Abre los ojos. Natalia S. Samburgo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Natalia S. Samburgo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878708959
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que, en casi dos meses, aún no tengamos una pista del otro hombre, quiere que nos pongamos a investigar de inmediato.

      A Iván le dolía la cabeza. Su humor no era de los mejores, y este nuevo caso traería serias consecuencias si no hallaban más indicios pronto. No era un pueblo muy habitado, todos se conocían, y no iba a admitirse seguir a la deriva con la información por mucho tiempo. Se sentó en su silla destartalada de escritorio, y se oyó el ruido de siempre: los engranajes oxidados. Abrió el cajón, revolvió entre los papeles que había dentro y sacó su blíster de Ibuprofeno e ingirió mil doscientos miligramos. Él intuía que ese dolor no iba a ceder, pero tomó el analgésico de todas formas.

      Jacinto se retiró sin decir una sola palabra y se dirigió a su oficina en la sala contigua, donde había cinco mesas más y papeles por todas partes. Lo mejor que podía hacer, sabiendo que a su compañero le dolía la cabeza cuando se preocupaba, era dejarlo solo. Lo conocía bien. Era su amigo desde el jardín de infantes. Fueron a colegios distintos en la primaria, pero se reencontraron en la secundaria y, desde allí, eran inseparables, al punto de elegir el mismo oficio: investigación. Ya hacía seis años que trabajaban juntos, luego de haber pasado por distintos puestos. El ingenio de Jacinto y la intuición y el olfato de Iván los llevaron a trabajar en dupla, desentrañando cuanto caso se les asignaba. Pero esta investigación se estaba complicando más de la cuenta.

      Ambos tendrían que enfrentarse, ahora, a un nuevo desaparecido y estudiar la cercanía con el caso anterior. ¿Tendrían algo que ver? Este segundo caso, ¿complicaría las cosas o las despejaría para resolverlas?

      ***

      “Inhalo y exhalo, inhalo y exhalo…” así se levantaba cada mañana, así respiraba antes de cada comida, así pensaba antes de ducharse, una y otra vez. Inhalar y exhalar de manera consciente: ese ejercicio de respiración le hacía mantener el orden en su mente y cuerpo. Lo había aprendido en las clases de yoga que su tía le obligó a practicar tiempo atrás. Lo único bueno de esa rutina era haber aprendido a respirar, lo demás… basura.

      Hizo fuerza con sus brazos para levantarse de la cama. Le costaba horrores hacerlo. Le dolía cada centímetro de su cuerpo al despertar. A medida que la mañana transcurría y comenzaba con sus actividades cotidianas, el malestar cedía, y el odio se apoderaba de su interior, y lograba tener una fuerza de la que no se creía capaz. Su metro sesenta y siete semejaba casi siete centímetros menos por la curvatura de su espalda y por su pierna derecha torcida hacia afuera. Odiaba su pierna lastimada, era una carga no poder moverla de forma adecuada, le hacía más lento el caminar o subir una escalera, ni hablar de cualquier actividad que le requería de sus dos piernas. Se cepilló los dientes sin pasta dental, como lo había tomado de costumbre, se peinó con pasadas lentas, pero a la vez fuertes y sin consideración del cabello anudado. Siempre hacía lo mismo, se cepillaba como castigándose, por lo que los mechones caían o quedaban en el cepillo esperando a ser limpiados y tirados a la basura. Hecho que nunca ocurría. El pelo allí quedaba, y le gustaba mirarlo desprendido de su cuero cabelludo. Sentía placer de verlos sobresaliendo del accesorio de peinar y, luego, se tocaba la cabeza, allí donde le había quedado sensible a causa del tirón. Lo apoyaba con lentitud premeditada en la mesada para, luego, atarse el pelo en un rodete tirante, sin que ni uno solo quedara fuera de su lugar. La habilidad para hacerlo la había adquirido en sus épocas de aprendiz de danza, a la que había asistido desde los siete hasta los quince años. Después, todo se truncó y lo que prometía ser un futuro alentador de viajar a Buenos Aires para aplicar como alumna del Teatro Colón, murió. Al igual que su alma y sus ganas de vivir y su amor por las personas y su pasión por la danza y su anhelo de estudiar inglés y su cariño por sus familiares más cercanos… todo desapareció y quedó solo un despojo de ser humano capaz de seguir respirando, porque es un mecanismo automático. Su mente nunca más fue capaz de discernir entre el bien y el mal, entre lo claro y lo oscuro, entre lo lindo y lo feo, entre el amor y el odio. Indiferencia, sí, esa era la palabra: indiferencia a la vida misma y a los habitantes del planeta, excepto a cuatro seres que lo habitaban. Ellos no le eran indiferentes.

