Naturalmente, allí predicaba el Corán a mis hermanos y hermanas. Algunos se interesaron en saber más sobre el Islam. Conseguí formar un grupo unido, y eso no gustó en el Ejército. Me consideraban una amenaza porque intentaba mantener a los míos unidos. Yo les pregunté: «¿Por qué tenemos que combatir en una guerra que ni siquiera entendemos?».
Cuando terminabas el entrenamiento especializado de infantería, te daban un permiso y luego te destinaban directamente a Nam, pero a mí me volvieron a mandar a Fort Polk. El Servicio de Inteligencia del Ejército me estaba investigando. Querían despejar cualquier duda que tuvieran sobre mí antes de destinarme al extranjero. Me sacaron de la compañía y me incluyeron en otra especial del cuartel general.
Me destinaron a las oficinas del cuerpo, al almacén, donde montaba las armas y cosas así. Era un riesgo para su seguridad, pero tenía acceso al arsenal. Por si fuera poco, también me tocaba hacer cualquier mierda que se les ocurriera: recogía las colillas que había tiradas por la calle o fregaba el sumidero de los urinarios con la escobilla para limpiar los cañones de los M-1632. Tenía que limpiar, sin guantes, todos los agujeros de cada uno de los urinarios de la compañía. ¿Sabes lo que apesta eso? Pero yo lo hacía con una sonrisa y decía: «Bueno, no es cerdo, ¿no?».
Algunos creían que estaba pirado. Me mandaron a ver al loquero, que dijo: «No es ningún demente. El muchacho tiene fe».
Empecé a dedicarme a caldear el ambiente. Era lo mío. Llevaba un libro de Karl Marx encima, solo por tocar los huevos. Una vez, hasta llamaron a la Policía militar para que registrara mi taquilla para ver si encontraban libros que me relacionaran con los soviéticos o algo por el estilo. Pero lo único que encontraron fue el libro de Karl Marx, que se podía conseguir en cualquier biblioteca. De hecho, lo había sacado de la que había en la base. Al final me lo devolvieron, no sin antes pedirme disculpas.
Pero seguía estando bajo vigilancia. Tenía que presentarme una vez por semana ante el Servicio de Inteligencia del Ejército. Además, habían trasladado a la base a un tío del FBI que era como mi agente de la condicional. A mí no me molestaba ir a verle, así al menos podía escaquearme del trabajo. Siempre le decía: «Por favor, no me vuelva a mandar allí, quedémonos aquí charlando todo el día».
Después de cumplir con mis horas de servicio, predicaba el Islam y el marxismo. Era muy joven, solo tenía diecinueve años. Cuando los animaba a coger las armas y a luchar por ello, lo decía en serio. No buscaba tanto un conflicto racial como una revolución de clase. El sistema estaba en contra de mi gente. Si tenía que empuñar un arma, quería alzarla contra el sistema y no contra un vietnamita que no conocía de nada. Estaba dispuesto a morir por la causa… pero entonces no sabía lo que era la muerte.
Tuve que subir para hablar con el comandante de la base, un capullo con dos estrellas en el uniforme. Le expliqué mis creencias y le dije que estaba dispuesto a morir por ellas. «Bueno —respondió—, pues si quieres morirte, adelante. Pero nada de luchar y morir en las calles. Tú vas a morir en Vietnam.» El Servicio de Inteligencia había dado su aprobación y mis órdenes eran ir directo a Nam.
El asistente del general me dijo: «Como te gustan tanto los vietnamitas y esas ideas comunistas, te mandamos a Vietnam para que te reúnas con ellos. Ya nos encargaremos nosotros de que te maten». A todo el mundo se le dibujó una sonrisa en la cara. Era el mayor hazmerreír que había pisado Fort Polk: el comunista al que mandaban a Vietnam.
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A mediados del permiso de treinta días que te daban antes de ir a Vietnam, estaba en casa, en St. Louis, sentado en el sofá viendo la televisión. De repente, interrumpieron la emisión para informar de que había estallado la Ofensiva del Tet33.
En uno de los últimos discursos que nos dieron en el Ejército antes de marcharnos, nos aseguraron: «Escuchad, allí es todo bastante civilizado. Tendréis piscina, cafeterías y cosas así. No tendréis que bajar corriendo del avión para formar un perímetro defensivo alrededor de la base aérea de Saigón». Pero eso era precisamente lo que el «enemigo» mostraba en la televisión: que la gente estaba saltando por los aires en la base aérea de Tan Son Nhut.
Mis amigos me decían: «Pero ¿tú estás loco? ¿De verdad que vas a ir? Michael, piénsatelo». Hasta se ofrecieron a prestarme dinero para que desertara a Canadá. Pero la verdad es que yo no estaba muy cuerdo. Ya estaba demasiado metido en todo aquello.
Antes de presentarme a filas, pasé unos días solo en San Francisco. Supongo que me lo pasé bien. Me despertaba sin un dólar en la cartera, pero sin heridas ni moratones. Nadie me había hecho daño, pero no recordaba nada de la noche anterior. Me gasté varios cientos de dólares; solo me quedé con el dinero justo para coger el autobús e irme a la base de las Fuerzas Aéreas de Oakland.
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Cuando llegué a casa tras la instrucción, mi familia no sabía qué hacer conmigo. Mi novia no paraba de decirme: «¡Vaya, Jim! ¡Estás hecho todo un patriota! ¿Qué te ha pasado? Parece que cuando te cortaron el pelo también te lavaron el cerebro». El Cuerpo de Marines me había convencido de que la guerra era lo correcto. «Sí, pero tú antes no eras así», me dijo ella.
Yo no me veía cambiado, pero nadie entendía qué me pasaba: «¿De qué va todo esto? De repente eres Jim, el patriota, que se va a luchar en la gran guerra y ni siquiera sabe por qué».
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