No obstante, muy pronto la figura de santa Ana se desliga de la de su esposo para simbolizar el misterio y comienza a representarse sentada o de pie y acompañada por su Hija, que puede aparecer junto a ella o sentarse en sus rodillas, mientras que esta sostiene a Jesús Niño, considerándose como trono. Es la llamada “Santa Ana Trina”, imagen que tuvo un gran auge vinculado a su devoción, que es muy antigua, apareciendo ya en el arte occidental en el siglo VIII, y a partir del siglo XIV se inserta en programas iconográficos de claro mensaje inmaculista, siendo muy popular hasta principios del siglo XVII, época que comienza su declive.
Estos ensayos para transmitir la doctrina de la concepción sin mancha de María desaparecen y fueron progresivamente sustituidos por la “Virgen Tota Pulchra”, imagen que, tanto teólogos como defensores, creían adecuada para expresar el misterio de la concepción de María. Fue san Bernardo en el siglo XII el primero en relacionar con la Virgen estas loas a la esposa del Cantar de los Cantares: “Tota Pulchra es, amica mea, et macula non est in te” (Ct 4,7) (Toda bella eres, amiga mía, y mancha no hay en ti) y diversos documentos posteriores así lo atestiguan.
Este tipo iconográfico, creado a finales del siglo XV y principios del XVI, muestra a María sola y de pie, flanqueada por los símbolos de su prefiguración, a veces con inscripciones. Estos arma virginis tienen su origen en las letanías, plegarias de intercesión dedicadas a la Virgen en forma de interpelación. Su número es variable, siendo las más habituales el sol, la luna, el jardín o huerto cerrado, el pozo, la fuente, el lirio o la azucena, la torre, la escalera, la puerta, el cedro, el ciprés, la palmera, la rosa, el olivo, la ciudad, el espejo, la estrella de mar, el templo o la nave.
En el campo de la escultura exenta no resulta fácil la incorporación de dichos símbolos aunque sí se realizaron composiciones en relieve, como la que se dispuso en la fachada occidental de la catedral de Mallorca, obra que fue promovida por el obispo Juan Vic y Manrique en 1601 (Fig. 4) y la que aparece en la puerta del Sagrario de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Aracena (Huelva), obra del círculo de Hita del Castillo, del último tercio del siglo XVIII[13].
El Concilio de Trento, en el que se afirmó que la Virgen no había cometido pecado en toda su vida y que no necesariamente se encontraba sometida al original, alentó a los defensores de la pureza de María, que vieron ratificadas sus ideas, marcando un nuevo hito en la representación del misterio. Las imágenes, debido a una mayor demanda, se multiplicaron y comienza a fraguarse la definitiva representación de la Inmaculada Concepción.
Fig. 4. Anónimo. Virgen Tota Pulchra. 1601. Fachada occidental de la catedral de Mallorca.
En la segunda mitad del siglo XVI, esta doctrina va a ser representada por una imagen que combina la iconografía de la “Tota Pulchra” con la Virgen “Amicta sole”, la mujer apocalíptica. San Juan, en el Apocalipsis (12, 1 y 3) narra cómo “una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza […]”. Algunos teólogos relacionaron a esta mujer con la Iglesia, aunque san Bernardo no dudó en interpretarla como una imagen de la Virgen que triunfó sobre el pecado[14].
Ya en la segunda mitad del siglo XVII está fijada definitivamente la iconografía de la Inmaculada. En las composiciones que la representan aparecen de forma similar a como la definió Pacheco en el Arte de la pintura: “Hase de pintar [...] en la flor de su edad, de doce o trece años, hermosísima niña, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas mexillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro [...] Con túnica blanca y manto azul [...] vestida de sol, un sol ovado de ocre y blanco que cerque toda la imagen […]; coronada de estrellas […] Una corona imperial adorne su cabeza [...] Debaxo de los pies la luna que, aunque es un globo sólido, tomo licencia para hacello claro, transparente […]; por lo alto más clara y visible [...] con las puntas abaxo [...] Por último, el dragón, enemigo común, a quien la Virgen quebró la cabeza triunfando del pecado original”[15].
