Digámoslo de manera franca: los profesores han sido degradados a “docentes”. Con ello la disciplina y el control han pasado al primer plano. Controles abiertos y sutiles, pero siempre cotidianos. Todo un escándalo para aquellos profesores –por tanto, maestros–como Sócrates, Hipatía de Alejandría, o Abelardo (el mismo de la historia con Eloísa), por ejemplo.
En el caso de las universidades, el uso de “docente” sucede, manifiestamente en dos circunstancias: o bien allá en donde existe un bajo nivel académico o científico, o bien allá en donde los administrativos son prácticamente dioses intocables. Y no es necesario que ambas circunstancias sucedan en espacios diferentes.
Por el contrario, en universidades de prestigio impera el concepto –y más que el concepto–, la relación de/con: profesor(a). Sin la menor duda, lo que se encuentra exactamente en juego es el respeto por el conocimiento, antes que el acatamiento a las normas, los indicadores y la gestión.
En una ocasión, un grupo de profesores de universidades muy destacadas en el mundo asistieron a la acreditación de una Facultad o un programa académico. Y para ser concisos, no aprobaron para nada la mayoría de puntos que estaban evaluando. Y una de las más fuertes conclusiones fue: “En nuestras universidades los administrativos no les dicen a los académicos lo que tienen que hacer”. Hablo del fracaso de un programa o de una Facultad de una muy prestigiosa universidad nacional.
Y en el caso de los colegios, el panorama no parece ser muy distinto. Con una salvedad. El uso de la palabrita “docente” es, en la inmensa mayoría de los casos, un asunto de atavismo, de uso, de costumbre. La gran mayoría de la gente lo usa acrítica e inconscientemente; esto es, de forma irreflexiva.
Es cierto que en materia de lenguaje el pueblo es rey. Pero es igualmente verdad que los procesos de desarrollo mental, cultural y social pasan por una crítica del lenguaje, como de estructuras y relaciones. Hacemos cosas con palabras. El drama no es ese: la tragedia es que en numerosas ocasiones las palabras terminan superponiéndose a las cosas y se sitúan, ellas, en primer lugar sobre las cosas mismas.
Con ilusión o utopía cabe pensar en un espacio y momento en el que quienes se dedican a la educación y hacen de ella una forma de vida puedan (volver a) ser profesores. Pero eso es un tema álgido: pues es un tema de desarrollo mental y cultural. El más difícil de los peldaños en el desarrollo de una organización, de una institución, o de un país.
La ética es un campo ingenuo e inocuo. Necesario ciertamente, pero incauto y tímido. La ética es la ciencia ficción del mundo cotidiano.
Ante las acusaciones públicas y mundiales de pederastia y la solicitud por parte de Naciones Unidas de informar y entregar a los curas pederastas, el Vaticano –ese mismo de Francisco, el jesuista–hace silencio. Y ese silencio es una forma de mentir.
Ante los medios de comunicación y la comunidad internacional, el presidente disminuye todos los efectos del espionaje y las chuzadas y, sabedor de los tiempos fatuos que vuelven ligera a la memoria, deja pasar la cosa a un segundo plano. Y se sienta con su familia a hablar de sus cosas y del mundo. Como si nada.
O aquel político que en época electoral declara unas cosas abiertamente en la primera vuelta pero luego dice absolutamente todo lo contrario en la segunda vuelta para querer ser favorecido con los votos.
Un militar asesino, en toda la palabra, ha logrado un ascenso gracias a falsos positivos. Y duerme en su cama, en una guarnición militar, conocedor de la unidad de cuerpo y de la fortaleza de la formación doctrinal. El resto le importa un bledo.
Un banquero sabe que las ganancias del sector financiero son muy superiores a las del sector productivo en cualquiera de sus formas gracias a la usura legalizada por el Estado. Usura que obliga a los usuarios de los bancos a pagar muchas veces más un crédito o una compra, y ellos acumular un capital que no podrán gastar en una vida: ni la suya ni la de sus familias. Y por otra parte, se llena la boca hablando de paz, justicia, responsabilidad social empresarial y democracia. Una patología institucionalizada.
