—En el mejor sentido, y por eso he hablado con la gerente mientras los niños y tú estabais en el baño —se sacó un trozo de papel del bolsillo y lo sostuvo lejos de ella sugerentemente—. Es la lista de especias del chef.
Ella lo miró asombrada.
—¡Estás de coña! —dijo emocionada e intentando agarrarla—. La mayoría de los chefs no divulgan sus secretos.
—Pero este tiene un libro de cocina y todo está ahí. La encargada me ha hecho una copia de la página cuando le he explicado lo mucho que te gustan las recetas.
—Sabía que tu encanto me vendría bien algún día —bromeó, intentando una vez más agarrar el papel.
—Todavía no. ¿Cuál es mi recompensa?
Karen lo agarró de los hombros y le dio un beso que hizo que le hirviera la sangre.
—No ha estado mal.
Su mujer frunció el ceño ante esa menos que entusiasta opinión.
—¡Pero si ha sido un beso excelente! —protestó.
—¿Adónde nos llevará cuando lleguemos a casa?
Ella se rio.
—No sabía que esto fuera una negociación. En ese caso, imagino que podríamos pensar en algo que sea mutuamente satisfactorio.
—De acuerdo —dijo él entregándole el papel.
Al instante se vio inmersa en la lista de especias y mordiéndose la punta de la lengua. Con el ceño fruncido de concentración, se la veía tan deliciosa que él necesitó todo el comedimiento que le quedaba para no llevarla a sus brazos y besarla de nuevo, aunque con la promesa que había hecho aún revoloteando por sus oídos, podía esperar un poco más.
Pero eso no evitó que se diera prisa en pagar la cuenta, meter a los niños en el coche y ponerse en carretera. Y si, además, hacían el viaje de vuelta un poco más deprisa... bueno... en esa ocasión la velocidad estaría justificada. Después de todo, ¿quién sabía cuál sería la recompensa cuando Karen descubriera que le había comprado el libro completo del chef?
Adelia había perdido la última pizca de paciencia que le quedaba con Ernesto. Su visita a su despacho no había conducido a nada más que, tal vez, a que él se mostrara más desafiante que nunca. Estaba claro que en ningún momento se había creído que ella fuera a poner fin a su matrimonio. Y lo cierto era que, por muy desesperada que estuviera en reclamarse respeto por sí misma, no estaba segura de poder hacerlo.
Solo imaginarse las consecuencias que tendría en su familia ya era desmoralizante, eso sin mencionar lo que pasaría si Ernesto lograra darle la vuelta a la tortilla en los tribunales y pudiera librarse de toda obligación de pasarles una pensión a ella y a sus hijos. Nunca había tenido un trabajo de importancia y, aunque no la asustaba el trabajo duro, adaptarse a un horario de trabajo después de ser madre y ama de casa sería una transición complicada. No podía evitar pensar que estaría tratando mal a sus hijos, y a pesar de eso sabía que había otras familias en las que todo parecía bien aunque la madre trabajara fuera. No tenía más que fijarse en Elliott y Karen, por ejemplo.
Sabía que tenía que pedir una cita con Helen Decatur-Whitney, que tenía la reputación de hacer que sus clientas salieran ganando en casos como ese, pero eso haría que la posibilidad del divorcio fuera una demasiado real. En cierto nivel nada realista, seguía pensando que su marido entraría en razón. Sin embargo, hasta el momento no había señales de que eso fuera a pasar. O no le importaba, o estaba contando con que ella se mantuviera fiel a su creencia de conservar el statu quo, lo cual le venía muy bien porque le proporcionaba la excusa perfecta para no comprometerse con ninguna de esas mujeres que pasaban por su vida.
En algunos aspectos, lo peor de todo era no tener a nadie en quien confiar. A su madre la descartaba, y también a sus hermanas y a Elliott. Pensó en Karen, que en más de una ocasión se había ofrecido a escucharla sin juzgarla ni decir nada, pero después de cómo se había comportado con su cuñada antes de que Elliott y ella se hubieran casado, solo la idea le resultaba embarazosa. Aun así, podría terminar siendo su mejor opción, ya que estaba claro que Karen era la única dentro de la familia que tenía experiencia con un divorcio.
