Desde este momento gané en mi vida a un Maestro, y así es como comenzó nuestro trabajo conjunto, que duró muchos años. No importa que en aquel entonces la editorial Judozhestvennaya Literatura arrogantemente rechazara publicar a una desconocida Ershova «de la calle» (en aquel entonces así es como llamaban a las personas que venían sin recomendaciones). Como resultado, Knórosov rompió relaciones para siempre con esta editorial. Además, le prohibió publicar cualquier texto bajo su nombre, expresó todo lo que pensaba de dicha casa editora y sus autores, chapuceros que escribían sus banales versos o hacían traducciones del español al ruso y las hacían pasar por poesía maya. Para mí esta historia se ha vuelto una increíble lección –¡Vaya forma de defender tanto a una «colega» que conocía poco, que en sí no era siquiera una aspirante! Anteriormente nadie nunca me había defendido tanto.
Resultó, además, que ya no había ninguna necesidad de estudiar en la Facultad de Historia. Knórosov literalmente declaró lo siguiente: «¿Por qué quiere perder el tiempo haciendo esa tontería? ¡Hay que defender la tesis de doctorado de inmediato! De acuerdo con la ley, usted tiene derecho de hacerlo». Nuevamente me quedé con la boca abierta de asombro. Pero Yuri Valentínovich tenía toda la razón y yo, con su apoyo, rápidamente hice los trámites de mi postulación al Instituto de Etnografía.[6]
Me asombraba que él estratégicamente resolviera los problemas que surgían y no dejara pasar ni un mínimo detalle –cartas de recomendación, oponentes, lista de literatura e incluso el lugar de la defensa, que él había cambiado de Moscú a Leningrado literalmente un día antes de la predefensa. Él creía que el ambiente en Moscú en aquel entonces era bastante «asqueroso» para mí. Desde el inicio, Knórosov siempre me explicaba qué «animal» en el ajeno ambiente académico me era amistoso y cuál de los «animales» era indudablemente el enemigo. Por supuesto, yo me di el lujo de contarle cómo me había tratado Grigulevich en el primer encuentro, cuando me había corrido. Desde entonces Knórosov no lo llamó de otra forma que no fuera «ese canalla». Por otra parte, posteriormente me enteré de que Knórosov tenía sus propios, muy frescos conflictos con «el viejo Romualdych», que no tenían nada que ver conmigo. También me presentó a un amigo confiable: el arqueólogo Valery Ivánovich Gulyaev, que me había dado empleo en el Instituto de Arqueología después de mi defensa de la tesis. Además, me contactó con una encantadora persona, Sergo Anastasovich Mikoyán, el editor en jefe de la revista América Latina, quien me dio la oportunidad de publicar mis artículos científicos e incluso ganar dinero en tiempos difíciles.
Knórosov me ayudó a abrir una brecha en el hermético ambiente académico corporativo donde, en los tiempos soviéticos, desde el principio todo se dividía entre «los suyos» (amigos, parientes y gente fiel a los jefes). Él generosamente compartía conmigo un maravilloso mundo de ciencia verdadera que a él mismo le había costado tanto conquistar. Como vivíamos en diferentes ciudades, nos escribíamos a menudo. Yuri Valentínovich escribía cartas, les hacía copias y se quedaba con ellas. Su estilo característico era colocar un epígrafe al principio de la carta. Una de sus estrofas favoritas, que se repetían, era del poema de Kornéi Chukovski «El teléfono»: «¡Oh, qué difícil trabajo es sacar al hipopótamo de un pantano!». Los epígrafes de inmediato expresaban el contenido y la actitud hacia el tema que se planteaba en la carta. Los he usado para los capítulos del libro. Todavía tengo guardados los sobres y las cartas originales, cuyas copias, junto con todo su archivo restante, fueron vendidas en 2007 por la heredera de Knórosov en Estados Unidos.[7]
Otro detalle más. Sólo con el paso de tiempo entendí que Yuri Valentínovich entablaba relaciones particularmente estables y amigables con aquellas mujeres-colegas que se llamaban «Galina». Su estudiante favorita de doctorado –aspirantura– era Galina Avakyants, de origen armenio. Sólo después del fallecimiento de mi maestro me di cuenta de que eso no era una casualidad: durante toda su vida, Knórosov trató de una forma tierna a su hermana Galina, que lo cuidaba desde la infancia y se parecía tanto a su abuela armenia, que era actriz. Así que no cabe duda de que tuve mucha suerte con mi nombre.
