Y así fue. Se oyó el grito desgarrador de quien es lastimado de manera salvaje.
—¡Hijo de puta! ¡Nooo! ¡Me duele, mierdaaa…! ¡Quemaaaa…! ¡Mi brazo!
Y todo era igual. No solo tendría que padecer el dolor y la agonía propia, sino que, ahora, sufriría por escuchar cómo le hacían lo mismo a otro hombre. Sintió los pasos de siempre a su espalda. Sabía que era la hora de la inyección. No tenía idea de qué hora de la tarde era, pero seguramente, le tiraría agua en la cabeza desde donde tendría que estirar la lengua para recoger gotas que saciaran su sed y, luego, recibiría la inyección de vaya a saber qué líquido que, al cabo de unos segundos, correría por sus venas. No podía girar la cabeza para tratar de ver quién era su raptor. Las cadenas estaban colocadas de tal manera que era imposible voltear la cabeza, solo podía estirar, de vez en cuando, el cuello hacia uno u otro costado, pero siempre, se encontraba con las cadenas al lado de sus orejas. Muchas veces dio gracias por tenerlas allí, ya que dormía relajando un poco los músculos del cuello mientras se apoyaba en ellas. Llegó la inyección en el brazo derecho, el sano, aunque lleno de pinchazos; eran dos por día. Supuso que uno era un antibiótico y otro un somnífero, pero todo eran suposiciones.
El agua que caía por su rostro era arrastrada por la lengua hacia la boca. Logró apagar un poco la sed, aunque nada era suficiente. Sintió el rugir de su estómago y comenzaron a caerle las lágrimas. No veía la hora de morir. Sintió que la cinta le tapaba los ojos como era costumbre a esa hora. Luego, llegaría el trozo de pan seco, el que sería obligado a meter en su boca. Ya se había inventado una forma de ir humedeciéndolo para que se deshaga, pero era muy difícil tragar sin que el resto del pan se cayera de entre sus labios. Le había pasado muchas veces y ya no quería perder bocado. Luego, mientras él trataba de comer, y aún con los ojos vendados, vendría el momento de la limpieza. Su raptor le sacaría los pantalones, le tiraría un baldazo de agua fría para terminar poniéndole unos nuevos pantalones sin olor que pronto se mojarían con su orina y sus heces.
***
Iván y Jacinto volvieron al barrio alrededor de las 18:30. El panorama no había cambiado mucho, aunque algunas personas entraban y otras salían de la iglesia, tal como ellos habían supuesto. Unas horas antes, en la oficina, tomaron nota de los nombres de los testigos y de los familiares de D´Angelo. Más tarde, irían a entrevistarlos. Por el momento, estacionaron el automóvil en la vereda de enfrente a la parroquia, porque era donde había mayor movimiento. Bastante gente mayor se acercaba, se persignaba e ingresaba luego de mojarse la frente con agua bendita. El párroco, un hombre alto y serio, de ojos grandes y cara de disgusto, saludaba a los fieles solo tocándolos en el hombro. Parecía que la distancia para él era muy importante. En varias cuadras adelante y atrás, no había cambiado el aspecto solitario del barrio. Algunas personas se asomaban a la vidriera de la santería contigua a la iglesia, pero muy pocas ingresaban a comprar. Solo vieron salir a dos con paquetes de papel medianos, como si llevaran la estatuilla de un santo o algún adorno. Poco a poco, todos ingresaron, y los colegas asumieron que ya sería el horario de misa, por lo que decidieron seguir revisando la zona, que se veía sumida en un halo fantasmal ahora que el sol había caído. Muy pocas casas tenían iluminación en las veredas y, desde algunas otras, se filtraba la luz de la ventana. ¿Vivía gente en ese barrio? ¿Por dónde se habría esfumado D´Angelo?
Sonó el teléfono de Pollastrelli, y resopló al darse cuenta de quién lo llamaba. Era su exnovia, decidió no contestar. Ese asedio continuo ya lo estaba preocupando. Andrea no estaba bien de la cabeza. Él había roto la relación hacía ya once meses, y ella seguía tras sus pasos y se refería a ellos como si aún fueran pareja. El celular volvió a sonar e Iván, una vez más, no contestó. Jacinto lo miraba de reojo, ya no se atrevía a dar opinión. Muchos y variados consejos le había dado a su amigo para que cortara esa relación bastante tiempo atrás. Ya no era momentos de entrometerse.
