Como vemos, los sucesores de Bello son, afortunadamente, dispares entre sí. Curiosamente, unos continúan la trocha romántica, que también anidó en Bello hacia el final de su vida, y otros la vía neoclásica, que indudablemente inspiró sus poemas principales. De los cuatro, el que visitó más el campo minado de la poesía fue Baralt, pero es sobre el que la crítica ha sido más severa. Los otros que mencioné merecerían un estudio más detenido del que esta historia contempla. En ellos se dio la pulsión de la elegía, de la oda: exaltaron con furor la épica independentista, cantaron con la ronca voz del elogioso, y sus poemas se debatieron entre el ditirambo romántico y el rigor neoclásico, siempre cercanos al tema americano, a la temperatura de la fundación republicana.
El romanticismo nuestro
En la raíz del surgimiento del romanticismo está la negación del neoclasicismo, así como en la aparición del neoclasicismo estuvo el interés por sepultar la efusividad barroca. Aunque estas oscilaciones no pueden verse como el movimiento de un péndulo en su vaivén, lo cierto es que en esta secuencia fue así. Pero al visitar la tierra prometida del romanticismo es necesario hacer algunos deslindes. El primero: no fue exclusivamente un movimiento literario, fue una propuesta climática, un cambio de vida, una alteración de los ángulos de visión. De allí que su expresión literaria sea uno de los caminos que encontró el torrente romántico para expresarse. La vida política también fue pasto de su fuego. De hecho, las guerras de independencia de las colonias españolas en América estuvieron inspiradas por dos hechos centrales: la Revolución francesa y la Independencia de los Estados Unidos. No exagero si afirmo que la Independencia que logra Bolívar es un cetro romántico, entregado a un personaje arquetipal del romanticismo: el propio Libertador. Este personaje lo encarnó Bolívar con tanta exactitud que la epifanía de sus victorias, las traiciones que sufre y la soledad de su muerte, en medio de la asfixia del tuberculoso, son todos episodios de un héroe romántico.
El romanticismo no puede entenderse sin el surgimiento de la modernidad. Esta adviene, como sabemos, con la operación crítica, con la razón que se empeña en echar por tierra los castillos que ella misma ha construido, y nada más crítico de los espacios racionales que el propio romanticismo. De modo que, paradójicamente, el romanticismo surge del seno de la modernidad, a enfrentar lo que ella misma levanta. De allí que su operatividad asuma, probablemente sin saberlo, una estrategia típicamente moderna: mientras siembro árboles voy afilando el machete con el que voy a cortarlos. De modo que el romanticismo no puede entenderse sin la modernidad: aunque el primero niegue, en su operación negadora está siendo profundamente moderno, profundamente revolucionario.
Pero si el romanticismo tiene en Juan Jacobo Rousseau a su modelador sociopolítico, en poesía encuentra sus primeros cultores en Alemania e Inglaterra. Hölderlin, en Alemania, y Wordsworth (con sus Baladas líricas, 1798, a orillas de los lagos del Lake District en el noroeste de Inglaterra), Coleridge, Shelley, Blake enfilan sus lanzas en contra del racionalismo y abogan por una poesía de circunstancia propia, de íntimos recintos espirituales, de paisajes interiores como espejos de los que la naturaleza brinda en su esplendor. El romanticismo se propuso darles la espalda a las construcciones intelectuales que olvidaban el temblor vital. En ese sentido, proclamaba un matrimonio entre la vida y el arte, un matrimonio indisoluble que trabajara más con el cuerpo y la realidad que con los ideales aéreos. Puede afirmarse que el romanticismo reaccionó en contra del espíritu racionalista; frente a la petrificación que este fabricó, ofreció la flexibilidad de sus efluvios.
Pero si el romanticismo como clima ideológico halló terreno fértil en la Caracas política de comienzos del siglo XIX, y Bolívar es un ejemplo clarísimo, no ocurrió lo mismo en el campo literario. El poema fundacional de Bello, «Silva a la agricultura de la zona tórrida», no es un texto romántico, aunque alguna influencia romántica se vislumbra en él. En verdad, prende velas en el altar del neoclasicismo, aquel que reaccionó en contra del barroquismo que prosperaba en las colonias españolas de América. El espíritu romántico (¿o el bucólico?) había aflorado en la poesía de Bello, tímidamente, en sus primeros poemas de la etapa caraqueña, y luego reaparece en sus poemas chilenos, ya al final de su vida. Pero lo que hace inmortal a los efectos históricos a la poesía de Bello es su obra neoclásica en un país, vaya paradoja, tomado por el viento más romántico (y moderno) que pueda imaginarse: la gesta bolivariana.
