La tarea de Grimaldi, por su parte, fue reconstruir la flota española según unas normas similares a las francesas para que pudieran operar conjuntamente. Esto significaba no solo importar tecnología gala, sino también los conocimientos para su empleo. En 1765, Grimaldi pidió a Choiseul que le enviara ingenieros franceses que permitieran a la construcción española de barcos y cañones alcanzar los estándares del país vecino. Para la primera labor, Choiseul envió a Jean-François Gautier, un constructor de barcos de nivel medio, que se puso al frente de toda la construcción de barcos española. Gautier descartó pronto los diseños españoles anteriores, más robustos, y comenzó con un navío de 74 cañones, el San Juan Nepomuceno, la construcción de buques más ligeros y rápidos, al estilo francés, de acuerdo con las instrucciones de la Ordenanza Naval de Choiseul. El constructor galo comprendía a la perfección los objetivos de Grimaldi: «[…] mi obligación que es la de mirar a los bajeles de España y Francia como si formaran una sola Armada».46
Para la segunda petición de Grimaldi, Choiseul envió a España, también en 1765, al ingeniero de artillería suizo-francés Jean Maritz.47 Este instaló fundiciones que empleaban la misma técnica recién introducida en Francia por la que los cañones se fundían como una pieza maciza que luego se barrenaba, lo que conseguía más potencia y mejor precisión en el disparo. Maritz siguió las nuevas normativas galas en cuanto al tamaño y calibre de los cañones, por ello, la anterior mezcolanza de calibres de la artillería naval española se vio pronto reemplazada por una familia normalizada de cañones que podían disparar con más puntería y a distancias mayores. Estos cambios en cascos, mástiles y cañones llevaron a que la nueva generación de navíos españoles pudiera maniobrar y combatir de forma idéntica a los franceses. Apenas pasados unos años desde el Tratado de París, Francia y España tenían ya muy avanzada la planificación del próximo enfrentamiento con Gran Bretaña y estaban en el camino de disponer de una armada adecuada para llevar a cabo dichos planes.
El plan para la guerra que se acordó en 1767 entre ambas naciones planteaba un ataque sorpresa con una flota combinada de 140 buques de línea (80 franceses y 60 españoles) contra los 120 de Gran Bretaña.48 La fuerza principal escoltaría un convoy de barcazas de menor tamaño que desembarcaría los efectivos terrestres en Portsmouth y en la costa de Sussex y reduciría a cenizas componentes clave de la infraestructura naval enemiga de modo que Gran Bretaña no pudiera volver a ser dueña de los mares. El avance por tierra de la invasión se detendría ante Londres sin llegar a atacar la capital, ya que esto podría atemorizar a otras potencias europeas y desestabilizar la delicada red de alianzas de Francia. Se prefería un asalto de distracción con fuerzas francesas sobre Escocia, mientras España, por su parte, atacaría Gibraltar con el objetivo de recuperar aquel territorio estratégico que había perdido años antes.
Choiseul describió las líneas estratégicas de aquella guerra en un memorando que escribió a Luis XV.49 Le recordaba a su rey que «había sido atacado en 1755 en América» por una nación que deseaba expulsarlo del continente. El Tratado de París era una «verguenza». Era imposible la paz en el futuro cercano: «Inglaterra es el enemigo declarado de vuestro poder y de vuestro Estado y siempre lo será». Francia tenía que prepararse ahora para una nueva guerra con Gran Bretaña. El objetivo de esa lucha no sería destruir la nación británica, sino uno más limitado: restaurar el equilibrio de poderes en Europa. Francia no debía ya buscar enfrentarse a Gran Bretaña en el continente, lo que resultaría desestabilizador, y debía optar por intentar minar su supremacía marítima. Toda la política exterior de Francia tendría este objetivo, reforzar sus alianzas europeas –sobre todo la alianza con España– y aprovechar cualquier oportunidad de debilitar a Gran Bretaña en la escena mundial.
Hacia el final del citado memorando, el ministro francés formulaba la esperanza de que Gran Bretaña pudiera verse debilitada, no mediante un ataque directo de Francia y España, sino por el mero resultado de sus políticas coloniales en Norteamérica tras la Guerra de los Siete Años. Choiseul, con una presciencia asombrosa, anunciaba que «solo la futura revolución de América […] postrará a Inglaterra a un estado de debilidad por el que deje de ser temida en Europa», aunque le preocupaba que «lo más probable es que nosotros no lo veamos […] ese suceso está demasiado lejano». Su primo Choiseul-Praslin expresaba una opinión similar del recién firmado Tratado de París:
Esta paz es una época notable para la monarquía inglesa, pero su poder no es ni estable ni seguro; debe ascender o caer […] los vastos dominios que ha adquirido recientemente pueden llevarla a su perdición […] un día sus colonias serán lo bastante poderosas para separarse de la metrópoli y fundar un estado independiente de la corona de Inglaterra.50
Aunque ambos hombres estaban seguros de que habría una revolución en Norteamérica y de que esta derribaría a Gran Bretaña de su altiva posición, ninguno de los dos la veía posible a corto plazo. Con todo, decidieron cubrir dicha posibilidad con el envío de un par de oficiales militares y un comerciante de vino escocés a que vigilaran, en persona, el efecto de las políticas británicas en sus colonias americanas e informaran de si había una revuelta en el horizonte o no.
AGENTES FRANCESES EN LAS COLONIAS AMERICANAS
El primero de los agentes franceses en las colonias británicas de Norteamérica, el teniente de la Marina François de Sarrebourse de Pontleroy de Beaulieu, desembarcó en Filadelfia a principios de 1764.51 Firmó con un comerciante norteamericano ponerse al mando de un buque de carga que operaba por la costa de Nueva Inglaterra y el Atlántico Medio. Gracias a su puesto de comandante de un barco podía, sin llamar la atención, realizar mapas detallados y sondear los puertos principales, así como hablar con otros comerciantes para conformar una comprensión amplia de la opinión de los colonos. Pontleroy había llegado justo en el momento en que el resplandor de las celebraciones de la victoria daba paso a muestras de descontento. Los historiadores citan a menudo una afirmación de John Shy: «Los americanos no fueron nunca más británicos que en 1763».52 Dicha cita está de sobra justificada: la amenaza de las fuerzas francesas se había eliminado, el potencial de expansión hacia el oeste parecía ilimitado y Gran Bretaña controlaba ahora las principales rutas oceánicas, lo que significaba más comercio para las colonias.
En julio de 1763 llegó la noticia de que una confederación de tribus nativas americanas, encabezadas por el jefe ottawa Pontiac, estaba atacando fuertes de las fronteras occidentales en respuesta a incursiones británicas muy duras. Aquello fue, para los colonos, la primera señal de que su acceso al resto del subcontinente no iba a ser gratuito. La Guerra de Pontiac, como acabó por denominarse, actuó como catalizador para que el gobierno británico publicara la Proclamación Real de 1763, con la que intentaba llevar el orden y la estabilidad a Norteamérica. Dicha ley creaba las colonias de Quebec, Florida Oriental, Florida Occidental y Granada y establecía la frontera occidental de las trece colonias originales en una línea que bajaba por los montes Apalaches. Según la orden de Londres, el territorio situado al oeste de la Línea de la Proclamación se cedía a los pueblos nativos americanos y no se podían establecer asentamientos