Un exministro de agricultura ha favorecido la corruptela y el paramilitarismo distribuyendo ingresos, haciendo préstamos ilegales, permitiendo componendas favoreciéndose a sí mismo y a los otros: mientras abraza a su pequeño hijo en el juzgado donde se decide su suerte. Una mentira abrazando a una pequeña creatura, hasta ahora inocente.
Un profesor universitario es acusado de plagio por sus estudiantes en un doctorado en ciencias sociales y humanas de una prestigiosa universidad pública. El profesor acusa incomprensión y falta menor, y los directivos de la Universidad no se dan por enterados. Y claro, los estudiantes viven con miedo y zozobra. Acaso porque el profesor, entre otras cosas, le entrega puntajes a su Facultad y a su unidad académica.
Un equipo español oculta el precio de un habilidoso jugador, en blanco y negro, como una forma de lavar dinero, en medio de una crisis económica profunda de la cual el país no puede salir. Y su reyezuelo, mientras se divierte en safaris en África con la amante de turno, les habla tembloroso a sus ciudadanos de unidad y fortaleza, ignorando las corruptelas de su hija favorita. La mentira campeando en palacio, en los medios y en las calles.
Un presidente ha auspiciado el paramilitarismo en todas sus formas y su hermano ha sido directamente implicado por internos conocedores, y ambos mienten con descaro y no se les tuerce la cara.
Los casos se multiplican día a día, en todas las escalas: mundial, nacional, departamental, local u hogareña. La mentira es la forma de vida de la mayoría de los hombres públicos. La inmensa mayoría.
Pues bien, existe en inglés una distinción básica muy útil: aquellos que son giver y los que son taker. Esto es, lo que quitan, piden y roban, y los que ofrecen, ayudan, sirven. De manera muy amplia, la casi totalidad de empresarios, militares, políticos, sacerdotes de todo color, administradores y líderes son del segundo tipo. Gente que vive en la mentira –en toda la acepción de lo que le preocupa a la ética–. O, desde el punto de vista científico, a su complemento, la psiquiatría.
Estos son los que enferman al mundo y vuelven a la gente descreída y egoísta; por acción, o por reacción. Los adalides de los valores todos, los mecenas del nihilismo. En una palabra: los hombres de Davos. O del Vaticano. O del poder. En fin, hombres y mujeres que son y representan la quintaesencia del capitalismo, en toda la acepción de la palabra: político y económico, cultural y axiológico.
Ya lo señalaba con descaro Goebbels: una mentira repetida mil veces termina por convertirse en una verdad. Patología social, pandemia mental. O como lo sostenía ese colombiano representante de la extrema derecha, invitando a los suyos contra sus opositores y detractores, Gilberto Alzate Avendaño: “¡Calumnia! ¡Calumnia que algo quedará!”.
Lo verdaderamente incomprensible, desde el más sano de todos los sentidos comunes es, ¿cómo es posible vivir en la mentira? ¡Es tal el grado crónico y crítico de la enfermedad que no les da remordimiento de ninguna clase, que pueden mirar de frente a las cámaras de fotografía y televisión, mientras dicen lo que dicen que es lo que hacen!
¿Cómo hay gente a la que no se le dilatan las pupilas ni tartamudean, ni les tiemblan las manos ante la mentira, el engaño, la corrupción y la muerte? Que eso sucede ya no es tema, en absoluto de la ética, sino de la más refinada psiquiatría.
Esos agentes del poder –los takers, esto es, los tomadores de decisiones como eufemísticamente les gusta denominarse a sí mismos–, enferman a la sociedad a través de sus medios: los de comunicación, los pulpitos, las empresas y los gobiernos. Y hacen de los ciudadanos psicópatas: que oscilan entre dos mundos antagónicos e irreconciliables. Y que en los colegios imprimen cochinadas como educación cívica, educación ciudadana, cultura ciudadana, religión, y demás asignaturas semejantes.
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