—¿Cuánto dinero, Elliott?
—Aún estamos estudiándolo.
Lo miró fijamente.
—¿Cuánto? —repitió al captar que Elliott estaba siendo evasivo deliberadamente.
—Diez mil, tal vez quince —acabó diciendo justo antes de ver su expresión de alarma.
—¿Nuestros ahorros para el bebé? —le preguntó con voz temblorosa—. ¿Todo?
—Sé que te parece mucho.
—Es que es mucho. Es todo lo que tenemos.
—Pero la recompensa... —comenzó a decir aunque ella lo interrumpió.
—Si es que la hay. ¿Y si no la hay?
A Elliott se le empezaron a crispar los nervios.
—¿Es que no tienes fe en mí? Eres mi esposa. ¿No deberías creer en mí como hacen las esposas de Cal, Ronnie, Erik y los demás?
—No es cuestión de no creer en ti —insistió—. Son nuestros ahorros, Elliott. ¿Qué pasa con lo de tener un bebé? Creía que te importaba.
—Y tendremos un bebé y más dinero para mantenerlo.
—Eso contando con que esto salga como lo habéis previsto —le contestó casi al borde de las lágrimas.
—Va a funcionar —insistió—. Ten un poco de fe.
—Eso quiero —le respondió con amargura.
—Piensa en ello —le suplicó—. Habla con Maddie o con Dana Sue. Pregúntale a Erik. Confías en él, ¿verdad? Todos tienen confianza en esto.
—Supongo que podría hacerlo —admitió aun con renuencia y sin dejar de darle vueltas a la cabeza—. ¿Y si todo se va al traste, Elliott? ¿Estáis protegidos en ese caso?
—Tendré que hablarlo con Helen, pero creo que sí.
—Asegúrate, Elliott. ¿Y si os surge alguna demanda o algo?
—Tendremos un seguro de responsabilidad. Deja de preocuparte. Helen nos protegerá. Puedes estar segura.
—Sabes que le confiaría hasta mi vida. Después de todo, acogió a mis hijos cuando yo no pude hacerme cargo de ellos hace unos años. No hay nadie en quien confíe más.
—Pues entonces discute todo esto con ella. Y si no te quedas convencida de que todo irá bien, seguiremos hablando del tema hasta que lo estés. No quiero que te asustes, Karen, pero tienes que entender que es nuestra gran oportunidad de avanzar.
—Lo entiendo —respondió sonando resignada aunque no convencida del todo.
—Tú y yo, ¿estamos bien? —le preguntó Elliott buscándole la mirada.
—Estamos bien —le respondió muy despacio y mirándolo fijamente.
—No pareces muy convencida. ¿A qué viene eso?
—El problema va más allá del gimnasio, Elliott. No nos hemos estado comunicando, no como deberían hacerlo las parejas de verdad. Y sé que lo intentas, pero no creo que entiendas del todo lo mucho que me asusta el tema del dinero.
—¿No acabo de decir que lo entiendo? —le preguntó frustrado.
—Pero después lo ignoras. Prométeme que cuando se trate de cosas importantes, nos comunicaremos mejor.
—Nos hemos estado comunicando muy bien casi toda la noche —le dijo intentando despertarle una sonrisa.
—No me refiero a eso, y lo sabes. En ningún momento me has dicho que estabas dándole clase a Frances y sabes lo mucho que me importa esa mujer. Eso me hace preguntarme cuántas otras cosas me has ocultado. Tu padre...
—¡Mi padre no tiene nada que ver en esto! —le contestó con brusquedad ante la injusta comparación—. Y eso de que te oculto cosas es una exageración, ¿no crees? Apenas pasamos tiempo juntos y a veces pasan días sin que hayamos mantenido una verdadera conversación, así que para entonces ya he olvidado las cosas que pretendía contarte. No hagas una montaña de esto.
Ella se mostró tan dolida por su desdeñoso tono que él se aplacó al instante y, en el fondo, la entendió.
—Intentaré hacerlo mejor —prometió—. Sé que para ti la comunicación es un tema casi tan peliagudo como el de la economía. No debería haberte ocultado lo del gimnasio, ni siquiera para evitar que te preocuparas. Y, créeme, entiendo lo del dinero. Puede que no haya pasado por una situación tan brutal como la tuya, pero vi con mis propios ojos lo que supuso para ti.
—Gracias. Y, como te dije anoche, Frances ha prometido ayudarnos a tener más tiempo para los dos. Si, además, podemos tener estos desayunos de vez en cuando, puede que las cosas mejoren.
—Claro que mejorarán —y él se aseguraría de que así fuera porque nunca nadie le había importado tanto como esa mujer que conoció cuando pasaba por una época terrible y que ahora se había transformado en una compañera, amante y esposa formidable. Era su gran amor y haría todo lo que hiciera falta para que siempre lo supiera. Ojalá pudiera estar seguro de que con eso bastaría.
Cuando Karen llegó a Sullivan’s encontró a Dana Sue frenética.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está Erik?
—Sara Beth está enferma y Helen está en el juzgado, así que tiene que quedarse en casa con Sara —le respondió desde la cámara frigorífica—. He intentado contactar con Tina para preguntarle si podía venir antes porque ya le ha enseñado casi todos los postres, pero no puede venir hasta esta tarde.
Salió a la cocina con las mejillas rojas por el frío de la cámara.
—¿Te puedes creer que no quede ni una sola tarta? Creo que vamos a tener que poner helado en la carta, aunque sea para el almuerzo.
—¿Y brownies? —preguntó Karen—. Son bastante fáciles. Los hacías siempre hasta que Erik se ocupó de los postres. Si puedes hacerlos, yo puedo ponerme con el plato del día. Lo haremos sencillo para el almuerzo. ¿Qué te parecen esos panini de jamón y queso que Annie te convenció para meter en la carta? Llamarlos «sándwiches de queso glorificados» fue una auténtica genialidad. ¿Y qué me dices de la ensalada de pollo con nuez y arándanos? Ayer hice la cacerola de estofado de judías, así que no hay problema.
Dana Sue suspiró claramente aliviada.
—Gracias por devolverme a la tierra. No sé por qué me ha entrado este ataque de pánico.
—Porque eres adicta a esa planificación que tienes colgada en la pared de tu despacho —bromeó Karen—. Y en cuanto hay que desviarse del plan te vuelves un poco loca.
—¿Estás sugiriendo que soy una maniática del control? —le preguntó con un divertido brillo en los ojos.
—Sé que lo eres —respondió Karen justo cuando Ronnie entró en la cocina.
—He oído que tenemos una crisis —dijo deteniéndose a darle a su mujer un intenso beso—. No estás tan histérica como parecías por teléfono. ¿Han mejorado ahora las cosas?
—Totalmente —respondió Dana Sue—, pero ha sido Karen, y no tú, la que me ha devuelto la cordura.
—¿Entonces ya no necesitas que eche una mano? —preguntó aliviado.
Dana Sue sonrió.
—Dado que no servimos tortitas en Sullivan’s más que los domingos por la mañana y que son tu única especialidad, no tengo ni idea de por qué te he llamado.
—Porque solo verme ya te calma.
Dana Sue se rio.
—Sí, seguro que es por eso.
—Si