Con discusiones como estas y muchas otras, la literatura sobre los burócratas en el nivel de la calle ha dejado en claro que los procesos de implementación son todavía más complejos de lo que había sugerido la perspectiva de arriba hacia abajo. Al centrarse en comprender las características en el punto final de la implementación, es decir en las condiciones y momentos de interacción de los servidores públicos y los ciudadanos, la perspectiva de abajo hacia arriba (bottom-up) nos ofrece una imagen distinta: la de un grupo de servidores públicos que toman decisiones discrecionales para responder a las presiones de sus puestos, a las exigencias de los ciudadanos y a las generalidades/vaguedades de las regulaciones y objetivos públicos. Como consecuencia de todo esto, se presenta la imagen de un proceso en el que los servidores públicos en el nivel de la calle no solo son los implementadores por excelencia, sino que también son activos re-formuladores de políticas: sus decisiones dan contenido a normas ambiguas, interpretan los objetivos implícitos de los programas y priorizan públicos y acciones en función de sus criterios personales. Así, se obtiene una descripción del objeto de estudio más realista, que al mismo tiempo deja abiertas preguntas sobre las implicaciones que esto tiene en materia de rendición de cuentas (Hill y Hupe, 2014; Brodkin, 2018), así como sobre la capacidad que los gobiernos realmente poseen para gestionar de forma estratégica y coherente sus procesos de implementación.
Los intentos por construir una tercera generación
Aunque los estudios de las perspectivas de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba en realidad se desarrollaron en paralelo –los primeros estudios de Lipsky, como el de Pressman y Wildavsky, son de los años setenta–, en algunos textos se les ha denominado estudios de primera y segunda generación, respectivamente. Ahora bien, a partir de los años ochenta, diversos autores comenzaron a hablar del surgimiento de una posible tercera generación en el análisis académico de la implementación (Pülzl y Treib, 2007; Hill y Hupe, 2014). Las propuestas han sido variadas en sus objetivos y alcances, pero tuvieron como base la idea de impulsar propuestas analíticas más sofisticadas, tanto en términos teóricos como metodológicos (Sætren, 2018).
Quizás el autor más claramente vinculado al tema fue Malcolm Goggin (1986). De acuerdo con Goggin, la literatura previa se había enfocado demasiado en el estudio de casos de implementación. Esto había dado como resultado un número cada vez más grande de variables de interés y, por lo tanto, había vuelto casi imposible la tarea de construir teorías parsimoniosas, capaces de explicar los éxitos o fracasos de las experiencias de implementación. Al mismo tiempo, el énfasis puesto en los estudios cualitativos volvía casi imposible elaborar análisis estadísticos para valorar y, en su caso, comprobar o refutar diversas hipótesis de trabajo. Finalmente, Goggin resaltó que la dificultad de construir teorías en el campo de la implementación tenía que ver, además, con la poca atención que se había puesto en desarrollar análisis comparados y estudios longitudinales. A partir de estas y otras críticas, Goggin planteó una agenda teórico-metodológica: las investigaciones deberían guiarse por planteamientos teóricos y no por análisis empíricos, debería recurrirse a un mayor uso de herramientas estadísticas y datos cuantitativos para complementar las visiones cualitativas, deberían impulsarse las comparaciones entre distintas unidades de análisis y sectores de política pública, y deberían producirse estudios con periodos de análisis más extendidos.
Además de estos cuestionamientos de corte general, en el marco de esta tercera generación surgieron algunas propuestas interesantes, si bien no menos debatibles que las elaboradas previamente. Paul Sabatier (1986), por ejemplo, analizó las aportaciones y las limitaciones de los enfoques top-down y bottom-up para plantear un nuevo marco de análisis capaz de combinar ambas visiones. El resultado fue su ahora famoso enfoque de coaliciones promotoras de intereses (advocacy coalitions framework), que propone pensar los procesos de diseño-implementación como algo necesariamente imbricado. Ahora bien, en su esfuerzo por construir un marco teórico más robusto, la propuesta de Sabatier (1986; Sabatier y Jenkins-Smith, 1993) en realidad acabó alejándose del tema de la implementación para centrarse en comprender las dinámicas de cambio y aprendizaje en las políticas públicas.
Por otra parte, Richard Matland (1995) también intentó desarrollar un nuevo modelo de implementación a partir de dos variables: el grado de ambigüedad y el nivel de conflicto. De acuerdo con su propuesta, cuando existen poca ambigüedad y poco nivel de conflicto estamos frente a casos de implementación administrativa; cuando el grado de ambigüedad es alto pero el nivel de conflicto es bajo, estamos frente a casos de implementación experimental; cuando, a la inversa, el grado de ambigüedad es bajo pero el nivel de conflicto es alto, entonces estamos ante casos de implementación política; y, finalmente, cuando tanto la ambigüedad como el conflicto son altos, nos encontramos frente a casos de implementación simbólica. Aunque el texto de Matland ofrece una categorización original que, además, ha sido citada en numerosas ocasiones, en la práctica se trata de un marco analítico que se ha empleado poco en el estudio empírico de procesos de implementación.
En el marco de esta tercera generación también se han resaltado los estrechos vínculos que existen entre el diseño y la implementación de las políticas públicas. Diederik Vancoppenolle, Harald Sætren y Peter Hupe (2018), por ejemplo, han analizado cómo los procesos de implementación de programas parecidos en un mismo país pueden tener resultados contrastantes, cuando el diseño no contempla la combinación adecuada entre instrumentos de políticas, estructuras de implementación y grupos de beneficiarios. En este mismo sentido, Peter May (2018a) ha apuntado la importancia de tomar en cuenta las implicaciones que cada instrumento de política pública puede llegar a tener en la fase de implementación, así como en los públicos y grupos de actores que intervienen en dicho proceso. Aunque este tema ha sido una preocupación desde los inicios de esta literatura, las contribuciones de estos y otros autores son importantes porque discuten explícitamente las implicaciones que el diseño –particularmente, la selección de una u otra herramienta de intervención pública– puede llegar a tener en la operación de los programas públicos.
Por último, algunas otras contribuciones han tratado de destacar la influencia que los factores políticos pueden ejercer en los procesos de implementación. Paul Cairney (2018) ha estudiado cómo los procesos de devolución (descentralización) de facultades en el Reino Unido han desarrollado diversas expectativas, lógicas de acción y dinámicas de implementación regionales. Así, en un nuevo entorno de gobernanza, el grado de éxito en la implementación de ciertos programas puede depender tanto de las capacidades y grado de control de los implementadores, como de la participación y las actitudes de los grupos de presión participantes. De manera similar, Peter May (2018b) ha resaltado que el grado de éxito de las políticas públicas no solo tiene que ver con su diseño y las condiciones de implementación, sino con los marcos o regímenes que se construyen en torno a los programas para garantizar su legitimidad política y su sustentabilidad de largo plazo. Así, más allá de criterios puramente técnicos, ambos autores resaltan la importancia de pensar en el entorno político que rodea a las propuestas gubernamentales.
Aunque de los estudios de tercera generación han surgido aportaciones valiosas, en realidad resulta difícil saber cuáles han sido sus contribuciones más destacables. En primer lugar, si bien algunas de las publicaciones de los