Reuben negó con la cabeza, con una sonrisa burlona, más hacia la situación y hacia sí mismo que otra cosa. Había pasado de ser ese ignorante personaje que estaba de paso, a pensar que, quizás, merecía la pena el esfuerzo de demostrar que podía hacerlo, solo por restregárselo a esa gente. Era un gran paso en su carrera.
—Me temo que acudís a la persona equivocada. Yo no puedo ayudaros. Y ahora, si me disculpas, estoy esperando una llamada, y tengo que encargar un equipo deportivo completo a cuenta de la revista —dijo con lo que pretendió ser un tono conciliador, pese a todo. Al fin y al cabo, esa mujer era el amor de su vida.
Victoria se alejó al instante, convertida otra vez en una diosa de mármol.
—No durarás mucho aquí con esa actitud.
Reuben rio. No recordaba cuántas veces le habían dicho ya las mismas palabras en poco tiempo. Sin embargo, no podía culpar a Victoria por querer sobresalir por encima del resto de sus compañeros. La ambición no era mala en sí misma, y la comprendía. Él mismo había sido ambicioso y había luchado por sus sueños en otro tiempo. Su actitud la hacía, si acaso, todavía más atractiva a sus ojos.
Capítulo 4
¡Muévete!: que el desánimo no te venza
Reuben se había cansado de comprobar que su teléfono funcionaba.
Lola le había dicho que la tal Gretchen llamaría, pero la jornada laboral transcurrió y el teléfono no sonó. No llamó la entrenadora personal de su jefa, y tampoco lo hizo nadie para sacarlo de aquel infierno, por desgracia.
Desanimado, se dejó caer en un asiento del metro y dejó la vista perdida al frente, preguntándose por qué la vida era tan injusta con él.
Todavía era joven. Era guapo y tenía un pelo precioso, o eso decía su madre. Estaba relativamente en forma, o lo había estado hasta hacía poco, aunque había ganado unos kilos en los últimos meses. Había escrito algún artículo bueno a lo largo de los años. Era un buen tipo. Hasta tenía gracia cuando entraba en confianza.
Sin embargo, de algún modo, la vida lo había llevado a un lugar donde nadie lo apreciaba y donde no sabía ni moverse ni respirar. Y parecía que tendría que quedarse allí durante un tiempo, a no ser que sucediera un milagro.
El teléfono sonó y respondió de forma automática, sin mirar quién era.
—Barton —masculló, sintiéndose miserable y arrugado.
—La señora Godrick me había avisado de que eras un ejemplar bastante mediocre, pero no me esperaba algo así.
Reuben se apartó el aparato de la oreja al escuchar la voz gritona de la mujer que le chillaba al oído.
—¿Perdone?
—Decisión, Barton. ¡Decisión! Haré de usted un hombre, alguien lleno de vida, y olvidará que fue usted ese mequetrefe gris que es ahora. Y ahora, yérgase, ¡recto!
Reuben se preguntó cómo sabía esa nazi que estaba medio tirado en el asiento. Su cuerpo reaccionó por propia voluntad a la orden, se irguió y se sentó como debía.
—Oiga…
—Le espero mañana a las siete de la mañana. Le enviaré la ubicación a su teléfono. No es necesario que traiga nada, la señora Godrick se ha encargado de su equipo —añadió casi con lástima.
Evidentemente, ninguna de las dos confiaba en que él pudiera comprar nada apropiado. Sintió que se sonrojaba sin remedio y que un par de personas a su alrededor empezaban a mirarlo con curiosidad.
Por pura rebeldía, volvió a la postura anterior.
Gretchen colgó antes de que pudiera responder ni despedirse y Reuben maldijo para sí.
En su cabeza, vio a una mujer vestida de cuero ajustado y provista de un látigo y todo tipo de instrumentos de tortura, disfrutando mientras lo veía sudar.
Si hasta ese instante su vida le había parecido de lo más deprimente, en ese momento solo deseó meterse en la cama, taparse la cabeza y no volver a levantarse. Sin embargo, una especie de rebeldía adolescente le hizo arrancarse la corbata de leones rampantes nada más cruzar el umbral de su apartamento. Abrió una lata de cerveza pensando en la mirada de lástima de Victoria, y otra mientras recordaba el desprecio de Lola hacia el artículo que le había llevado nada menos que una semana. Joder, si no escribía nada tan largo ni con tanto sentimiento desde la universidad.
Para cuando se dio cuenta, se había bebido cuatro cervezas, algo a lo que ya no estaba acostumbrado, y era incapaz de caminar en línea recta.
Se dejó caer en la cama a medio vestir y rezongó una maldición hacia la moda, el mundo moderno y contra la vida en general.
A los pocos segundos estaba roncando.
Joanne se sentó en la cama y miró hacia las puertas abiertas de su armario como si fueran lo que más odiaba en el mundo.
Ni siquiera había amanecido y ya quería que ese día terminase.
La noche anterior había recibido una llamada de Lola que, en apenas dos frases, le había ordenado que estuviera en una dirección a las siete de la mañana. Evidentemente, no le había preguntado si podía, y mucho menos si le apetecía, o si tenía otros planes. Una vez que una firmaba contrato con esa mujer, se daba por hecho que todas las horas, e incluso los órganos del propio cuerpo, le pertenecían.
De modo que ahí estaba, a las cinco y media, mirando a un agujero negro, sin apenas ver, preguntándose qué debía ponerse para una cita tan temprano.
Porque suponía que debía de ser algo importante.
Al final decidió que tal vez sería mejor despejarse primero en la ducha y desayunar, que ya pensaría después qué ponerse.
Y, como siempre, de algún modo, para cuando acabó, era demasiado tarde como para dudar demasiado entre una cosa u otra, así que se puso lo primero que vio limpio y planchado. Eran las seis y media y tendría que correr si quería llegar a tiempo.
Para entonces, Tim ya se había levantado y la miraba entre los agujeritos de la mascarilla de algodón.
Llevaba un albornoz tan peludo y esponjoso que parecía un oso polar. De algún modo, a él nunca parecía pesarle levantarse tan temprano para estar divino.
—Ese buzo te hace un michelín aquí —dijo Tim, señalándose por encima de la cintura.
Apenas había movido la boca, porque la mascarilla se lo impedía, pero el tono había sonado tan inmisericorde como siempre.
—Y yo he visto mucho pelo últimamente en la ducha, y no es mío.
El dardo fue acertado, porque Tim salió corriendo para comprobar si era cierto.
Mientras caminaba hacia la puerta, Joanne sintió vibrar el teléfono.
—Lleva algo para grabar —dijo la voz seca de Lola al otro lado de la línea.
Ni un saludo, ni un buenos días.
Joanne llamó al ascensor y miró su reflejo en el cristal. No podía verse bien, pero tampoco había nada espectacular que ver, y menos a esa hora. Iba limpia y bien vestida, no se podía esperar más.
—Espero que te valga el teléfono, porque no tengo otra cosa. Si me hubieras avisado, habría preparado las cámaras buenas, pero hace tiempo que no las uso.
Hubo un silencio incómodo. Si Lola comprendió el evidente reproche hacia su talento desaprovechado, no dio muestras de darse por enterada y, mucho menos todavía, por aludida.
Por supuesto, esa mujer jamás admitiría que