Hacía casi un año que Iván había decidido separarse de Andrea. Ya no toleraba sus ataques de celos y, viendo que Lautaro comprendía perfectamente lo que estaba ocurriendo y que tenía su aprobación, decidió irse de la casa y liberarse de esa atadura. Su sobrino estaba grande y entendía que su tío la pasaba mal, y se culpaba por creer que Iván hacía el esfuerzo para no perderlo a él. Un día que salieron juntos hacia la cancha para ver a su equipo de fútbol favorito, Independiente de Rivadavia, Lautaro le explicó y argumentó que él jamás dejaría de quererlo y que sabía que su tío jamás lo abandonaría, como sí había hecho su padre.
Y allí se encontraba, atado a sus pensamientos. Pensando en el reencuentro con su hermano y ansioso porque conociera a Lautaro, su orgullo. El muchacho ya estaba al tanto del regreso de su padre y estaba dispuesto a hablar con él y armar una relación, pero jamás le diría “papá”. Llegó a Buenos Aires pasadas las seis de la tarde. Se hospedó en un hotel céntrico y, como estaba famélico, llamó a un amigo periodista con el que había acordado encontrarse para ir a cenar. Una hora después, se encontraban en la esquina de El Museo del Jamón, para charlar y enterarse de las novedades de la Capital.
***
Una jeringa, dos y una tercera por las dudas. Las colocó en la caja, una al lado de la otra, con el nombre de lo que cada una contenía. Tomó los cigarrillos y los fósforos. Era hora de terminar con las patadas del imbécil que se creía fuerte. El otro estúpido ya no era peligroso, lo dejaría en paz unos días para que se recupere y poder volver a arremeter sin piedad. Violencia, piedad. Violencia, piedad. ¿Para qué la piedad? Bueno, solo para que recobraran algo de vigor y poder volver a quitárselo. Así era más emocionante. No era entretenido doblegar a alguien ya doblegado, necesitaba que se retobaran, que lucharan y que se dieran cuenta de que nada podían hacer. Colocó las vendas para los ojos de ambos, cinta para tapar la boca de uno de ellos y un líquido antiséptico de color rojizo para ocultar las heridas y ver las marcas rojas identificadas para, al día siguiente, insistir en el mismo lugar.
Sentía un hormigueo en las manos y una ansiedad abrumadora. La necesidad de torturar se había hecho carne y era como una droga. Se tuvo que pegar sobre sus propias manos y en los muslos, palma, dorso, palma, dorso. Se sentiría con fiebre hasta que no llevara a cabo su plan, pero debía aguantar, aún no era la hora. Sobre la silla, con la pierna derecha temblando y raspándose los dedos contra la mesa de madera, esperó mirando el reloj minuto a minuto. Cuando se hicieron las ocho de la noche, tomó la caja y bajó con una calma que no había hallado minutos antes. Una vez que el momento llegaba, todo se ponía en orden. Bajó los escalones despacio, sin apuro y abrió la puerta. Uno de ellos estaba despierto, tal como esperaba. Se aproximó al que se hallaba dormido, le tapó los ojos con una de las vendas y le inyectó antibiótico en el brazo sano. El hombre ni se inmutó. Comprobó sus signos vitales y todo parecía normal. Solo estaba durmiendo.
Se acercó a Sebastián que mantenía los ojos cerrados de manera consciente y se los vendó. Acto seguido, le bajó los pantalones y él se sobresaltó, dado que no era la hora de la limpieza.
—¿Qué sucede? ¿Quién sos? ¿Qué me vas a hacer? —decía con voz atemorizada—. ¡Hablá, bastardo! Ni siquiera das la cara para luchar frente a frente. Sos un cobar... —No pudo terminar la frase, porque se retorció de dolor ante la quemadura en el muslo.
Sacudió la pierna como intentando quitarse el dolor, pero no menguaba. Sintió un nuevo dolor en la otra pierna y pataleó hacia todos lados, pero su captor sabía bien dónde ubicarse para no ser golpeado. Ahora estaba a su espalda. Lo supo cuando sintió un nuevo calor abriéndose paso en la cara posterior del muslo derecho. Lo estaba quemando con algo, pero no sabía qué era. Lo supo cuando una bocanada de humo le penetró en la nariz. El muy hijo de puta lo estaba quemando con un cigarrillo que aprovechaba a fumar.
Continuó quemando las piernas de su víctima, haciendo un dibujo simétrico en una y otra. Se alejó para apreciar el símbolo que había dibujado y se enorgulleció de su obra. En cada pierna, en ambos lados, dibujó una flecha hacia abajo que tenía una cruz en la parte de arriba. El símbolo era la cruz contra el mal. Era la combinación de una cruz latina con una flecha como símbolo de lucha. Su lucha. La representación de la flecha podía ser una espada: la empuñadura eran los brazos de la cruz, y el filo punzante de la espada estaba caracterizado por la punta de la fecha. Sebastián gritaba y se contorsionaba con cada quemadura. Una vez terminada su perversa obra, tomó el líquido rojo antiséptico y pintó uno por uno los agujeros que mordían la piel. Él pataleaba y gritaba ante el ardor que sufría su cuerpo y lloraba como un niño y pedía a Dios que lo salvara.
El torturador debía correrse ante cada aplicación de Merthiolate, para no recibir un golpe de parte del sufriente hombre. Se hizo insoportable la tarea y decidió golpearlo con la silla como había hecho horas antes. El hombre quedó inmovilizado de dolor al recibir el impacto en la zona de los riñones. Se mantuvo lo más quieto que pudo ante las siguientes aplicaciones de ese líquido frío. Había entendido la señal. Debía estarse quieto.
El captor culminó su trabajo, quitó la venda de los ojos de Sebastián, tomó sus herramientas y se retiró a paso lento. Antes de cerrar la puerta, se volvió y lo miró. El hombre, colgado y moviendo la espalda en espasmos de llanto, le generó un pensamiento: “Pobrecillo, no sabe lo que le espera mañana cuando raspe cada una de las quemaduras con la esponja de metal y vuelva a quemarlo en el mismo lugar. Hasta que no me diga por qué lo hicieron, no voy a parar”.
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