La máquina genética. Venkatraman Ramakrishnan. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Venkatraman Ramakrishnan
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Математика
Год издания: 0
isbn: 9786079899448
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con todo y una tormenta de hielo en Pensilvania

      Iba convencido de que podría hacer mi propia investigación, pero resultó que el laboratorio de biología que me habían prometido no existía. Cuando me quejé, Wally Koehler me dijo que estaba allí para colaborar con los biólogos en la dispersión de neutrones, no para hacer mi propio trabajo. Koehler era un físico muy conocido, pero que obviamente no sabía cómo se trabaja en biología y lo periférico del trabajo con neutrones en esa rama de la ciencia, así que poco después de mi llegada empecé a buscar trabajo en otro lado. Por suerte, Benno Schoenborn, que estaba trabajando en el uso biológico de los neutrones en el Brookhaven National Lab y quien inspiró a Peter y a Don para colaborar en el problema del ribosoma, vino al rescate. Me ofreció un trabajo independiente en Brookhaven que, dada mi situación en Oak Ridge, acepté agradecido. Así, a apenas 15 meses de mi llegada a Oak Ridge, vendimos nuestra casa por mucho menos de lo que nos había costado y en el verano de 1983 nos mudamos de nuevo a la costa este, esta vez a Long Island.

      A Vera no le hacía mucha gracia dejar su hermoso jardín y su vida idílica en Oak Ridge y se le fue el alma a los pies cuando cruzamos el puente George Washington y pudimos ver el tráfico de la autopista a Long Island. Terminamos por encontrar una casa en East Patchogue, junto al pueblo de Bellport, en la costa sur de Long Island. Era un trayecto de 20 kilómetros hasta el laboratorio y se sentía aún más largo durante las tormentas invernales.

      A diferencia de mi desastrosa experiencia en Oak Ridge, en Brookhaven me dieron un laboratorio bien equipado, un técnico y libertad para emprender mi propia investigación. Mis colegas eran muy amables y serviciales, pero me dejaron claro que no debía esperar una titularidad por el simple hecho de continuar mi trabajo de posdoctorado. Por suerte, como resultado de algunas colaboraciones durante mi breve estancia en Oak Ridge, me había interesado en la cromatina, el conjunto de ADN y las proteínas llamadas histonas que conforma los cromosomas de las células. Así que comencé a estudiar cómo estaba organizada la cromatina y durante mucho tiempo me conocieron más por este trabajo que por el que continuaba haciendo sobre el ribosoma.

      Seguía empeñado en estudiar el ribosoma usando las técnicas que había aprendido, como la dispersión de neutrones, pero ni yo ni nadie en el área entendía todavía cómo funcionaba en realidad. Sus componentes individuales parecían no hacer gran cosa por sí mismos. Era un poco como observar un grupo de llantas y de pistones aislados sin tener idea de cómo se ensamblan para formar un automóvil. Por el otro lado, el ribosoma completo daba la impresión de ser un problema demasiado grande e inabordable como para avanzar en forma significativa. El ribosoma no sólo estaba menos de moda que cuando me había ocupado de él por primera vez, sino que la dispersión de neutrones había demostrado ser un callejón sin salida para estudiarlo a él o a la cromatina. A casi una década de mi salto de la física a la biología, daba la impresión de que mi segunda carrera, como la primera, se iba por un tubo.

      3. Cómo ver lo invisible

      Decimos “ver para creer” y resulta sorprendente con cuánta frecuencia justo la capacidad de ver cosas ha cambiado nuestra comprensión del mundo. Durante siglos pensamos sobre el cuerpo humano de formas erradas porque lo que conocíamos de él provenía del médico griego Gale-no, que a su vez aprendió mediante la disección de animales. No fue sino hasta el siglo XVI, cuando Andreas Vesalius comenzó a estudiar directamente con cadáveres humanos, que realmente comenzamos a entender nuestra propia anatomía.

      Pero cuando le llegó el turno al ribosoma, ninguno de los métodos que usábamos nos permitía observar sus detalles y mucho menos su opera-ción. Antes de regresar a nuestra historia, vale la pena dar un rodeo para examinar por qué le tomó a los científicos medio siglo desarrollar una técnica que sería clave para descifrar el problema del ribosoma.

