—¿Y eso ha estado pasando mucho últimamente? —le preguntó mirándola fijamente—. Me refiero a las discusiones.
Ella miró a otro lado.
—Lo solucionaremos. Siempre lo hacemos —dijo como si se supiera esas palabras de memoria. Sonó como si hubiera estado usándolas durante un tiempo para intentar autoconvencerse.
—¿Has hablado con mamá sobre lo que está pasando?
Adelia le lanzó una mirada incrédula.
—¿Estás loco? ¿Y tener que escuchar sus sermones sobre que yo tengo toda la culpa de que mi matrimonio no sea un camino de rosas? Ya sabes cómo es mamá. Se cree que a todos los maridos hay que tratarlos como a reyes, por mucho que estén actuando como unos cretinos.
Elliott sonrió.
—Es verdad. Estaba totalmente entregada a nuestro padre, por muy poco razonable que fuera él.
—Hazme caso, papá era un baluarte de sensatez y calma comparado con Ernesto.
En su voz notó una desolación que le resultó preocupante.
—Adelia, ¿está intimidándote? ¿Te maltrata?
Ella cerró los ojos y se ruborizó.
—No, nada de eso. Jamás se lo permitiría. A pesar de mi debilidad, sí que tengo suficiente orgullo como para no tolerar semejante falta de respeto.
—Eso espero —respondió aún preocupado—. Porque lo pondría bien firme si llegara a levantarte la mano.
Adelia casi sonrió ante su comentario.
—Sé que lo harías y por eso te quiero.
—¿Quieres que me quede y hable con Selena?
Ella sacudió la cabeza.
—No. Ya me ocupo yo. No hay necesidad de que presencies cómo monta en cólera cuando le diga que está castigada un mes.
Elliott se quedó sorprendido ante la severidad del castigo.
—¿Un mes?
Adelia se encogió de hombros.
—Menos de eso no serviría de nada. Créeme, un mes es lo único que despertará su atención.
—A lo mejor lo que necesita, más que un castigo, es saber con certeza que sus padres van a esforzarse en superar sus diferencias —propuso Elliott.
Adelia lo miró con tristeza.
—Siempre intento no hacer promesas si no estoy segura de poder mantenerlas —dijo al acompañarlo a la puerta.
Elliott quería quedarse, quería borrar el dolor que veía en la mirada de su hermana, pero no era él el que tenía el poder de hacerlo. Y cada vez quedaba más claro que al hombre que estaba en posición de hacerlo no le importaba nada.
—¿Por casualidad va a quedarse Frances mañana por la noche con los niños? —le preguntó Dana Sue a Karen el lunes.
Karen se quedó mirando a su jefa sorprendida.
—No lo tenía pensado. Mañana tengo libre, ¿recuerdas? Estaré en casa con los niños.
—Deja que te lo pregunte de otro modo —dijo Dana Sue pareciéndose a Helen cuando estaba interrogando a un testigo reacio a colaborar—. ¿Puede Frances cuidar de los niños mañana por la noche?
Estupefacta, Karen se encogió de hombros.
—Tendría que preguntárselo, pero probablemente. ¿A qué viene esto? ¿Necesitas que venga a trabajar?
—No. Los chicos, menos Erik que se quedará aquí, van a quedar para ver el baloncesto y hablar más del gimnasio, así que las mujeres hemos decidido que nos merecemos una noche de margaritas. Hace siglos que no celebramos una y queremos que vengas.
—Creía que las noches de margaritas eran una especie de ritual sagrado para las Dulces Magnolias —a ella nunca la habían invitado.
—Y creemos que deberías ser oficialmente una de nosotras —le contestó Dana Sue con una sonrisa—. Si Elliott va a ser socio de algunas de nosotras y de nuestros maridos, entonces tú deberías estar incluida cuando las chicas nos reunamos.
—¿De verdad? —preguntó, sorprendida por la tristeza que se había colado en su voz. Siempre se había preguntado cómo serían esas misteriosas noches que Dana Sue, Maddie, Helen y sus amigas pasaban juntas. Los margaritas eran lo que menos le importaba, pero el fuerte vínculo de su amistad era algo que envidiaba desesperadamente. En alguna que otra ocasión había recibido su ayuda y su apoyo y comprendía el valor que eso tenía.
—De verdad —le aseguró Dana Sue—. Y antes de que te pongas nerviosa y empieces a pensar cosas raras, tienes que saber que no tenemos ni rituales secretos ni juramentos; nuestra única premisa es que lo que pasa en las noches de margaritas se queda en las noches de margaritas.
Karen sonrió.
—Eso lo puedo cumplir.
—Entonces mañana a las siete en mi casa.
—¿Qué puedo llevar?
—Nada. Yo preparo el guacamole, Helen los margaritas y, ya que creen que ahora necesitamos más comida para contrarrestar el alcohol, Maddie, Jeanette, Annie, Raylene y Sarah se van turnando para traer la comida. Créeme, Maddie se encargará de que te llegue el turno. Le va a encantar sumar un chef más a la lista. Aparte de mí, Raylene es la única con auténtica creatividad en la cocina.
Karen pensó en los progresos que Raylene había hecho venciendo su agorafobia. Hacía no mucho tiempo todas las noches de margaritas tenían que celebrarse en su casa para que no tuviera que enfrentarse al terror que le generaba salir de la seguridad de su hogar.
—Raylene está mucho mejor ahora, ¿verdad? Cuesta creer que sea la misma persona. Ahora la veo en su tienda de moda y saliendo por ahí con Carter y sus hermanas.
Dana Sue sonrió.
—Es uno de los muchos milagros con los que nos ha bendecido este pueblo.
Karen continuó trabajando con las ensaladas del almuerzo, aunque al final la curiosidad la superó. Miró a su amiga y preguntó:
—¿Por qué ahora, Dana Sue? ¿Es solo porque no quieres que me sienta apartada?
Dana Sue, que siempre hablaba con sinceridad, respondió:
—Eso por un lado, está claro. Pero durante mucho tiempo tu vida era muy complicada. Helen tuvo que cuidar de tus hijos para que no te los quitaran y tu futuro trabajando aquí era muy inseguro, así que no creíamos que fuera buena idea sobrepasar más los límites —sonrió—. Igual que ha pasado con Raylene, tú no eres la misma persona que eras hace unos años. Todas te apreciamos. Siempre ha sido así. Pero ahora creemos que todas tenemos una vida más consolidada.
—Quieres decir que ya somos todas iguales.
Dana Sue se rio.
—Eso suena terriblemente estirado e intolerante, pero en cierto modo, sí. Lo siento si he herido tus sentimientos.
Karen negó con la cabeza.
—Todo lo contrario. En realidad me hace sentir orgullosa saber lo lejos que he llegado recomponiendo mi vida. Hace unos años estaba hundida y, a pesar de no ser una Dulce Magnolia oficial, todas me ayudasteis. Siempre os estaré agradecida por ello.
—Y ahora tendremos que descubrir si puedes resistir el tequila mejor que las demás.
Karen pensó en lo poco que bebía porque no le gustaba ni el modo en que te hacía perder el control ni el gasto de dinero que suponía.
—Algo me dice que en ese terreno no