Ernesto del Campo cortó la comunicación teniendo la última palabra. Victoria temblaba como cuando se encerraba en su habitación para no escuchar los golpes que le daba a su hermano. El exjuez la había llamado para recordarle lo ineficiente que era y la atosigaba exigiéndole respuestas a las desapariciones ocurridas recientemente. Ernesto tenía especial interés en saber sobre el paradero de los dos hombres y no cesaba de llamar a su hija para obtener novedades.
Victoria corrió al tocador a acicalarse y a refrescarse la cara y el cuello. Se sentía afiebrada. Hablar con su padre la acercaba bastante a un estado de indefensión que le hacía bajar las defensas de su propio organismo y, de manera automática, comenzaba a sentirse como engripada. Se cambió la camisa que estaba sudada por las axilas y por la espalda. Realmente, debería tener fiebre en ese momento. El calor de su cuerpo era agobiante, a pesar de los tres grados centígrados que hacía afuera. Debía hacer algo para manejar la situación. Los hombres debían aparecer, muertos o vivos, pero algo tenían que encontrar.
***
Ampollas. Amaba las ampollas. Le gustaba reventarlas, soplar y tirarles agua hirviendo. Luego, pasaba una esponja de metal y volcaba aceite encima. ¡Cuánto placer! ¡Qué éxtasis! Le gustaba esa sensación que los gritos de otro le provocaban, pero más le gustaba cumplir con esa secuencia. A cada acto que realizaba, la víctima respondía con un sonido distinto, un grito, un jadeo, un ahogo, un carraspeo… ¡Música para sus oídos!
Ahora mismo, lo estaba aplicando con el hombre que hacía pocos días había secuestrado. Mientras el otro dormía como consecuencia del somnífero inyectado, disfrutaba con su nuevo juguete. Le había vendado los ojos para poder pasearse y observar cómo se retorcía desde adelante y desde atrás. En el último tiempo, le daban ganas de agregar alcohol antes del aceite, pero no le gustaba salirse de la rutina. Como todo virginiano, prefería las cosas en su lugar y que se hicieran en el orden premeditado. Pronto cumpliría treinta y siete años de edad y veintidós de sed de venganza. Todo estaba saliendo según lo premeditado. Los estúpidos caían como ratas en sus trampas. Era tan fácil manipularlos que se vanagloriaba de ser tan inteligente. Imbéciles. Por fin, los tenía en su poder y podía hacer con ellos lo que quisiera. Y que no quepa duda de que los haría padecer. Y mucho.
Repitió la secuencia por segunda vez. Explotó otra ampolla del brazo izquierdo, sopló, tiró agua hirviendo, esperó. Disfrutó viendo cómo la voz de su víctima se deshacía en gritos y llanto. Cuando lo notó más calmado, pasó la esponja de metal, refregó muy fuerte y profundo, y tiró el aceite. El hombre se sacudió de manera violenta y tuvo que moverse hacia atrás para no recibir un golpe con las piernas de la víctima. “Debo ajustar un poco las cadenas”, pensó como tarea para más tarde.
El “pobre hombre” repetía hasta el cansancio que quería saber quién era y por qué hacía esto. Solo lograba que la sonrisa de su captor se extendiera cada vez más de lado a lado. A veces, aguzaba el oído para escuchar mejor la súplica de que cesara en la tortura, porque le provocaba mucho placer. El primer hombre era más sensato, y eso no le estaba gustando. Había aprendido a ahogar los gritos, a pedir por favor y a no insultar. Este nuevo engendro de hombre se retobaba más, iba a ser difícil domarlo, pero esa idea era más atrayente, porque acrecentaba sus ganas de impartir mayor dolor, presión e incertidumbre.
Se detuvo a la espalda de la dolorida y sufriente víctima, y le quitó la venda de los ojos. Él intentó girar para ver quién era su captor, pero no pudo hacerlo, debido a que las cadenas se le clavaron en las orejas. Gritó y gritó, pidiendo ayuda hasta que la voz se le apagó por el agotamiento. Trataba de mantener los ojos abiertos, porque temía no despertar y no quería rendirse sin pelear. La pared gris que lo enfrentaba estaba a pocos metros, pero sus largas piernas no llegaban a tocarla. Se quiso hamacar para alcanzarla balanceándose, pero solo logró que las cadenas se le incrustaran en las caderas. Rodeaban todo su cuerpo. Cadena en la cabeza y el cuello, otras cruzadas por debajo de las axilas y sujetas al techo que lo sostenían en posición de cruz, más cadenas en las muñecas, y otras fajando la cintura y sujetas a columnas que se encontraban a los costados.
