Lo que pudo hacer en apenas cuarenta y nueve años es ya, de por sí, motivo de admiración. Cuatro etapas advierto en su vida. Una primera (1810-1821), más determinante de lo señalado hasta ahora, que va desde alrededor del año de nacido hasta los once. Su infancia ocurre en Santo Domingo, a donde ha ido con sus padres, ya que su madre es dominicana: no así su padre, zuliano hijo de catalán y miembro de una familia con recursos económicos considerables. De modo que los recuerdos de su primera infancia no están ligados al lago ni a Maracaibo. El segundo período (1821-1835) está signado por su vida cuartelaria, por los dos años en Bogotá y por la política. Todo este período es resumido por el propio Baralt, según se desprende de la anécdota recogida por Arístides Rojas, mediante tradición oral, también referida por Grases en su microbiografía de Baralt: «Mi escuela estuvo en los campamentos y los cuarteles desde 1821 a 1830. Mientras que mis compañeros perdían el tiempo en bagatelas, yo leía y releía los principales clásicos españoles que llegaban a mis manos, los cuales casi conozco de memoria, pues de coro puedo repetir párrafos de muchos de ellos» (Grases, 1959: 7). El tercer período va de 1836 a 1841. Es la época en que su afición por los estudios históricos toma musculatura profesional y el Gobierno del general Páez le encarga, junto a la Geografía de Venezuela, ya solicitada a Agustín Codazzi, la escritura del Resumen de la Historia de Venezuela. Este libro se publica en París, ciudad a la que viaja junto a Codazzi a tramitar la publicación de las obras. La cuarta y última etapa (1841-1860) es la del escritor, el filólogo, el lexicógrafo y el poeta, íntegramente vivida en Europa. Los primeros meses en Londres, en la delegación diplomática venezolana, donde le ha sido encargado el estudio de todo el asunto de la Guayana inglesa y Venezuela, motivo por el cual se traslada a Sevilla, a hurgar en los archivos, y reside allí entre 1841 y 1844. Luego se muda a Madrid: ciudad donde conoce la gloria y la desgracia.
De estas cuatro etapas, a los efectos de su obra poética, la significativa es la última, ya que es la única en que escribió poesía. Su celebrado poema «Adiós a la patria» fue escrito en Sevilla en 1843, desde donde comienza a intuir que su deseado regreso no ocurrirá nunca y escribe:
Yo a los cielos en tanto
mi oración llevaré por ti devota,
como eleva su llanto
el esclavo, y su canto,
por la patria perdida, en triste nota.
Luego, en el camino de sus afanes poéticos en suelo ibérico, compone la «Oda a Cristóbal Colón» (1849), con la que obtiene el premio del certamen de poesía de El Liceo de Madrid. Ese mismo año publica el prospecto de una obra que no llegó a concluir, el Diccionario matriz de la lengua castellana, pero que le trajo el respeto de los académicos, al punto que en 1853 es el primer americano que ocupa un sillón en la Real Academia de la Lengua Española. Dos años después concluye su Diccionario de galicismos, y después cae en desgracia al prestarse a ser embajador de su Santo Domingo de la infancia en el reconocimiento de la independencia de esta república por parte de España. El enorme prestigio que había logrado de pronto se vio ensombrecido por materias ajenas a las que lo ascendieron hasta la cúspide. Esta contrariedad lo sume en la depresión y finalmente lo lleva a la tumba, cuando apenas contaba cuarenta y nueve años.
Pareciera que los triunfos españoles le restaron méritos a la hora de ser enjuiciada su obra por sus coterráneos. Nada más injusto. También pareciera que su dedicación al trabajo de lexicógrafo y filólogo le hubiese traído la desconfianza de sus lectores futuros. Si releemos su poesía, hallaremos una obra bien tramada que, sin ser un prodigio ni nada que fuese más allá de los cánones del neoclasicismo, no merece haber sido tratada como hasta ahora lo ha sido. Hago mías las palabras de Pedro Pablo Barnola, s.j. En uno de sus ensayos, refiriéndose a la corrección de los versos de Baralt:
Es que en parte así concibe el neoclásico su obra poética; dando lugar principalísimo a la expresión literaria correcta, pulida y elegante, sin escatimar gasto de palabras. Parece que su norma es: mira no solamente lo que digo, sino cómo te lo digo, qué palabras, qué giros y figuras de castizo sabor te ofrezco en cada verso; esto es poesía. (Barnola, 2012: 357)
No podemos juzgar la obra de Baralt comparándola con la de un romántico: sus caminos fueron otros.
La relevancia de Cecilio Acosta (1818-1881) es compleja. Me explico: cualquiera que visite los textos críticos sobre su literatura o el mapa de su biografía hallará enormes elogios sobre su persona y escasos comentarios sobre su obra. Todos los textos, sospecho que no hay excepción, se detienen con holgura en la santidad de su vida: paupérrimo desde el punto de vista económico; jamás contrajo matrimonio, estuvo hasta los cincuenta y ocho años bajo el mismo techo de la madre, profesándole una absoluta devoción; fue seminarista y observó los preceptos católicos como el más circunspecto de los devotos. Jamás abandonó la patria, casi que nunca fue más allá de los predios caraqueños y de su San Diego de los Altos natal. En el sitio fue haciéndose de un prestigio blindado y, al final de su vida, los jóvenes que bebían las aguas del positivismo, con cierto complejo de culpa cientificista, lo tuvieron como el bastión de la dignidad humanista, como el último humanista de la patria. Contribuyó mucho a esta leyenda la visita que le prodigara José Martí, acompañado de Lisandro Alvarado, cuando a Acosta el cuerpo ya no le respondía con presteza. Martí sintió que visitaba a uno de los últimos grandes humanistas de América. Toda la biografía de Acosta ha despertado ingentes simpatías, especialmente la manera como sobrellevó la condición de la pobreza y cómo de la nada se hizo de una cultura excepcional. También esplenden, en la carta de sus pasos sobre la tierra, sus posiciones políticas y sus reflexiones sobre la enseñanza y el mejor destino de la nación.
Además de su libro, Cosas sabidas y por saberse, los discursos, los artículos y las cartas forman parte del material que pudo recogerse en sus Obras completas. Su poesía no es lo más importante de su trabajo. En casi todas las antologías aparece un poema suyo titulado «La casita blanca» que, evidentemente, refleja muy bien su humilde sindéresis, así como su manera de estar en el mundo. De sus otras composiciones líricas la opinión no ha sido muy favorable. A Felipe Tejera, en su libro Perfiles venezolanos, le parece que el soneto «A la libertad» deja mucho que desear, pero «La casita blanca» le resulta encomiable. En un ensayo especialmente perspicaz de Arturo Uslar Pietri sobre la vida y obra de Acosta, en su libro Letras y hombres de Venezuela, creo que da en el clavo sobre su significación, justo en el momento en que el positivismo avanza: «Acosta se duerme en la muerte antes de que esa transformación ocurra. Él muere en la frontera del positivismo. Antirromántico y progresista como él, pero divergente de un idealismo profundo, de su ética cristiana y de su catolicismo raigal» (Uslar Pietri, 1953: 935). El magisterio de Acosta parece estar muy ayudado por la limpieza ética de su conducta personal. Fue un símbolo de una época y resumió en sí mismo el espíritu humanista que también animó al fundador de la poesía nacional.