Ojalá hubiera mantenido a alguna de sus amigas del instituto, pero una vez había empezado a salir con Ernesto, había centrado su vida alrededor de él y más tarde alrededor de sus hijos. Ahora veía qué gran error había cometido. Tenía muchos conocidos gracias a su trabajo en el voluntariado, pero nadie a quien se sintiera unida lo suficiente como para estar dispuesta a confiarle sus miedos y secretos más profundos.
—Lo que necesito —decidió una mañana después de que los niños se hubieran marchado al colegio— es un empleo.
Un empleo a tiempo parcial sería la transición perfecta por si las cosas pasaban al siguiente nivel y solicitaba el divorcio. De pronto deseaba la sensación de independencia que le proporcionaría. Sin embargo, expresar ese pensamiento en alto fue tan impactante que tardó un minuto en asimilar que se lo estaba planteando. Era licenciada en Empresariales, aunque el diploma estaba lleno de polvo y sus recuerdos de los trabajos de clase tan sumidos en el pasado que no estaba segura de que contaran. ¿Quién la contrataría en base a eso? ¿Qué pondría en su currículum? ¿Que había participado en docenas de comités y que trabajaba como voluntaria en la biblioteca?
¿Y quién la contrataría en Serenity hoy en día? La crisis económica había sacudido al pueblo al igual que a todas partes, a pesar de los mejores esfuerzos del administrador municipal, Tom McDonald, por revitalizar la zona centro de la comunidad. La emisora de radio country de su primo Travis y la boutique de Raylene eran los negocios más nuevos de Main Street y dudaba que alguno de los dos quisiera contratar a alguien y que, en ese caso, ella estuviera capacitada para el trabajo. Pensar en su falta de aptitudes combinada con la falta de oportunidades resultaba desalentador y le hizo agarrar un pedazo de la tarta que había preparado esa mañana.
Por desgracia, ese era otro hábito que había adquirido: comer para aplacar su frustración. Aún tenía casi diez kilos de los embarazos, a pesar de que su hija más pequeña ya estaba en segundo curso.
—Bueno, no puedo pasarme el día aquí sentada comiendo tarta —se dijo apartando el plato con cara de asco. Tenía que hacer algo positivo, algo que la animara, algo que pudiera controlar, ya que era evidente que por el momento el destino de su matrimonio era algo que se escapaba a su control—. Debería estar haciendo ejercicio —dijo por mucho que la espantaba la idea. Nunca había entendido la fascinación de su hermano por sudar. Sin embargo, ¿cuántas veces le había sugerido que hacer ejercicio ayudaba a liberar estrés? ¿No era eso lo que necesitaba tanto como perder esos kilos de más? Tal vez, ya que se ponía, hasta se daría el capricho de un masaje y un tratamiento facial. Al menos así si al final abandonaba a Ernesto, estaría en plena forma y podría mirarlo por encima del hombro cuando se marchara.
Veinte minutos más tarde entraba en The Corner Spa. Estaba vacilando en la recepción cuando Maddie Maddox salió de su despacho y sonrió al verla.
—Eres la hermana de Elliott, ¿verdad? ¿Adelia?
Adelia asintió.
—¿Has venido a verlo? Creo que está con una clienta, pero se quedará libre en un minuto.
—La verdad es que quería apuntarme y ver si tenéis un entrenador personal además de mi hermano para que trabaje conmigo. Dejar que Elliott esté mandándome podría ser más de lo que puedo soportar.
Maddie se rio.
—Lo entiendo, y puedo atenderte con la matrícula. Jeff Matthews es nuestro otro entrenador, y estoy segura de que estaría encantado de incluirte en su agenda. ¿Qué te parece si te dejo los papeles que hay que rellenar y voy a buscarlo?
Dejó a Adelia con los formularios en un despacho que olía a lavanda y a otros aromas que parecían tener un efecto relajante en ella. No podía estar segura de si era eso,