—No pensé que fueras a quedarte tanto tiempo como para traer mascotas al trabajo, pero, si es así, será mejor que entiendas algo: sin mis artículos vendiendo esa bazofia cosmética a mujeres incapaces de aceptar su edad o su fealdad, esta revista estará acabada antes de un año. Necesito espacio y supongo que lo entenderás, muchacho.
Reuben se recostó en su silla, anotando en su agenda mental que su siguiente adquisición debía ser una silla nueva. Había estado tan desanimado con todo lo que ocurría cada día en ese maldito lugar, confiando en secreto que no tendría que comprarla porque alguien llamaría para rescatarlo de aquel infierno, y ese en concreto esperando la llamada de la tal Gretchen, que no había vuelto a pensar en ello.
Ambrose Price parecía satisfecho después de su discurso, seguro de que otro hombre vería las cosas como él. Desde su propio asiento, observaba todo a su alrededor, como si nunca lo hubiera visto antes.
A Reuben le molestó esa aura de seguridad, sobre todo porque, a pesar de que sabía que tenía razón, no iba a darle lo que quería. Y no porque considerase que el hecho de llamarle muchacho fuera una falta de respeto hacia él como compañero, y como hombre ya mayorcito, sino porque no podía. Para empezar, porque ya había quedado claro en su primera reunión que no podía cederle sus páginas a nadie, por importante que creyera que era su trabajo. Además, a pesar de que Lola había menospreciado su artículo, él todavía pensaba que era bueno e iba a luchar por él con uñas y dientes.
Por no hablar de que darle la razón a Ambrose Price podía dar que hablar en la revista. Ambrose era un hombre, y él era un hombre. Y el resto del personal en su mayoría era femenino. Con solo cerrar los ojos podía escuchar los reproches sobre su machismo y favoritismo hacia los de su sexo.
En definitiva, tenía muchos motivos para no acceder, se dijo, y el menor de ellos era que todo lo que decía le parecía bazofia. ¿De verdad pensaba que hablar de cremas para los granos era más importante que cualquier otra cosa? Se reiría si no tuviera la espalda hecha polvo.
Pero no podía decirle a él todo eso. Algo le decía que no lo comprendería, así que hizo algo que no debería haber hecho: le dio largas.
—Lo pensaré —dijo, con una sonrisa que no prometía nada.
Fue suficiente para Ambrose. Reuben pudo ver cómo resplandecía de satisfacción por su triunfo. Su rostro brillaba con un placer casi sexual mientras se colocaba la pajarita ya perfectamente anudada.
—Sabía que nos entenderíamos.
Cuando se levantó y dejó el despacho, Reuben sintió que había cometido un error al darle aunque fuera la mínima esperanza de conseguir lo que quería. Tenía la sensación de que Ambrose no se tomaría bien un no.
—¿No tienes otra corbata?
Reuben, que había pasado la última media hora revisando sus distintas cuentas de correo electrónico en busca de una inexistente respuesta a alguna de las peticiones de trabajo que había enviado, levantó la mirada para encontrarse la magnífica visión de Victoria Saint-Field sentada frente a él.
Hacía días que la esperaba y, cuando al fin había llegado, lo había pillado de improviso y descuidado.
Se miró la corbata con leones rampantes con curiosidad, preguntándose qué tenía de malo.
—Tengo varias iguales —respondió, con una sonrisa que no encontró su reflejo en la de ella. Al menos no al principio—. Son de mi equipo. El de mi barrio…
Se calló al ver que ella no lo escuchaba. Miraba hacia algún lugar por encima de su hombro, como si él no le interesara en realidad.
—Creo que Ambrose habló contigo.
Ahora sí sonreía. Y esa sonrisa hacía que su rostro perdiera esa cierta dureza que la caracterizaba.
Él se encogió de hombros, temiendo comprometerse. Lo que no le había podido dar a Ambrose Price, no se lo podía dar a ella, por mucho que fuera el amor de su vida. Y ella lo entendería cuando estuvieran juntos, rodeados de niños preciosos con su pelo claro y los ojos azules de mamá.
