Abre los ojos. Natalia S. Samburgo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Natalia S. Samburgo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878708959
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      Samburgo, Natalia S.

       Abre los ojos / Natalia S. Samburgo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

       Libro digital, EPUB

       Archivo Digital: online

       ISBN 978-987-87-0895-9

       1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

       CDD A863

      Editorial Autores de Argentina

      www.autoresdeargentina.com

      Mail: [email protected]

      Diseño de portada: María de los Ángeles Celi

      Texto de sinopsis: Morena Barrasa

      [email protected]

      Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

      Impreso en Argentina – Printed in Argentina

      Para ellas,

      los ángeles caídos de los noventa,

      que quedarán para siempre sin justicia.

       Prólogo

       San Rafael, Mendoza, Argentina. Diciembre de 1996.

      Dejó a sus amigas en la fiesta. Ella ya no quería estar allí. Pidió su campera de jean a la señora que atendía el guardarropa, entregando el papel arrugado con el número que identifica la percha en donde estaba colgada.

      Salió a la oscura noche. Eran pasadas las 4:00. Una brisa cálida le acarició la piel y decidió no ponerse el abrigo. La camisa verde agua con flores rojas y amarillas era suficiente para el recorrido hasta su casa. La pollera de gasa blanca terminaba el conjunto, además de la carterita que llevaba en bandolera donde guardaba las llaves y los pañuelos.

      Dejó atrás la música estruendosa y el olor a alcohol de sus amigas. Camila ya estaba pasada de tragos y se había quedado transando con un pelilargo que parecía comérsela. Denise, en cambio, bailaba solitaria en medio de la pista, esperando que le hiciera efecto la pastilla de éxtasis que le había entregado el dealer del lugar. El boliche se alquilaba para fiestas de egresados. Esta vez eran cinco colegios los que festejaban, que sumados a los que frecuentaban el boliche, habían superado la capacidad permitida. El humo de cigarrillos y otras sustancias dibujaban una nube que envolvía a los invitados y los dejaba sumidos en la penumbra, solo alterada por las luces de colores intermitentes de la bola giratoria.

      Mientras caminaba, se olió el cabello y frunció la nariz en una mueca de disgusto por el olor que se le había impregnado. Imaginó el baño que iba a darse antes de acostarse. No toleraba que la suavidad de la funda de la almohada quedara salpicada por un olor tan nauseabundo, como el del cigarrillo.

      En las afueras del boliche, se distinguían muchos grupos de adolescentes que bebían y reían en charlas amenas. En la otra esquina, una barra de chicos se enfrentaba en una contienda, donde se visualizaba a dos de ellos lanzar trompadas al aire. No se preocupó, ella iba en otra dirección.

      Siguió el camino más corto hasta su casa, aunque debía atravesar la plaza y la oscuridad que la acechaba. Trató de avanzar por el sendero más conocido. El ruido del crujido de las hojas secas no le gustó. Hubiese preferido un caminar silencioso para poder estar alerta a otros sonidos.

      Escuchó risas y volteó para saber si divisaba a las personas cercanas. Pero no vio nada. Supuso que estarían yendo hacia el boliche. Siguió presurosa, odiando el ruido de sus pasos, que le impedían distinguir si los sonidos se acercaban o se alejaban. Se internó entre los árboles del parque, sabiendo por dónde encontrar el camino más seguro. La visión se estaba dificultando sin la llegada de la luz de la calle. Trató de ir pegada a los arbustos, porque en ese punto estaba caminando a ciegas. Oyó risotadas más fuertes y luego, su nombre:

      —Soledad.

      —Soledad…

      La llamaban dos voces distintas. Pensó que serían amigos que la vieron irse del boliche. Se frenó y miró hacia atrás. Divisó unas siluetas, pero no los reconoció. Al fin, los tuvo a tres metros y corroboró que conocía, al menos, a uno de ellos. Era el hermano de su amiga Camila. No le gustó cómo la miraba. En la oscuridad de la noche, pudo distinguir su iris verde mirándola fijamente. Un escalofrío la recorrió y supo, como una película mental, que había llegado el final.

      

       El mayor alcance de la injusticia

       es ser considerada justa

       cuando no lo es.

      Platón

       Capítulo I

       San Rafael, Mendoza, Argentina. Julio de 2018.

      Abrió los ojos. Nuevamente sintió esa angustia. Ya no soportaba despertar. El brazo izquierdo dolía igual o más que antes de haberse quedado dormido. No quería mirar, pero reincidió. Debió apartar la vista cuando sobrevino la arcada. Se podía observar el hueso y la carne marrón, ya no era roja ni caía sangre. Los gusanos arrasaban con todo y no toleraba mirar y verlos en movimiento. Anhelaba volver a dormirse y no despertar jamás.

      Como todas las mañanas, se abrió la puerta. Deberían ser las 7:00 u 8:00, ya no sabía bien ni la hora ni los días que habían transcurrido. Advirtió el chillido de las bisagras desde esa pose incómoda en la que se hallaba atrapado: colgado de las axilas por unas cadenas, con los brazos en cruz y apenas la punta de los pies apoyadas. Tenía la imagen grabada de esa pared descascarada a la cual veía de frente. Las primeras noches trató de girarse para ver qué había más allá, pero nunca lo logró. Había llegado a avistar el techo lleno de humedad y telas de arañas. Con lo poco que podía tocar del piso, notaba que era áspero, como si fuera solo de cemento. Percibió los pasos cansados de siempre, arrastrando, como si llevara algo pesado. El cuerpo se le tensó como cada vez que los oía ante la anticipación de lo que estaba por ocurrir. Cerró los ojos con fuerza al mismo tiempo que el puño de su brazo sano. Ya estaba sintiendo el calor que lo atravesaría y, sin embargo, la sangre se le heló. Sintió la repetida presencia a su espalda. Jamás le había visto la cara. Le era imposible dilucidar si era hombre o mujer. No sentía el aroma de un perfume ni su respiración. El único olor que rodeaba el lugar era a humedad. Se había convertido en un fantasma que aparecía dos o tres veces por día y allí lo dejaba. Escuchó cuando la vasija fue apoyada en el piso y sus hombros se tensaron aún más, estaba por llegar el momento; apretó las mandíbulas y esperó. Un grito áspero salió de su garganta al sentir el agua hirviendo sobre su brazo herido. Los gusanos caían al suelo junto con el agua, y la carne ardía y se deshacía en tiras. Se desmayó. Como siempre.

      ***

       San Rafael, Mendoza, Argentina. Agosto de 2018.

      —¿Qué “acelga”, Polla?

      —Una vez más que me llames “Polla” aquí en el trabajo y te desheredo como amigo —contestó Iván enojado.

      —¿Y qué culpa tengo yo de que tu apellido sea tan largo y difícil? Po - llas - tre - lli. ¡Dejate de joder! —bromeó Jacinto, mirando hacia arriba, por la diferencia de altura que había entre ellos.

      —¡Terminala! Estoy trabajando y me distraés. ¿Qué averiguaste del tipo desaparecido? —consultó Iván, peinando su pelo lacio y oscuro con los dedos.

      —No traigo buenas noticias. Me acaba de llamar la jefa, y parece que desapareció otro hombre. Por ahora, no hay nada que asocie los dos casos, pero son de la misma ciudad y tienen la misma edad —informó Jacinto a su compañero.

      —¿Nombre?

      —Sebastián D´Angelo.

      —O sea, que en dos meses, tenemos a Emilio Guimarey y a Sebastián D´Angelo desaparecidos. Ambos hombres, de la