Yo me había puesto feliz, ya que conocía sus publicaciones y sabía que ella era una gran especialista en las culturas indígenas de Norteamérica. Además, siendo joven había hecho prácticas con el mismísimo Franz Boas. Hasta el momento me acuerdo de la agradable sensación de poder conversar con esta mujer increíble, ya nada joven, reservada y al mismo tiempo llena de afecto. Por otro lado, yo no tenía ni la mínima idea de su asombroso pasado, pero de inmediato entendí que ella era realmente una gran científica e, indudablemente, una excelente persona. Después de haberme escuchado, Yulia Pávlovna me hizo algunas preguntas esenciales y dijo: «Vaya a Leningrado a ver a Yuri Valentínovich. Le daré su teléfono. Puede decir que yo fui quien la recomendé». No creo que haga falta decir que salí muy entusiasmada. Sin perder tiempo, me dirigí a Leningrado.
Llegando a la «ciudad en el Neva» por la mañana, siempre húmeda y fría, a la estación Moskovski, que olía a creosota de las traviesas de madera del tren, encontré una cabina telefónica, marqué el número tan valioso (todavía me acuerdo de él) y, con la garganta encogida por la emoción, llamé a Knórosov. «¿Puede venir ahorita?», preguntó una voz extraña en el otro lado del cable. No entró en detalles y ni siquiera se había sorprendido de la llamada. «Anote la dirección». A duras penas escribí, bajé al metro; luego en tranvía, a través del puente al lado del monasterio Alexander-Nevsky Lavra, me dirigí a la calle Granitnaya. Subí al segundo piso de un edificio verde de cinco pisos, encontré el número del apartamento y toqué. Abrió una amable mujer de edad, un poco quisquillosa y con voluminoso cabello canoso. Era la esposa de Knórosov: Valentina Mijáilovna. «¿Viene a ver a Yuri Valentínovich?», preguntó ella. Me llevó a un cuarto bastante oscuro y de forma atenta preguntó si no quería tomar una taza de café.
Todas las paredes del cuarto estaban tapadas con estantes de madera con libros. En los bordes de los estantes, con botones, se sujetaba un grueso fleco de cortinas. Del lado derecho, justo debajo de los libros, estaba un viejo sofá muy desgastado sobre el cual estaban tiradas una almohada sucia y una manta.
«!Yuri Valentínovich, vienen a verte!», me presentó la mujer. «Ahorita le traigo una taza de café a la niña.» Hacia mí, de una manera formal pero sin sentir muy seguro el piso, caminó una persona muy extraña, bastante encorvada, en un oscuro traje arrugado, con el cabello canoso y desordenado y unas cejas tupidas. Me extendió la mano para saludar –la cual resultó ser muy fría y dura. «¿Qué tal le fue en el viaje?», se interesó él en lugar de saludar, y me miró fijamente con enormes ojos azules ampliamente abiertos. Me impresionó el escritorio grande en el cual también había libros, con el retrato de un gordo gatito siamés en un marco de papel, сon la fotografía de una bonita niña en uniforme de escuela (la hija, adiviné yo) y con diferentes figuritas. Allí mismo estaba una botella abierta y una taza.
Cerca del escritorio se alzaba una verdadera tribuna de madera oscura, tal como en una sala de reuniones. Solo posteriormente entendí que le servía a Knórosov como una especie de pupitre para escribir. Él trabajaba parado para dejar descansar la espalda. Debajo de la mesa, a la vista, estaban varias botellas ya vacías, lo que me dejó un poco preocupada. Aunque la situación se volvía más comprensible. Sobre todo quedaba claro que me había tocado ver la culminación del proceso relativo a las botellas. Pero, al decidir que tenía que llegar hasta el final de mi plan, comencé a contarle mi historia. Me presenté: «Galya». Knórosov me miró de una forma extrañamente asombrosa y de inmediato me confundió al preguntar por mi patronímico. Desde el principio no me trató de otra forma que no fuera «usted», «Galina Gavrilovna» y «colega». En la realidad eso era algo a lo que yo no estaba acostumbrada, si tomaba en cuenta mis 23 años y el trabajo en una editorial donde a todas las mujeres hasta la vejez se les sigue llamando solo por su nombre de pila: Natasha, Marina, Katya.
