La agonía de Jesús duró seis horas, desde la hora tercia —nueve de la mañana—, hasta la hora nona —tres de la tarde—. En ese tiempo, fue humillado e insultado por “los que pasaban por allí” y por los soldados, sumos sacerdotes, escribas y ancianos judíos que le increpaban diciéndole que se salvara si era el Hijo de Dios y que bajara de la cruz. Según los evangelios de Mateo y Marcos, también los salteadores que fueron crucificados con él, uno a la derecha y otro a la izquierda, le injuriaban. Sin embargo, Lucas narra que solo era insultado por uno, mientras que el otro le reprendió justificando su condena y defendiendo al Hijo de Dios, ya que “nada malo ha hecho”, pidiéndole que se acordara de él cuando tomara posesión de su Reino, y Jesús le respondió “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Jn 23-39,44). El Evangelio de Nicodemo añade sus nombres: Dimas y Gestas, el buen y el mal ladrón. Los artistas se han preocupado de diferenciarlos tanto en su actitud como en la forma de la cruz o en la manera de ser sujetada a ella, con cuerdas. Tradicionalmente el buen ladrón se representa a la derecha de Cristo, mirando hacia Él, con una apariencia resignada, incluso dulce, mientras que Gestas, que encarna la maldad, es interpretado enajenado, con rostro iracundo, cuerpo encrespado y apartando la mirada de El Salvador. A veces, incluso, se le representa de espaldas y, en ocasiones, un ángel toma el alma del arrepentido para llevarlo al cielo mientras que un demonio agarra la del condenado.
Hasta el siglo XII se presenta al Redentor en la cruz vivo y triunfal, vestido con larga túnica o perizoma que le cubre hasta las rodillas, sin expresar ningún sufrimiento y a veces coronado; los brazos permanecen totalmente extendidos y su cuerpo se representa recto, con los dos pies clavados a la cruz. El hieratismo de estos cuerpos comienza a diluirse a partir de esta época, en la que empieza a aparecer Cristo expirante, con la cabeza elevada y los ojos entreabiertos, en la última exhalación, los músculos tensos por el esfuerzo, o muerto, con los ojos cerrados, el cuerpo desplomado y la cabeza caída, mostrando la herida sangrante en el costado. Paulatinamente, y sobre todo a partir de la Contrarreforma, dicha iconografía se irá enriqueciendo hasta completar una galería de crucificados que se representan vivos o muertos, con los brazos abiertos o casi paralelos al stipes[45], desnudos —los menos—[46] o cubiertos por un paño de pureza, que a veces es semitransparente, como los que pinta Jan van Eyck o está conformado por un lienzo blanquecino que se anuda a la cadera o se sostiene con una cuerda; a veces cae paralelo al muslo o es movido por un invisible viento, convirtiéndose en una pieza de gran expresividad. En ocasiones, este ceñidor deja desnuda gran parte de la pierna, como podemos observar en el desaparecido Cristo de la Buena Muerte de Pedro de Mena, mientras que otros tapan completamente la cadera, como los crucificados de Murillo[47].
Manos y pies están fijados a la cruz con clavos, que fueron “hallados”, según una conocida leyenda —que tiene múltiples variantes—, años después de que santa Elena encontrase la cruz[48]. Sin embargo, en los evangelios canónicos, la única referencia —aunque indirecta— a los mismos y a las heridas originadas por ellos se encuentra en el evangelio de Juan, en el episodio en el que los discípulos le dicen a Tomás que han visto a Jesús y él no lo admite, diciendo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. (Jn 20,25). Los agujeros de las manos la mayoría de los artistas los disponen en las palmas, aunque en los últimos años muchos pintores y escultores los sitúan cercanos a la muñeca, interpretando plásticamente los preceptos de los médicos.