      ***

      Victoria del Campo cayó sobre su asiento de cuero negro, fatigada. Acababan de comunicarle que hacía treinta y seis horas que un hombre de cuarenta y dos años había desaparecido. El resumen indicaba que se lo había visto, por última vez, en la vereda de su casa, yendo en dirección a la calle Los Franceses y que, luego, lo vieron doblar la esquina. Eso indicaron dos adolescentes que tomaban cerveza en un bar próximo, como todas las tardes, y que eran vecinos del barrio. La esposa del desaparecido señalaba que no tenía idea a dónde había ido y que lo último que le dijo es “ya vuelvo”. La señora juró que no habían discutido ni que sospechaba nada raro de su marido, que era una excelente persona, padre, vecino y compañero.

      La fiscal, con cierto desgano, se comunicó con uno de sus ayudantes para ponerlo al tanto del caso. En su fuero íntimo sospechaba que esto tenía que ver con la desaparición de Guimarey, poco más de un mes atrás, pero nada indicaba que fuera así. Se lo comunicó a Jacinto, que quedó en avisarle a su compañero e ir lo antes posible a verla para decidir si dar comienzo a la investigación o esperar más tiempo. Victoria sospechaba que el desaparecido correría la misma suerte que el primero e iba a ser difícil encontrarlos. De Guimarey solo sabían que, desde el colegio donde daba clases, se había marchado en su Volkswagen Gol gris y nunca llegó a su departamento, en el cual vivía solo con su mascota, un gato blanco y amarillo, peludo, gordo y extremadamente arisco. La sospecha de que algo pasaba fue advertida por unos vecinos que oían maullar al felino y que sentían mal olor por las heces del animal. Se determinó que la fecha de desaparición había sido el 3 de julio, cuando se lo vio salir de la Escuela de Educación Técnica N.° 4-117 - Ejército de los Andes a las 13:45. Se buscó en hospitales, denuncias de accidentes de tránsito, terminales de ómnibus, hasta que se halló el automóvil en el estacionamiento de un supermercado, al cual nunca ingresó, según las cámaras de seguridad del establecimiento.

      Ahora se enfrentaban a un nuevo caso, al parecer más complicado, dado que no había ninguna pista que seguir, salvo que se lo vio doblar a la derecha. Nada más. Por esas calles no había cámaras de seguridad, eran muy poco transitadas, y era un horario de poco movimiento, alrededor de las cuatro de la tarde de un sábado.

      Victoria cayó en la cuenta de que estaba apretando las mandíbulas y trató de relajarlas, pero segundos más tarde, las presionaba de nuevo. Sentía las axilas sudadas bajo la camisa rosa y no se atrevió a oler. Estaba nerviosa. Algo no cuadraba o encajaba demasiado. Alejó el pensamiento, no podía tener relación una desaparición con la otra y, menos aún, por el motivo que vino a su mente. Era prematuro hacer conjeturas, todavía Sebastián D´Angelo podía aparecer y ser todo este asunto una suerte de chiste de mal gusto.

      Tuvo necesidad de llamar a su madre, quien contestó al tercer timbre. Sara, imperturbable como de costumbre, le reprochó el extenso tiempo que hacía que no la llamaba ni la visitaba. Como solía hacer, Victoria se escudó en el exceso de trabajo. Le preguntó por su hermano enfermo, y su madre manifestó lo de siempre:

      —Ni un pestañeo, respira porque lo obligamos.

      Cortó la comunicación, luego de despedirse y prometer a su madre que pronto la visitaría. Ni un comentario sobre su padre. Victoria no preguntaba, y Sara ya sabía que no debía mencionarlo. El exjuez no quería tener relación con su hija mayor ni ella quería estar cerca de él. Se odiaban y se culpaban por las desgracias que había padecido su hermano. La madre nada hacía para mejorar la relación entre ambos, solo se dedicaba a llorar por un hijo que jamás volvería a hablar, moverse o siquiera abrir los ojos.

      Se removió sobre el respaldo de su lujoso sillón y ya no toleró la transpiración. Tomó fuerzas para levantarse y dirigirse al tocador para asearse y ponerse una camisa limpia. Tenía varias en un armario, ya que estos altercados hormonales eran normales en ella, para lo cual ya había intentado de todo por controlarlo: desodorantes nacionales e importados, pastillas anticonceptivas, remedios caseros, homeopáticos y medicinales, reiki, yoga, hojas de plantas. Pero nada había logrado controlar la cantidad que sudaba cuando se ponía nerviosa debido a sus obligaciones, lo que sucedía la mayor parte del tiempo.

      Oyó