¿Qué es mi nombre para ti?
Va a morir como un ruido triste
De una ola que murió en la lejana costa,
Como un sonido en un bosque nocturno.
En una hoja del recuerdo
Dejará su huella muerta,
Semejante a un texto sepulcral
Escrito en una desconocida lengua.
¿Qué es mi nombre para ti?
Lo olvidado desde hace mucho
Entre nuevas y rebeldes emociones,
No deja recuerdos tiernos a tu alma.
Pero en un día de tristeza silenciosa
Pronúncialo añorando:
Existe alguien que me recuerda
Existe en el Universo un corazón
Donde todavía vivo.
Por lo visto Knórosov, como un profundo conocedor de la literatura, la poesía, y amante de la iconografía, seguía las reflexiones del gran poeta ruso Alexandr Pushkin. Estaba claro que para él la literatura era una cierta forma de adquisición del colectivo de personas afines. Si sus amigos del periodo estudiantil se acuerdan de sus aficiones literarias románticas al estilo de Dafnis y Cloe, después, a una edad más madura, él siempre ofrecía a sus colegas una vieja edición de antes de la Revolución, ya gastada, del Conde Drácula, ya que en los tiempos soviéticos este libro no se publicaba en el país.
Sin embargo, Knórosov no aceptaba a los autores solo porque éstos fueran admirados oficialmente. A Anna Ajmátova no la consideraba una poetisa. Decía que «nunca había escuchado» acerca de Marina Tsvetáyeva, otra poetisa. Consideraba que Doctor Zhivago era una obra literaria bastante mediocre. Por otra parte, contaba con orgullo que estaba familiarizado con el texto original de «Murka» –una canción callejera de inicios del siglo xx. Era su propio estilo knorosoviano de posicionarse. Desde el principio nos había unido el amor a El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek; Knórosov citaba este libro a menudo. Siempre volvía a leer y citar Nuestro hombre en La Habana. De por sí Graham Greene era uno de sus autores favoritos –él lo destacaba y apreciaba por una cierta absurdidad doméstica de las tramas y su peculiar humor paradójico. Por algo Yuri Valentínovich también decía, refiriéndose a los dramas de su propia vida: «El sentido de humor es lo que siempre me ha salvado».
Nunca hablaba de sus dramas vividos, y si los mencionaba entonces usaba activamente los caminos literarios, que a sabiendas disminuían la importancia de lo narrado –las paradojas, la ironía, la atenuación. Su humor era precisamente así, paradójico, y a veces estaba a punto de volverse negro. Me acuerdo que a la hora de publicar el texto de Knórosov acerca del poblamiento de América (siempre me pedía que me encargara de sus «editoras» moscovitas) el redactor de una de las editoriales trataba firmemente de quitar u obligaba a cambiar la frase: «A los indígenas les ayudaba una fuerte corriente ecuatorial y constantes vientos alisios que llevaban los barcos y las balsas a las islas de Polinesia, en donde a los marineros con alegría los recibían los caníbales locales». Una vez, para ilustrar «los principios de trabajo de los etnógrafos», me envió un poema del poeta de inicios del siglo xx Vasily Velichko, titulado «Para la reserva»,[8] escrito en una máquina de escribir:
Atravesó muchos mares agitados
El abad Fra-Jiménez, obstinadamente y sin tener miedo:
Recorrió muchos países para sembrar granos de la fe
En zonas silvestres de corazones de pobres bárbaros.
Entonces, para ganar victorias espirituales,
Él al Océano