No huelga insistir, entonces, en que la sucesión de Bello no responde a un unívoco catecismo literario establecido por el maestro, sino al motor de sus intereses, a la urgencia de su afán creador, que lo lleva a concebir las repúblicas nacientes bajo el influjo del orden clásico y no de la revuelta romántica. De allí que el ecumenismo de sus intereses lo haya hecho un humanista. Si Bolívar lo revolucionaba todo, Bello se otorgaba a sí mismo el trabajo del organizador. Probablemente pensaba: ¿quién ha visto que el ánimo que destruye lo aborrecido es el mismo que construye lo deseado? Lo que identifica a los cuatro grandes sucesores de Bello es su impronta de humanistas más que la comunión con un credo literario que, por lo demás, ni en el mismo Bello fue único.
Pero si el cuerpo completo del romanticismo nuestro, como movimiento poético, fue posterior al Bello de la Silva, hay que establecer que se trata de un romanticismo que nos llega, mayoritariamente, desde los puertos de España. Y esto es sumamente importante para comprender el primer romanticismo venezolano. En España, entonces, lo que se conoce como la modernidad no había tenido lugar, y una prueba de ello, entre otras muchas, es que las ideas de Miranda y de Bolívar no encuentran fuente allá, sino en Inglaterra y Francia. Si los españoles hubiesen asistido como protagonistas al parto de la modernidad, probablemente la guerra de Independencia habría sucedido de otra manera o no habría tenido lugar. De modo que el romanticismo español que llega hasta las antiguas colonias americanas no es fruto de una vivencia cultural profunda; es hijo de una corriente literaria. Me refiero, por supuesto, al romanticismo en poesía: creo haber señalado claramente que el romanticismo político que articuló y procreó la guerra de Independencia sí gozó de una absoluta legitimidad. Corrijo: más que legítimo, quise decir genuino.
Todo lo anterior explica, quizás, por qué el mejor poeta romántico que tuvo Venezuela fue uno de los últimos: Juan Antonio Pérez Bonalde. No es casual que la formación poética de este bardo excepcional, gracias al exilio político, haya ocurrido en Nueva York y en su periplo de viajero pertinaz por Europa, Asia, Suramérica y África. No solo dominó el alemán y tradujo a Heine (El cancionero), sino que hizo suyo el inglés y vertió al español «El cuervo» de Poe en una versión que todavía se celebra como una de las mejores. La vuelta no puede ser más completa: el mejor romántico nuestro es el que bebe en sus lenguas iniciales: el alemán y el inglés, pero no es el primero, cronológicamente, sino uno de los últimos.
Los historiadores y críticos de la literatura venezolana hablan de dos y hasta de tres promociones de poetas románticos. Picón Salas alude a dos camadas y Lubio Cardozo establece tres en su libro La poesía lírica venezolana en el siglo XIX. Pero si el primero es lapidario en cuanto al valor del romanticismo poético criollo —con las solas excepciones de Pérez Bonalde y Sánchez Pesquera—, el segundo llega hasta a entusiasmarse con la producción romántica, sobre todo con la de las dos primeras promociones. Uslar Pietri no concede un ápice y afirma, en su libro Hombres y letras de Venezuela, refiriéndose al romanticismo criollo: «Borrosa poesía de empalagosa sentimentalidad, o de retóricas frialdades. No había traza de poeta grande, y los llorosos o académicos versificadores parecían cortados de la fuente de la poesía» (Uslar Pietri, 1953: 936). A pesar de los juicios precedentes, entremos en el bosque de nuestro romanticismo. Sospecho que ni la lápida con que quiere condenársele al olvido ni el elogio desmedido dan en la diana de la justa entidad de este clima creador.
En algunas antologías de poesía venezolana suelen incluirse dos nombres: Antonio Ros de Olano y José Heriberto García de Quevedo. Ambos nacieron en Venezuela, pero mientras Ros de Olano jamás regresó a su aldea natal, García de Quevedo lo hizo en su condición de encargado de negocios de España en Venezuela. Ros de Olano era hijo de un funcionario de la Corona española en tiempos