Pero todavía no habían terminado las sorpresas que me asustaban. «Entonces, ¿qué carajos necesitaba?», de inmediato preguntó Knórosov de manera sospechosa. Y nuevamente comencé a contarle que admiraba su trabajo y que quería dedicarme a estudiar la cultura maya...
Knórosov me miró con astucia debajo de sus cejas de lechuza, se volteó al escritorio y comenzó a rebuscar en un paquete lleno de papeles. Me extendió algo como un folleto de gran formato pero bastante delgado y suave con una portada gris: «¿Cree poder traducir eso rápido?» –preguntó–. «Es que me lo está pidiendo la editorial». Me extendió una arrugada hoja sellada –era el contrato que él había firmado con la editorial Judozhestvennaya Literatura. Tomé el libro que se parecía a un cuaderno y se titulaba Cantares de Dzitbalché. Lo hojeé: una imagen facsímil de los textos mayas con letra latina, Barrera Vázquez, traducción al español... Eso me había aterrado, pero me quedaba claro que no tenía otra opción: si lo rechazaba o comenzaba a hacer preguntas, me echaría definitivamente, haciéndome pasar una gran vergüenza. Entonces, pregunté seriamente pero con un tono estudiantil descarado: «¿Para qué fecha lo necesita?». Sin embargo, Knórosov no se sorprendió en absoluto y contestó: «Pues, como siempre, se tenía que hacer ayer. ¿Puede hacerlo en una semana?». Y yo, sin siquiera pestañear, declaré: «¡Todo estará listo en una semana!». Knórosov, inesperadamente, me dio un duro golpe con el puño en el hombro y balbuceó algo como: «¡Así se hace!». Luego tomó la botella: «¿No gusta?», preguntó, y sirvió en dos tazas. Para mí eso ya era demasiado, incluso en tal situación, y rechacé amablemente. Él bebió y nuevamente preguntó: «Entonces, ¿qué carajos necesitaba? ¿Quién la envió conmigo?». Nuevamente comencé a contar mi historia sobre los mayas, Avérkieva, mis posibles estudios en la Facultad de Historia, mi admiración...
Fue en ese momento cuando Knórosov cayó al sofá vencido y parecía que ya no me escuchaba para nada. Llegó un pesado silencio. ¿Se durmió? Me quedé parada un rato, esperé, agarré las desdichadas hojas de los Cantares de Dzitbalché, salí del cuarto y me despedí de Valentina Mijáilovna, que de ninguna manera se había sorprendido de que ya me fuera. Regresé a Moscú atormentándome en el camino con reflexiones sobre lo que tenía que hacer ahora con todo eso...
Traducir los textos me tomó un mes entero. Trabajé de día y de noche. Desde luego, tenía miedo de llamar a Knórosov y salir con mis cuentos de que no me daba tiempo de terminar la traducción en una semana. Me presenté en Leningrado solamente cuando todo estaba listo. Llamé –estaba claro que Knórosov se había alegrado (¡incluso recordaba mi nombre!)– y su voz era completamente distinta de la vez pasada. Me citó en la Kunstkámera.
Yuri Valentínovich me recibió en la puerta de servicio, me llevó al despacho, y me sentó en su maravilloso escritorio al lado de la ventana con vista al río Neva. No podía creer lo que veía; era una persona completamente diferente: un poco ceremonioso, amable, benévolo. Me ofreció un chocolate que sacó de la gaveta del escritorio; preparó el café; me presentó a los colegas del despacho: al maravillosísimo Abram Davidovich Dridzó[4] y a la dulce Galina Ivánovna Dzeniskevich.[5] Luego fuimos al otro bloque del edificio para que me presentara a Irina Konstantínovna Fiódorova, quien desde el primer día se encariñó conmigo y se hizo cargo de mí. Después, durante muchos años, cuando me tocaba viajar a Leningrado-San Petersburgo, me hospedaba siempre en su casa...
Aquél era para los investigadores el día «presencial» en el Instituto, y por lo tanto en los despachos, corredores y lugares