Los pies suelen cruzarse para ser atravesados por un solo clavo, que hace que el cuerpo se curve y exprese la agonía que está padeciendo. Generalmente es el derecho el que se superpone al izquierdo. Así se representan en gran número de obras, sobre todo a partir del Renacimiento, aunque los cuatro clavos no desaparecen; al contrario, algunos teóricos inciden en la conveniencia de disponer los dos pies clavados sobre el supeddaneum, como Francisco Pacheco, que introdujo un capítulo en su tratado El arte de la pintura, siguiendo lo escrito por Angelo Rocca (1609), que tituló “En favor de la pintura de los quatro clavos con que fue crucificado Christo nuestro Redentor” (Libro III, cap. 15) que incluye, además, una reflexión de Francisco de Rioja (1619) que defiende esta postura y la argumenta apoyándose en escritos de autores antiguos. Escribe Rioja: “Francisco Pacheco […] a sido el primero que estos dias en España ha buelto a restituir el uso antiguo con algunas imagines de Cristo, que a pintado, de cuatro clavos, ajustándose en todo a lo que dizen los escritores antiguos; porque pinta la cruz con cuatro extremos, i con el supedaneo en que están clavados los pies juntos, vese plantada la figura sobre el, como si estuviera en pie; el rostro con magestad y decoro, sin torcimiento feo, o descompuesto, assi como convenía a la soberana grandeza de Cristo nuestro Señor”[49]. En 1614, el tratadista puso en práctica esta teoría en su obra Cristo en la Cruz (Instituto Gómez Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta, Granada).
Los dictados de Pacheco fueron seguidos por algunos pintores, entre los que destacan Velázquez, Alonso Cano o Zurbarán[50]. Sin embargo, este último adopta para algunos de sus crucificados (1650, San Lucas como pintor ante Cristo en la cruz, Museo del Prado) los cuatro clavos, atravesando cada uno de ellos los pies cruzados, solución que ya había experimentado Martínez Montañés algunos años antes en su magnífico Cristo de la Clemencia (1604-1606, catedral de Sevilla) (Fig. 11). De esta forma lo contempló santa Brígida de Suecia como expone en sus Revelaciones: “Cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos clavos, de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron”.
Fig. 11. Juan Martínez Montañés. Cristo de la Clemencia. 1603-1604. Sacristía de la catedral de Sevilla.
En la Edad Media se creó una deliciosa leyenda en relación sobre quién forjó los santos clavos. El protagonista indirecto es un herrero a quien los romanos, cuando Jesús iba camino de El Calvario, le habían encomendado la tarea, pero este la rechazó argumentando que sus manos estaban enfermas y quemadas. Sin embargo, Hedroit, su esposa, enfadada por la idea de perder a un cliente, no creyó en un primer momento a su marido, aunque al mirarlo se dio cuenta de que, efectivamente, un hecho portentoso las había dejado inservibles. Sin perder tiempo, la mujer, que estaba enfadada con Cristo y quería hacerle sufrir, cogió un martillo y fabricó los clavos en el yunque de su marido[51].
Aunque no hay consenso entre los artistas, la corona de afiladas espinas suele ceñir la cabeza de Cristo crucificado, incrementando, aún más si cabe, el dolor y la angustia. Un escalofriante relato de Brígida de Suecia impone su protagonismo: “Se la apretaron tanto que la sangre que salía de su reverenda cabeza le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer”. De hecho, nuestros artistas salpican de gotas el rostro de El Redentor, mostrando su lenta agonía.
La cruz en la que Cristo murió se ha representado tradicionalmente escuadrada e immissa —cruz latina— o commissa —en forma de T—; no obstante, a finales del siglo XIII y principios del XIV fueron muy característicos los “Crucifijos dolorosos”, esculturas provenientes de Alemania —aunque también aparecen en pintura—, donde el cuerpo del Señor es fijado en la llamada cruz en ípsilon u horquillada, cuya forma se debe a la identificación de la misma con un árbol.
Y ese árbol es el del Paraíso, el árbol por el que el Adán, el primer hombre, hizo entrar la muerte, que se corresponde con otro madero, el de la cruz, que devuelve la vida, como escribió san Ambrosio: “Mors per arborem, vita per crucem”. Dicho paralelismo entre el hombre que proporcionó la ruina y la muerte a la humanidad y el que la salvó se encuentra simbolizado en la “Leyenda de la buena cruz”, historia que con numerosas variantes fue muy popular durante la Edad Media[52]. En ella se narra que Eva, cuando su compañero se encontraba cercano a la muerte, envió a su hijo Set al Paraíso a buscar un aceite salvador que brotaba del árbol de la vida, y cuando volvió plantó un tallo en la boca de su padre que ya había fallecido; de él creció un nuevo árbol cuyas ramas se convirtieron en los maderos de la cruz