Regresaron a la esquina de la iglesia y esperaron que terminara la misa, para ver hacia adónde se dirigían los asistentes al regresar a sus hogares. Alguien tenía que vivir por allí. Antes de las 20:00, vieron salir a la vendedora de la santería a barrer la vereda. En opinión de Jacinto, no era horario para dicha tarea, pero Iván desestimó el comentario. La mujer movía la escoba de manera pausada. Se evidenciaba que nada la apuraba, ninguna obligación la estaba llamando para cumplir con una y seguir con otra. Vestía ropas largas, de colores no muy llamativos, aunque en la oscuridad de la noche, no se distinguía bien si eran grises, marrones o azules. La vieron observar hacia uno y otro lado de la vereda. Se mantuvo, por lo menos, diez minutos barriendo. Luego, caminó hacia la puerta, se detuvo antes de entrar, se volteó y se quedó mirando el automóvil donde estaban ellos. El Senda tenía vidrios polarizados, así que nada evidenciaba que había gente dentro, sin embargo, la mujer no quitaba los ojos, y ellos quedaron hipnotizados con esa mirada. De pronto, giró sobre sí misma y entró al negocio, dio vuelta el cartel para que indique “Cerrado”, y se apagó la luz del recinto.
—Qué mujer más rara —afirmó Jacinto sin quitar la vista de la puerta del negocio.
—¿Por qué? —consultó Iván, para tantear si su amigo había sentido la misma extraña sensación que él.
—No sé, sentí un escalofrío mientras la miraba barrer y ni hablar cuando se giró y miró hacia nosotros.
—¿Vos decís que miró hacia aquí, porque sabía que había gente dentro del auto? —preguntó Iván expectante.
—¡Qué sé yo! La vieja esa es tenebrosa, che… Y para colmo atiende una santería. ¡Jaja!
—¿Vieja? Para mí era una mujer joven.
Los amigos se miraron incrédulos. Cada uno estaba seguro de que había visto a un tipo de mujer, pero que no coincidía con la percepción del otro. Supusieron que era la noche, que embargaba la buena visión y la distinción de detalles. Decidieron dar por terminado el día. Dejarían las entrevistas para el día siguiente.
***
Victoria bufó para sus adentros, pero no lo demostró. Escuchaba del otro lado del teléfono los improperios de su padre, que se había dignado a comunicarse con ella. Tenía cincuenta años, ya estaba bastante mayorcita para que le dieran sermones, pero la voz gruesa y firme de su padre siempre la acobardaba. No era difícil temerle.
Desde chica, supo que no debía enfrentarse a él y transitó una niñez bastante relajada. Su hermano era más desobediente y obtenía mayor cantidad de reprimendas. La mansión en la que vivían tenía un gran jardín que posibilitaba invitar amigos a jugar cuando niños. Pablo hacía uso de su derecho e invitaba a cuanto compañero se le ocurría. Sin embargo, algo siempre pasaba que opacaba los juegos y la diversión: algún vidrio roto por la pelota, música demasiado fuerte, barbaridades dichas al personal de servicio… Y su padre lo hacía escarmentar. Lo encerraba en la “habitación de golpes” y le daba la supuesta lección, que su hermano jamás aprendía. En cierta ocasión, Victoria y su madre debieron llamar a un médico en el más absoluto secreto para curar las heridas de la espalda de Pablo, que su mismo padre le propinó. Se le pagó una buena suma de dinero al profesional para que mantuviera la boca cerrada. Nadie podía enterarse de que un juez de Mendoza maltrataba a sus hijos. Aún recordaba los reproches que le hacía a su madre por no interponerse para detenerlo. Ella nada hacía, excusándose en que no quería que la golpeara a ella. Recordaba la vez en la que, cuando ella tenía veinte años y su hermano doce, se interpuso para que no volviera a pegarle. Esa vez la golpeada fue ella. No pudo salir ni asistir a la facultad durante dos semanas. El pómulo derecho transitó todos los colores posibles, y el derrame en el ojo fue mermando a medida que pasaban los días. Cuando por fin se decidió a volver a su rutina, usaba anteojos oscuros y mucho maquillaje. Pablo no entraba en razones y cada vez se rebelaba más. A los quince años, se escapó de la casa y, a las dos horas, lo encontraron unos agentes de policía, tratando de tomar un ómnibus a Buenos Aires. Dos horas eternas,