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Cuando empezó la guerra, mi viejo me dijo: «Ve. Aprenderás, te harás un hombre. Ve».
¡Joder! Si mis viejos hubieran tenido que mandar al caniche a la guerra, habrían llorado más. Pero yo tenía que ir, un hombre tenía que ir a la guerra.
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El autobús se detuvo en la zona de recepción. Había un tipo con un sombrero igualito al del oso Smokey29, fuerte y con cara de pocos amigos. Cuando se abrió la puerta, subió al autobús y comenzó a escupir mierda: «Venga, coged vuestras cosas, bajad del autobús, poneos encima de las señales amarillas que hay pintadas en el suelo…».
Fue una escena graciosísima, como sacada de Gomer Pyle30. Había un chico a más o menos medio metro de distancia del marine que estaba partiéndose de risa, como todos los demás. El oso Smokey se dio la vuelta de golpe y le dio tal bofetada que casi lo tiró por la ventana. La cabeza le rebotó contra el portaequipajes y se quedó tambaleándose por el pasillo.
Se nos borró la sonrisa de la cara. A mí se me paró el corazón. Nos dimos cuenta de que ese tío no se andaba con tonterías. «Este es capaz de pasearse por el autobús soltando hostias a todo el mundo.» Salimos escopeteados.
Bajé con un grupo de pandilleros puertorriqueños que tenían pinta de venir de la gran ciudad y que se creían unos tipos duros. Tropezaron y cayeron encima de mí y trastabillamos hasta colocarnos sobre las señales pintadas en el suelo. Smokey nos hizo marchar hasta a unas barracas y ponernos firmes. Gritaba y chillaba, nos intimidaba mucho. Pusimos todas nuestras cosas encima de la mesa, él se acercó y lo tiró todo a la basura. Estábamos tan asustados que no nos atrevimos a abrir la boca.
Yo estaba al lado de un puertorriqueño enorme que miraba a Smokey por el rabillo del ojo. Cuando lo pilló, le gritó: «¿Me estás mirando, pedazo de mierda? Quítame los putos ojos de encima. ¿Te parece divertido? Espero que te jodan vivo. No hay nada que me dé más asco que un puertorriqueño chupapollas».
Como si tuviera ojos en la espalda, Smokey vio que un chaval lo miraba un segundo y le dio tal puñetazo en el pecho que lo lanzó casi dos metros hacia atrás. Se estampó contra la pared y rebotó. Me temblaban las piernas. «¿Dónde coño me he metido?», pensé.
Después, nos llevaron hasta una especie de barracas. Dentro solo había colchones sin sábanas y somieres de metal; parecía un campo de concentración. Encendieron la luz y nos dejaron allí. Tenía un nudo en el estómago. Tumbado en la cama, pensé: «¿Qué ha pasado con mi vida?». Habíamos sido testigos de cómo la realidad se convertía en una soberana mierda. Los chavales lloraban, revolviéndose en el catre. Yo estaba hundido; no me podía creer lo que me estaba pasando.
Estuvimos allí un par de horas. Llegas con tu ropa de civil, pero ya hace un par de días que la llevas puesta. Te sientes como una mierda. Cuando te hacen marchar fuera de la barraca, te llaman por un número en vez de por tu nombre. Te rapan al cero. Ya no sabes ni quién eres. Te dan un petate y te lo llenan de cosas. Todo el mundo te odia y te joden a la mínima de cambio. Te ponen las vacunas. Tienes que estar siempre en posición de firmes. Algunos se desmayaban; se quedaban rígidos y se caían de bruces y los médicos del cuerpo se descojonaban. Nadie te habla, todos gritan. Ninguna prenda de ropa que te dan es de tu talla. Te sientes como una mierda y tienes una pinta de mierda. Luego, un puñado de instructores militares te llevan otra vez a la zona de recepción, y allí es donde la mierda empieza a salpicarte de verdad.
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Lo primero que te quitan es el pelo. Yo no me había visto rapado en la vida. Es que no solo era la perilla, te quitan todo el pelo de la cabeza. Te quedas sin pelo, joder. Yo creo que llevaba bigote desde los trece años. Siempre había llevado bigote. Pero, de repente, me quedé sin bigote, sin barba y sin pelo en la cabeza.