      Durante la mayor parte de la historia humana, vivimos limitados por aquello que podíamos ver a simple vista. El ámbito de lo visible se amplió drásticamente a mediados del siglo XVII cuando un comerciante de lino, Anton van Leeuwenhoek, buscó la forma de examinar con más detalle las fibras textiles. En su búsqueda por hacer mejores lentes, inventaría el microscopio más poderoso de su época, que usó para observar todo, desde el agua de un charco hasta la mugre que rascó de sus propios dientes. Lo dejó estupefacto comprobar que ahí se movían diminutas criaturas que él llamó animálculos pero que hoy conocemos como microbios. Poco después, Robert Hooke también empleó microscopios para ver los detalles de todo, desde pulgas hasta diversas clases de tejidos. Hooke acuñó el término célula para describir los compartimientos que conforman los tejidos vegetales. La idea de la célula transformó por completo la biología; hoy sabemos que la célula es la unidad más pequeña de la vida que pueden existir de forma independiente y que puede asociarse con otras para formar tejidos y organismos completos. Conforme los microscopios fueron volviéndose más poderosos, la gente descubrió que el interior de las células también tiene estructuras, como núcleos con cromosomas y diversos organelos. La capacidad de observar los detalles transformó la biología, desde la anatomía humana hasta las estructuras dentro de las células. ¿Pero de qué estaban hechas todas estas cositas dentro de las células mismas?

      Como toda la materia ordinaria, las células y sus componentes están formados por moléculas, que son grupos de átomos unidos en formas muy específicas. La teoría atómica de la materia tardó tanto tiempo en desarrollarse y su importancia es tal, que el famoso físico Richard Feynman afirmó que, si se destruyera todo el conocimiento científico y sólo pudiera heredarse una oración a las siguientes generaciones de seres humanos, debería ser ésta: “Todas las cosas están hechas de átomos, diminutas partículas que se mueven sin parar y se atraen unas a otras cuando se encuentran a cierta distancia pero se repelen cuando se les obliga a acercarse demasiado.”

      Resulta sorprendente que, sin siquiera poder ver las moléculas, los científicos de los siglos XVIII y XIX no sólo dedujeran su existencia sino también su estructura: la disposición de los átomos que conforman una molécula. Pudieron hacerlo para moléculas sencillas como la sal común, que sólo tiene dos átomos, y también para algunas más complicadas, como el azúcar, que tiene veintitantos. Pero, conforme más grandes y complejas son las moléculas, más difícil se vuelve inferir su estructura sin poder observarlas directamente.

      La razón por la que nadie había visto una molécula tiene que ver con las propiedades mismas de la luz. La luz está hecha de fotones que, como explica la física cuántica, tienen propiedades tanto de partícula como de onda. La naturaleza ondulatoria de la luz es lo que permite que funcionen las lentes y los microscopios. Pero esa propiedad también implica que, cuando la luz pasa a través de orificios muy pequeños o por la orilla de un objeto, se dispersa a causa de un proceso llamado difracción. Por lo general, no notamos este efecto, pero, si dos objetos muy pequeños están muy cerca uno del otro, sus imágenes se dispersan y se combinan; si alguien los observara por el microscopio, vería un objeto grande y borroso en vez de dos objetos diferentes. En el siglo XIX, el físico alemán Ernst Abbe calculó que sólo es posible distinguir o “resolver” dos objetos independientes si se encuentran a una distancia mayor que la mitad de la longitud de onda de la luz que se emplea para verlos. Esta distancia mínima entre dos objetos se llama el límite de resolución. La luz visible suele tener una longitud de onda de 500 nanómetros (un nanómetro es una milmillonésima de metro). Así, los detalles muy finos —por ejemplo, rasgos que se encuentren a menos de 250 nanómetros de distancia— se verían borrosos.

      Para principios del siglo XX ya se había calculado cuántas moléculas hay en un volumen de material, de modo que se conocía la distancia aproximada entre los átomos de una molécula. Resultó ser más de mil veces menor que la longitud de onda de la luz. Esto significaba que era imposible ver moléculas individuales, ni siquiera con los mejores telescopios ópticos. Las moléculas serían invisibles por siempre.

      Pero en 1895 apareció una alternativa a la luz visible cuando un físico alemán, Wilhelm Röntgen, descubrió una curiosa nueva radiación mien-tras observaba las descargas eléctricas en tubos de vacío. Estos tubos tienen dos electrodos separados por un alto voltaje en un vacío. Cuando se aplica una corriente, el electrodo cargado negativamente, o cátodo, se calienta