Cadenas en China. Bradley Booth. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Bradley Booth
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877983043
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mejor la noticia. Como si postergar el anuncio hiciera que el resultado fuera más fácil. Pero no había una forma buena o fácil de decir lo que tenía que decir.

      –He decidido escribir la nota de renuncia –anunció finalmente Chen.

      Miró fijo al Sr. Jiang, sabiendo que esta era la decisión más importante que alguna vez hubiese tomado, y añadió:

      –He decidido que no puedo renunciar al sábado como día de adoración a Dios. Tenía la esperanza de que usted hubiera cambiado su decisión y me permitiera tener los sábados libres, señor, pero sospecho que eso no ocurrirá.

      –Yo podría decir lo mismo de usted –dijo el administrador, incrédulo–. Realmente estoy sorprendido. Pensé que después de reflexionar durante el fin de semana, su respuesta esta mañana sería diferente –el Sr. Jiang hizo una pausa, para tomar un sorbo del té que tenía en una taza sobre la mesa–. Usted es un hombre de familia, ¿verdad? Su esposa es Ruolan, ¿no? ¿Qué dice ella acerca de todo esto?

      Chen lo miró con cuidado. ¿Qué estaba queriendo decir? ¿Cómo sabía el nombre de Ruolan? ¿Sabía el administrador algo que Chen desconocía? ¿Era todo esto algo armado?

      –He oído que usted pronto se divorciará –siguió diciendo el Sr. Jiang–. Esas no pueden ser buenas noticias para nadie. Piense en lo que eso significará para usted y para su hijo.

      –¡Un divorcio! –tartamudeó Chen–. ¿De qué está hablando?

      Su mente daba vueltas, y su visión se nubló mientras miraba fijamente al Sr. Jiang, que seguía sentado detrás de su escritorio. ¿A dónde quería llegar el administrador de la fábrica con su última expresión?

      –¡Mi esposa no sabe nada de esto! –logró, finalmente, decir Chen.

      –Ella lo sabe –replicó el Sr. Jiang–. Hemos estado en conversaciones con ella por algún tiempo, y es algo que a ella le gustaría decirle.

      El Sr. Jiang levantó el teléfono de su escritorio y marcó un número.

      –Camarada Ruolan, aquí habla el Sr. Jiang, de la fábrica farmacéutica. Su esposo está aquí. Puede hablarle a él ahora –y el Sr. Jiang le pasó el teléfono a Chen–. Hable. Cuéntele de su decisión –le ordenó con frialdad.

      Chen miró fijamente al administrador, sin poder creer lo que oía. Su boca se abrió mientras tomaba el teléfono. Al principio no pudo hablar, pero la voz de Ruolan lo llamaba incesantemente por el teléfono. Él podía escucharla débilmente, y como si estuviera lejos, pero todo le parecía una pesadilla.

      –¡Chen! ¡Chen! –ella estaba casi gritando–. ¿Me oyes?

      –Estoy aquí –tartamudeó–. ¡Te oigo! No tienes porqué gritar.

      Chen logró recobrar la compostura, y comenzó a molestarle que ella lo tratara de ese modo. ¿Dónde estaba la mujer diligente y respetuosa que había prometido ser cuando se enamoraron y se casaron, hacía unos pocos años?

      –Dime que no es cierto –Chen podía oír el hielo en la voz de Ruolan–. Dime que no hemos llegado a esto. ¿Preferirías que Zian y yo pasemos hambre, antes que trabajar los sábados?

      –¿Dejarte con hambre? –Chen no podía creer lo que oía–. Tú no pasarás hambre aunque yo pierda este trabajo. Tú sabes que nunca permitiré que eso ocurra. ¿Qué clase de esposo crees que soy?

      ¡Un esposo perfectamente loco!, resopló ella aparte. Y luego él pudo oír que la voz de Ruolan estaba dirigida de nuevo al teléfono:

      –¡Yo no tendré un esposo que elige su religión por encima de su esposa y su hijo!

      -¿Qué está pasando, Ruolan? –Chen bajó la voz, al ver que el Sr. Jiang lo seguía mirando–. Tú sabes cuál es mi convicción acerca del sábado. Siempre lo supiste. ¿Por qué esta repentina preocupación sobre algo en lo que sabes que no cederé?