Ya ni reconocía a los chavales con los que había estado charlando y riendo hacía menos de una hora.
—¿Joe, eres tú? —pregunté mirando a mi amigo.
—Sí, ¿James? ¿Eres tú?
—Sí. ¡Joder!
Es rarísimo lo que cambia la gente cuando le cortan el pelo. Ese es el primer paso.
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La situación enseguida se vuelve primitiva. Los líderes son automáticamente los tíos más grandes que hay, los que pueden imponer su voluntad por la fuerza. En cuanto entras en el Ejército, buscan líderes de pelotón. Viene un sargento y elige a los chavales más corpulentos, porque sabe que son los que pueden intimidar a los demás. Todo el mundo entiende la fuerza bruta. Un tipo que mide 1,90 m y pesa 120 kg se convierte en el líder de tu pelotón y, por tonto que sea, quien está al mando es él. Si el sargento es la figura de autoridad que está en un segundo plano, el cachas es el matón del barrio.
Estuve perdido durante mucho tiempo. Todo se reduce a la fuerza y yo solo pesaba unos setenta kilos. Había poquísimos soldados que fueran más bajitos que yo en la cadena de mando. Fue un golpe para mí. No llegué a encontrar mi lugar.
En el Ejército no abundan precisamente los intelectuales. La mayoría venía de familias de clase obrera. Muchos de ellos eran sureños. Allí fue la primera vez que traté con negros, aunque ellos preferían ir a la suya. Algunos grupos sociales, como los hijos de familias de clase trabajadora y los que venían de las grandes ciudades, se adaptaron rápido al Ejército. La mayoría de los de clase media, como yo, no encajábamos. Hasta entonces, no habíamos tenido que preocuparnos de salir adelante por nosotros mismos. Habíamos crecido en un ambiente seguro donde no valorábamos lo que teníamos.
Una forma de dejar claro a los demás quién eras —o al menos era la que yo tenía— era tu forma de hablar. Yo sabía expresarme correctamente y tenía un buen vocabulario. Eso me convertía en un intruso; no les caía bien, sobre todo a un tío mayor que los demás y con un acento de Georgia muy marcado.
No sé exactamente por qué, pero me peleé con ese tío un montón de veces. A pesar de todo, nunca sentí la presión del resto de compañeros. No les caía muy bien, aunque tampoco les caía abiertamente mal, pero nadie movía un dedo para ayudarme. Me las tenía que arreglar solo. Ese chico era bastante más grande que yo y, para colmo, yo había perdido el rumbo y me sentía desamparado. Las peleas a puñetazo limpio terminaban enseguida; en realidad, nunca llegaba a pasar nada. Pero esa sensación de ser un intruso se acrecentaba, sobre todo porque había encontrado a un contrincante que estaba siempre buscando la ocasión de meterse conmigo. Tenía que estar siempre alerta. Tuve que aprender desde cero.
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No amanecíamos como el resto de mortales. Nos teníamos que levantar de la cama de un salto. O sea, que encendían la luz del barracón y: «¡Venga, en pie!».
Cada mañana, rodaban papeleras por el pasillo de la barraca y volcaban los catres de los chavales. Daba un miedo que te cagas. Tienes dos minutos para ponerte el uniforme, hacerte la cama y salir pitando.
La primera vez, te ibas a dormir y te olvidabas de dónde estabas. Te despertabas cegado por la luz y oías un gran estruendo, como si acabara de estallar una bomba. Se oían gritos por todas partes y te levantabas de un salto. Recuerdo ver como unos charcos en el suelo: unos chavales se habían meado encima de miedo.
No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que esa iba a ser la dinámica de cada mañana, así que lo mejor era irme a la cama medio vestido. Me levantaba media hora antes que los demás y me ponía los pantalones y las botas. Poco tiempo después, todo el mundo hacía lo mismo. Y entonces nos gritaban: «¡Quitaos la ropa, meteos en la cama y empezad otra vez!».
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«La única forma que tengo de salir de aquí sano y salvo —me dije— es hacerlo todo bien y no meterme en líos.» Y eso intenté hacer, pero es inevitable meterse en líos.
—Pero ¿qué