podían detenerlos, millones más morirían en una lucha continua.
Qué desastre ha llegado a ser esta guerra mundial, pensaba Chen. Hombres hambrientos de poder la comenzaron para ganar territorios por la fuerza; hombres dispuestos a sacrificar incontables víctimas en el proceso. Solo Dios puede saber plenamente la devastación y el horror que estos crueles déspotas han sembrado sobre nuestro mundo.
Chen siguió por las polvorientas calles de Shanghai, en camino al sector comercial de la ciudad. Hasta ahora, había estado trabajando en una fábrica de calzado, confeccionando botas para los soldados del ejército. Ese había sido su trabajo durante los tres últimos años, desde el día en que abandonó la escuela para siempre. No tenía la edad suficiente para ser reclutado como soldado, para unirse a la guerra contra Japón... hasta ahora. Hoy cumplía 18 años, el número mágico que demandaba que él se enrolara.
No era que él deseara hacerlo; odiaba la idea de una guerra. ¡La guerra es muy violenta, cruel, y un sin sentido! Pero, eso no quería decir que él no tuviese que ir a la guerra, pues era más fácil adiestrar a los jóvenes, algo muy importante en tiempo de guerra. Quizás él nunca vería la acción en un campo de batalla, pero también pudiera ser que sí. Cargar un arma, dominar la guerra de guerrillas, tripular un tanque, nada de esto concordaba con su idea de cómo divertirse.
Pero ¿cómo podría escapar de su deber? Sí, podía no presentarse en las oficinas de enrolamiento o falsificar los papeles que identificaban su edad, o sencillamente, escapar donde nadie pudiera encontrarlo. Sin embargo, él sabía que esas no eran opciones realistas. Tarde o temprano, alguien vendría a buscarlo, y la perspectiva de lo que sucedería cuando lo encontraran no era agradable. Así que, tenía que pensarlo muy bien antes de actuar.
Además, Chen era adventista del séptimo día, y lo había sido toda su vida; se esperaba que los adventistas fueran leales a su país y a su Dios. Los principios de la Biblia no alientan a los cristianos a que sean cobardes, que se escapen o se oculten. No obstante, portar armas con la intención de matar y no poder observar el sábado son problemas que los adventistas enfrentan en el ejército, y Chen sabía que no tendría escapatoria para lo uno ni para lo otro. Se supone que un soldado, al alistarse, se compromete a obedecer a su comandante. ¿Estaba Chen dispuesto a portar un arma y usarla para matar? Esa era una pregunta muy fácil de responder para un no cristiano, pero para un adventista del séptimo día era algo muy diferente. Chen sabía que estaba sobre la Tierra para salvar vidas, no para destruirlas.
¿Y la observancia del sábado? Él sabía que nunca violaría las sagradas horas del sábado, sin importar lo que le hicieran, ya fuese pegarle, torturarlo, encarcelarlo o fusilarlo. Chen no quería ni pensar en eso.
Sin embargo, debía enrolarse. Y a eso se dirigía ahora: a las oficinas centrales del ejército. De todos modos, tal vez no lo llamaran para el servicio: había millones de jóvenes de la edad de Chen. ¿Cuáles eran las posibilidades de que lo llamaran justo a él?
Chen se unió a la fila en el distrito comercial. Su jefe en la fábrica de zapatos le había dado la mañana libre para ir a la oficina de enrolamiento, llenar los formularios apropiados y obtener su documento de identidad.
Dieciocho años. En la mente de Chen, él era todavía un muchachito. Su padre le había contado historias acerca de la Gran Guerra, o la Primera Guerra Mundial, como todos la llamaban ahora. Había habido tanto derramamiento de sangre sin sentido en esa guerra, y ningún bando se consideraba el vencedor; ni siquiera los que la habían ganado. Se habían gastado cerca de 200 mil millones de dólares para levantar otra vez a los países de Europa y de Asia, y unos 35 millones de personas habían perdido su vida. Qué desperdicio de vidas humanas, pensó Chen. Y en esta guerra también se estaba gastado mucho, mucho dinero, especialmente en la década de 1940, cuando todos recién salían de una depresión global.
Los hombres en las oficinas de enrolamiento fueron bastante corteses, a pesar de que Chen había escuchado relatos acerca de lo que era realmente el ejército, una vez que un soldado estaba reclutado. “Le enviaremos una carta de notificación acerca de cuándo y dónde deberá ir a servir”, le comunicó el hombre detrás del escritorio.
Esa noche, cuando llegó a su casa, el tío de Chen, Renshu, le entregó una carta. El corazón de Chen dio un vuelco. No podía ser que el oficial de enrolamiento lo estuviera llamando tan pronto. ¡Se había enrolado recién ese día! En el sobre no figuraba un remitente, de modo que no pudo adivinar de quién procedía. Sin embargo, cuando rompió el sobre, recibió la sorpresa de su vida.
“Querido Chen”, comenzaba la carta. “Queremos invitarte a ser un instructor bíblico para la iglesia adventista del séptimo día de Shanghai. El trabajo requerirá que pases largas horas yendo de una casa a otra, vendiendo Biblias y otros libros religiosos. También, demandará que tengas un buen conocimiento de la Biblia y que estés dispuesto a dar estudios bíblicos a quienes estén interesados. Si deseas conversar sobre esto, por favor, ponte en contacto con el pastor Lin David, en la Iglesia Adventista de Shanghai”.
Chen no sabía qué decir. A menudo se había preguntado cómo sería trabajar como instructor bíblico, pero nunca pensó que él sería elegido para esa tarea. En respuesta, esa misma noche escribió una carta:
“Muchas gracias por su bondadosa oferta. Me gustaría mucho llegar a ser un instructor bíblico, y estoy dispuesto a empezar cuando me necesiten. Sin embargo, debo decirles que acabo de cumplir 18 años y que podría ser reclutado por el ejército en cualquier momento. Oro a Dios porque me permita servir a su iglesia, en vez de servir al ejército, pero estoy dispuesto a permitir que Dios dirija todo”.
–No te ilusiones tanto –le dijo su tío, mientras Chen ponía su respuesta en un sobre y escribía la dirección del destinatario que figuraba en el texto de la carta–. Si el ejército te llama, esa es una orden que tendrás que obedecer. Recuerda: es la voluntad de Dios que cumplas las leyes de nuestro país; a menos que, por supuesto, estas leyes te exijan quebrantar los Mandamientos de nuestro Dios.
–Sí, señor –fue todo lo que Chen pudo decir.
Pero él estaba ahora muy preocupado. ¿Qué pasaría si, después de todo, lo llamaban al ejército, como decía su tío? ¿Qué pasaría, si tuviera que ir a la guerra? Él prefería