En resumen, para mí era un buen momento para irme de casa, pero no se me ocurrió pensar cómo le afectaría a mi madre. Acababa de perder un hijo y va el otro y se larga a luchar en una guerra que ni le va ni le viene. Mucho después, cuando entendí lo que le había hecho, le pedí perdón. Me dijo que lo había entendido y que no me preocupara.
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Soy de San José, California. Me crie en un barrio de las afueras y fui a un colegio público. Vivía en el último bloque de una urbanización que acababan de construir, rodeada de huertos de albaricoqueros y viñedos.
Fui al típico instituto de clase media, donde apenas había negros. El clima era bueno y todo el mundo tenía coche. La mayoría de nuestros padres eran ingenieros y trabajaban para grandes multinacionales como Lockheed o IBM. Casi todos mis amigos se estaban preparando para entrar en la universidad.
La gente de San José solía ir a San Francisco a ver conciertos. Era la época en que todo el mundo fumaba marihuana y escuchaba música psicodélica; algunos de los chavales que conocía estaban metidos en ese rollo. No fueron los pioneros, sino los que se subieron al carro después, los que querían ser los primeros en probar esto o hacer aquello, los modernos.
En aquel entonces, yo era conservador. No había experimentado la desigualdad del sistema; mi vida parecía ir sobre ruedas. Además, había leído muchas novelas bélicas. Nunca me había fascinado el tema, pero habían conseguido hacerme creer que la guerra era un lugar donde se podían aprender cosas.
Conocía a gente que tenía edad de haber participado en la Segunda Guerra mundial, pero no lo había hecho. Cuando les preguntaban qué estaban haciendo entonces, siempre respondían lo mismo: «¿Yo? Iba a la universidad». Fue un acontecimiento mundial que conmocionó al mundo y, a pesar de todo, ellos se lo perdieron. Yo tenía la edad perfecta para combatir en Vietnam y no me lo quería perder, ya fuese bueno o malo. Quería formar parte de aquello, entender cómo era.
¿Por qué cojones tenía que prepararme los exámenes para entrar en la universidad? Todo el mundo iba a ir a la Universidad Estatal de San José, allí en la ciudad. Y ¿quién quiere hacer lo mismo que hacen los demás?
Me alisté en el Ejército al terminar el instituto con una prórroga en mi reclutamiento. Al final del verano, cuando todo el mundo se fuese a la universidad, yo empezaría la instrucción básica. Pasé ese último verano en casa, jugando al baloncesto y yendo de aquí para allá con mis amigos en un viejo Ford del 54. Nadie había entrado todavía en la vida adulta. Como en American Graffiti20.
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Cuando me gradué en Enfermería, pensé en irme por ahí a buscarme la vida. Los hospitales no se pelean por contratarte si no tienes un máster ni experiencia laboral, así que decidí probar suerte en el ejército. Si me alistaba, estaban dispuestos a dejarme elegir el destino que yo quisiera. «¡Fantástico! —pensé—. Me iré a Hawái.»
Mientras hacía el entrenamiento militar básico, oía a la gente que volvía de Nam comentar lo emocionante que había sido. Profesionalmente, era una oportunidad única. Me había criado con mis dos hermanos en un barrio en el que no vivía ninguna niña de mi edad, así que de pequeña jugaba a pegar tiros con los niños todo el santo día. Pensé que en Vietnam me las apañaría bien.
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Soy de Wilcox, una ciudad de uno de los condados más ricos de Estados Unidos, o al menos eso es lo que me contaron. Tuve una infancia ideal. Todo lo que me rodeaba era agradable. Los colegios eran buenos. Todo el mundo era responsable. Allí no había vagabundos. Vivíamos en casas preciosas de preciosos jardines. Yo jugaba al béisbol en la liga juvenil; la típica infancia americana. Era como vivir en Días felices, pero sin Fonzie21. En una parte de la ciudad sí que había algún que otro macarra, pero yo no me acercaba mucho por allí. Al crecer en un entorno así, cuando empecé la universidad seguía siendo un ingenuo.