Sintió un pinchazo en el brazo que no había sido objeto del malnacido que lo torturaba y, poco a poco, sintió alivio y fue quedándose dormido sin poder evitarlo. A partir de ese instante, nunca más desearía despertar. Sin embargo, los dos lo harían una y mil veces. A ambos hombres, los despertaría una voz que les susurraría con la mente: “abrí los ojos, maldito”.
Capítulo III
Vicente Pollastrelli, con cuarenta y dos años, volvía a su país natal luego de haber fracasado en su último emprendimiento en España. Allá, por el año 2001, había decidido viajar a Madrid, movido por la crisis argentina, como tantos otros compatriotas que se fueron en busca de la dignidad perdida en territorio propio. Algunos otros motivos contribuyeron a su ida repentina. El sitio elegido corría con la ventaja de tener a los familiares de su madre que lo alojaron sin dudar. Dejaba atrás a dos exesposas y a un hijo que, cuando él “desaparece”, tenía un año. Luego de su partida, jamás había vuelto a visitar Argentina. Nada lo movía a volver: ni su madre, fallecida hacía diez años; ni su hermano, con el único que mantuvo contacto telefónico; ni su hijo al que solo fue viendo crecer gracias a las fotos que Iván le enviaba por mail.
Cuando se fue a España, había dejado atrás mucho camino recorrido, éxitos y sinsabores, y su anhelo había sido comenzar una nueva vida. Contrajo matrimonio con una mujer demasiado buena para su gusto. La convivencia se extendió por seis años y tuvieron una niña llamada Penélope, a quien, también ahora, abandonaba y dejaba atrás. Desde hacía veintidós años todo lo que emprendía, al poco tiempo, lo abandonaba. Estaba como cerrado a disfrutar de las cosas bellas de la vida. Sin embargo, se mostraba superado, alegre, jovial y ostentoso. Lograba obtener trabajos que le otorgaban buen pasar, pero luego los abandonaba y buscaba uno nuevo. “Inestable”, opinaban todos. Y, más o menos, era así como venía sintiéndose desde aquel nefasto día, aunque él mismo no lo quisiera admitir.
Mientras terminaba de armar la maleta, llamó una vez más a su hermano para asegurarse de que llegara a tiempo a Buenos Aires a recogerlo. Su Mendoza natal no quedaba cerca, y no quería viajar en micro o en otro avión para llegar hasta allí. Prefería que su hermano lo esperara en Ezeiza y, desde allí, partieran lo antes posible hacia San Rafael. Llegaría alrededor de las 9:00 de la mañana del domingo 19 de agosto. Había programado todo a fin de que su hermano no tuviera excusas para ir a buscarlo por el largo viaje. Le había dicho:
—Salís el sábado temprano, dormís en un hotel, descansás y, el domingo, me vas a buscar, y nos vamos para llegar en el día a San Rafael. —Y así se haría.
Cerró la maleta, tomó su mochila, la misma con la que había viajado el día que se fue de su país, y partió hacia el aeropuerto de Barajas. Una nostalgia lo invadió y se abrió un hueco en su estómago ante la anticipación de volver a Argentina. Una mezcla de sensaciones: añoranzas, despedidas, encuentros, recuerdos y momentos para el olvido se hicieron presentes. Cuando fue la hora de marcharse, bajó a la conserjería y realizó el check out. La conserje que le extendía la factura lo miró a los ojos y le sonrió. Era inevitable no posar la mirada en un hombre musculoso de metro ochenta y seis, con dos esmeraldas en la mirada y la barba cortada en perfecto dibujo. La señorita, muy servicial, le ofreció llamar a un taxi, que Vicente aceptó de manera cortés. No escatimó en miradas cómplices y halagos hacia aquella empleada que se sonrojaba a cada comentario de él. Las sonrisas se sucedieron hasta que le anunciaron que el taxi había llegado.
Llegó a Barajas sobre la hora. Aún debía hacer algo de cola para realizar el embarque. En media hora, estuvo arriba del avión y respiró profundo ante lo que estaba por venir. No le gustaba volar. No le gustaba nada que le diera vértigo. Ingirió un somnífero, se abrochó el cinturón de seguridad, que no pensaba destrabar durante todo el vuelo, y se durmió de manera profunda. Se despertó cuando la pasajera que estaba a su lado, lo movió para despabilarlo y comentarle que ya habían aterrizado. Empalideció. La mujer se sobresaltó