Victoria no esperó su respuesta. Se puso en pie y se colocó junto a la ventana, dejando que la fría luz la bañara. Sin duda sabía que su belleza lo afectaba, porque su mirada era fija e insistente, como si tratara de hacerle admitir que ella tenía razón.
—Diga lo que diga esa vieja gloria, la sección de alta costura es la que todavía nos mantiene en el mundo de la moda. Sin ella, no somos nada. —Su sonrisa se profundizó, haciendo que Reuben sintiera una inquietante sensación en el pecho. Trataba de manipularlo con tanto descaro que le produjo una impresión a medio camino entre el regocijo y la fascinación—. Tal vez no sepas nada de todo esto —añadió, mirándolo de arriba abajo con cierto desprecio—, pero, como nuevo miembro del equipo, tendrás que admitir la opinión de una experta y creer que digo la verdad.
Molesto, Reuben se levantó también, y se colocó a su lado, evidenciando así la abismal diferencia entre los estilos de ambos. Mientras ella era elegante y sofisticada, él presentaba un aspecto arrugado y barato. Ella llevaba un peinado de diseño, escogido para hacer resaltar cada rasgo de su rostro. Nada en ella estaba elegido al azar. Y él, en cambio, no recordaba la última vez que se había hecho un corte de pelo que no hubiera conllevado una maquinilla y diez minutos sacados entre dos entrevistas o un par de cervezas en el pub.
Lo cierto era que todo en esa charla era un insulto hacia su persona, y aun así no podía evitar sentirse como un idiota enamorado, como si tuviera quince años y estuviera delante de la chica más guapa de clase, que hubiera condescendido en hablarle al fin, aunque fuera para pedirle que se tirase en el suelo para pasarle por encima para no mancharse los zapatitos con barro.
—Pero ahora recuerdo que ni siquiera nos han presentado formalmente. Victoria Saint-Field, sección de alta costura.
Reuben miró su mano fina y elegante y se preguntó si debía besarla, y si quedaría demasiado evidente que estaba colado por ella si lo hacía. Al final se limitó a tomarla y a sacudirla, midiendo la energía, temiendo comprometerse si la sostenía durante mucho tiempo o parecer indiferente si el apretón era demasiado breve. Para esas cosas, como para casi todo lo demás, trabajar con hombres era mucho más sencillo.
—Reuben Barton, deportes. Creo.
Ella sonrió, como si lo que había dicho fuera un chiste gracioso. A él le pareció encantadora por su forma de disimular que no se reía de él y de sus torpezas.
—Encantada, Reuben Barton, deportes —respondió Victoria, apoyando una cadera delgada en la pared, en una postura incómoda pero estéticamente hermosa que potenciaba la forma sinuosa de su cuerpo y la delgadez de sus miembros—. Estaré encantada de ayudarte en todo lo que necesites. Ya sé que vienes de un ámbito muy distinto a este.
Algo hizo clic en la cabeza de Reuben. No supo si fue su tono o su sonrisa, tal vez la forma en que evitaba mirarlo directamente. Sus ojos azul oscuro se dirigían siempre o a su corbata, a la botonadura de su chaqueta o a sus zapatos, pero nunca lo miraban a él.
—Tengo la sensación, aunque tal vez me engaño, de que creéis que soy idiota por venir de deportes.
La sonrisa llena de aplomo de Victoria se evaporó como por ensalmo. Una pequeña arruga, apenas visible, hizo que su ceño perfecto se arrugase.
—Reuben, eso no es cierto… —dijo, con un tono de maestra infantil que regaña a su alumno.
Él miró la mano que ella había colocado en su brazo. Si lo que pretendía con ese gesto era calmarlo, no lo estaba consiguiendo.
—¿A qué vienen estas visitas individuales? Sabéis que cualquier decisión acerca del número de páginas o sobre mi presencia aquí la toma Lola, y me temo que ya es demasiado tarde para intentar cambiarlo. Si pensáis que mi presencia aquí os va a quitar… no sé cómo decirlo… gramurrrr… tendréis que aguantarme una temporada.
Victoria perdió la