      –Es que los tiempos son difíciles, y ¡no creo que le preocupe a Dios que trabajes de vez en cuando en sábado! No cuando él sabe que tu familia necesita del dinero.

      –Pero no será de vez en cuando, Ruolan.

      Chen estaba comenzando a irritarse, y le molestaba que a ella no le importara tener esta conversación por teléfono, en público.

      –Ellos quieren que yo trabaje cada sábado, y tú sabes que no puedo hacer eso.

      –¿No puedes hacerlo, o no quieres hacerlo? –argumentó ella.

      –¿No puedo hacerlo? ¿No quiero hacerlo? ¿Cuál es la diferencia? –Chen se estaba enojando otra vez, ante su insistencia–. No seguiré esta conversación por teléfono.

      –¿Le darás a tu jefe tu nota de renuncia? –demandó ella, fríamente–. El Sr. Jiang dijo que eso es lo que vas a hacer.

      –Cuando llegue a casa te explicaré todo.

      –¡Oh, no, no lo harás! –contestó ella.

      Para ese entonces, su voz se había vuelto tan fría como un témpano de hielo

      –Si presentas esa nota, no te molestes en venir a casa.

      Chen no podía dar crédito a lo que oía. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué le había ocurrido a Ruolan? ¿Cómo podía ella tratarlo tan rudamente, y sobre algo tan precioso como el sábado?

      –¿Qué quieres decir con que no vuelva a casa? –pudo decir finalmente–. ¡Es mi casa!

      –¡Ya no lo es más! No lo es, si eliges el sábado por sobre tu familia –aseguró ella enfáticamente–. Yo ya preparé mis papeles para el divorcio. Si firmas esa carta de renuncia, puedes firmar al mismo tiempo tu renuncia a nuestro matrimonio.

      Ella colgó el teléfono, y Chen se quedó parado, con el teléfono en la mano. El Sr. Jiang lo miraba fijamente, esperando su decisión. Pero Chen no decía nada.

      –Bueno –dijo, al final, el administrador– sospecho que estamos perdiendo nuestro tiempo aquí. Acabemos con esto –añadió, sacando una hoja de papel y una lapicera. Las empujó sobre la mesa hacia Chen.

      –No entiendo...

      Los hombros de Chen fueron cayendo, mientras tomaba la lapicera, sosteniéndola sin moverla.

      –¿Qué le sobrevino a mi esposa? Nunca fue así.

      –Le diré lo que le sobrevino –respondió el Sr. Jiang, mientras sacaba una carpeta del cajón de su escritorio, y comenzaba a hojear su contenido–. Ella recuperó sus sentidos y volvió a lo que ama más. No sé qué clase de cristiana era ella, pero ella es una muy buena comunista.

      –¿Comunista? –Chen se quedó mirando la sonrisa maliciosa del Sr. Jiang.

      Su mente retrocedió a las discusiones que habían tenido sobre cómo debía manejarse el gobierno, y se asombró de cuán ingenuo había sido él, por no haber visto antes cuáles eran las lealtades políticas de ella. ¿Cómo pudo haber sido tan ciego? ¿Cómo pudo haber despreciado los consejos que otros le daban acerca de los antecedentes de ella? Sin duda, el partido comunista había convencido a Ruolan de que trabajara junto con la fábrica y el Sr. Jiang para presionar a Chen. Evidentemente, ella había accedido, y el Sr. Jiang lo había sabido todo ese tiempo. Pero ¿qué le habían hecho a Ruolan, para que diera ese giro de 180º en sus previas convicciones como cristiana? Ella no era una persona débil; aunque era cierto que había sido cristiana solo un tiempo muy corto.

      –Escribiré esa carta, sin importar las consecuencias –dijo Chen, tomando resueltamente la lapicera–. Pero tengo una pregunta: ¿Qué le hicieron a Ruolan, para que se volviera contra mí?

      –No fueron bondadosos –el Sr. Jiang no pudo mirar a Chen a los ojos–. Pero esto puedo decirle: creo que tuvo algo que ver con su hijo.

      –¡Esos