En el segundo año de carrera decidí que ya había tenido suficiente. No tenía ni puñetera idea de lo que quería hacer con mi vida. La universidad era aburrida de cojones y yo estaba como flotando en un limbo. Cuando llegaron las Navidades, mi familia me contó que Johnny Kane había muerto en Vietnam. No me lo podía creer.
Johnny era el americano perfecto. Tenía el récord estatal en carreras de obstáculos y había sido el quarterback del equipo del Instituto Wilcox que había ganado el campeonato sin perder ni un solo partido. Tenía unos tres años más que yo. Siempre había sido muy simpático conmigo, aunque yo no fuera más que un mocoso. Johnny Kane me caía muy bien.
Al final, Johnny y yo acabamos en dos universidades estatales que eran rivales en las competiciones deportivas, así que lo veía jugar los partidos de fútbol americano. Cuando terminó la universidad, se alistó en los Marines, ascendió a teniente segundo22 y se fue al extranjero.
No sé bien por qué, pero la muerte de Johnny me afectó tanto que decidí mandarlo todo a la mierda. Un día, en lugar de ir a clase, me fui a hablar con el reclutador del Ejército. No me convenció. El tío me prometía la luna, pero no me creí ni una sola palabra, así que fui a ver al reclutador de los Marines. Era todo lo que podías esperar de un marine: cuadrado, curtido; el tío parecía una roca.
—Te voy a ser sincero —me dijo en un momento de la conversación—: si te alistas, irás a Vietnam. No tiene más vuelta de hoja.
Estaba seguro de que mi destino habría sido el mismo en el Ejército; la diferencia era que el reclutador del Ejército no me lo había dicho.
Además, me habían lavado el cerebro desde niño. Mi padre había sido marine y había estado en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque nunca hablaba mucho de ello, recuerdo que cuando iba a segundo vi su cinturón de uniforme y la insignia del Cuerpo de Marines. Siempre había pensado que los Marines eran la élite. Si quieres hacer algo, es mejor hacerlo con los mejores, como jugar en el equipo del Instituto Wilcox. Se nos conocía por ser más enclenques que los otros equipos, pero éramos los más rápidos y con más actitud sobre el campo. Ganábamos gracias a nuestra actitud.
¿Qué iba a hacer? Prefería estar rodeado de gente motivada y con las ideas claras que pasearme por los arrozales con un puñado de tipos insignificantes que ni siquiera querían estar allí.
Tampoco es que yo lo quisiera, pero cuando vi que se estaba librando una guerra y yo tenía edad para ir, supe que tenía que formar parte de ello. Era mi destino. Era lo que debía hacer. Sonará extraño, pero, cuando pasó, supe, no sé muy bien cómo, que aquello ya estaba escrito.
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Vengo de una zona conservadora de votantes republicanos. Crecí en el ambiente estricto e impersonal propio de las zonas residenciales, donde la gente nunca se quedaba demasiado tiempo y el privilegio era parte de nuestra herencia. Teníamos nuestros barcos, nuestros pasatiempos. Teníamos estabilidad y un trabajo de quince mil dólares al año asegurado nada más salir de la universidad.
Nunca sentí que encajara, pero tampoco imaginé nunca que acabaría en Vietnam. La prórroga del servicio militar se me agotó antes de terminar la universidad. En tercero me había ido a estudiar a Brasil, mi año en el extranjero. Pensé que me convalidarían todas las asignaturas cuando regresara, pero no fue así y tuve que hacer un año más. A mitad del curso siguiente, mi centro de reclutamiento me notificó que habían cambiado mi clasificación de II-S23 a I-A24.
Pensé en volver a Brasil o unirme al Cuerpo de Paz, pero estaba empeñado en terminar la carrera. Se me había metido en la cabeza que, si me largaba, no volvería a la universidad en la vida y no me graduaría. Era la actitud propia de un adolescente, pero aquel título era el pasaporte a mi futuro laboral.
El ROTC25 del campus acababa de empezar un curso intensivo para los estudiantes que no habían realizado la instrucción básica