Por tanto, el tipo usual presenta a la Inmaculada ingrávida, rodeada de ángeles, con las manos unidas en oración o cruzadas sobre su pecho, coronada con doce estrellas —número que los teólogos interpretan como las tribus de Israel o los doce apóstoles—, con el cuerpo bañado por una aureola luminosa —que en escultura es representada por una ráfaga que puede ser madera sobredorada o metal dorado o plateado—, y sobre una media luna, que a veces se convierte en una esfera traslúcida con una zona oscura en el arco superior. En ocasiones, algunos artistas la transforman en el globo terráqueo, sobre todo en el siglo XVIII, interpretación que Trens considera inadecuada, aunque para García Mahíques se convierte en un símbolo que sublima a María como “Señora del mundo”[16]. No hay unanimidad entre los artistas para representar la luna en cuarto creciente o menguante, aunque Pacheco, en su tratado, defiende la tesis del jesuita sevillano Luis Alcázar, que en su interpretación del Apocalipsis escribe: “En la conjunción del sol, de la luna y de las estrellas, veo que yerran frecuentemente los pintores vulgares. Pues estos suelen pintar la luna a los pies de la Soberana Señora vueltas sus puntas hacia arriba. Pero los que son peritos en la ciencia de las matemáticas, saben con evidencia que si el sol y la luna están ambos juntos, y desde un lugar inferior, se mira la luna por un lado, las dos puntas de ellas parecen vueltas hacia abajo, de suerte, que la mujer estuviese, no sobre el cóncavo de la luna, sino sobre la parte convexa de ella. Y así debía suceder para que la luna alumbrase a la mujer que estaba arriba”[17].
Si bien los pintores no tuvieron ningún inconveniente para representarla de una forma u otra, los escultores, por simples motivos técnicos, interpretaban como más conveniente disponer la imagen sobre un globo más o menos transparente o en el cóncavo de la luna, aunque algunos, como Pedro de Mena, se arriesgaban a seguir los dictados de los teóricos, lo que confiere a sus imágenes una mayor ingravidez (Fig. 5).
Fig. 5. Pedro de Mena. Inmaculada Concepción. Siglo XVII. Museo de la iglesia de San Antolín. Tordesillas (Valladolid).
También bajo los pies de María puede aparecer el dragón infernal, aunque frecuentemente se reemplaza por una serpiente, símbolo del maligno, que a veces sustenta en sus fauces la fruta prohibida, recordando las palabras del Génesis 3,15: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”. María, por tanto, preservada del pecado original, se convierte así en la nueva Eva, que ha sido impuesta por Dios para subsanar los errores de la primera mujer. Desde antiguo, en numerosos discursos literarios mariológicos medievales aparece el palíndromo Ave/Eva, juego mnemotécnico que, al recordarse y repetirse una y otra vez, iba formando el ideario colectivo en defensa del dogma[18].
En esta definitiva imagen de la Inmaculada Concepción la escultura tuvo un papel decisivo. Ante ellas los fieles rezan o hacen juramentos para defenderla, y además la pueden contemplar en sus calles, en los “Triunfos” que en su honor se erigen, convertidos en hitos urbanísticos al disponer una imagen sobre una gran columna o pilar, captando así la atención del espectador, o en las procesiones y fiestas que se celebran para aclamarla. Si bien, ya en la segunda mitad del siglo XVI se encuentran intérpretes magistrales de dicha iconografía como Juan de Juni, fue la siguiente centuria la que vio nacer las mejores imágenes en manos de artistas tan afamados como Gregorio Fernández, Martínez Montañés, Alonso Cano o Pedro de Mena, cuyos modelos crearon escuela.
Las Inmaculadas de Gregorio Fernández, que se caracterizan por su frontalidad y por la caída severa del manto, en forma triangular, crearon escuela, pero la trascendencia de la obra de Juan Martínez Montañés fue mucho mayor. La imagen que realizó para la catedral de Sevilla —la famosa “cieguecita”— inspiró a numerosos seguidores, que asimilaron con perfección