El buen nivel de ejecución —y de composición— alcanzado por la música en la Venezuela colonial, de acuerdo con el juicio de los conocedores de la materia, no se corresponde con el de la expresión poética: esta vuela menos alto. Las tertulias de los Ustáriz, y particularmente lo que de ellas se estampó más allá de la oralidad, se ciñen al territorio del canto apacible, bucólico, discretamente virgiliano: construcciones líricas pensadas más para el escenario de la velada y para agradar a la audiencia que para darles salida a las tormentas del espíritu. Pero si los logros poéticos fueron menores, incluidos los del Bello joven, los referidos al dominio de las ciencias jurídicas y el pensamiento no fueron despreciables. No pretendo afirmar, obviamente, que estos alcances fueron fruto de las tertulias en casa de los Ustáriz. Señalo, eso sí, que entre los contertulios estaba Sanz, quien pudo hacer aportes valiosos, fruto de su discurrir organizado y de su voluntad. Si fuésemos a resumir en dos apellidos, de los muchos que bebieron de las aguas de casa de los Ustáriz, estos serían los de Sanz y Bello. Ambos, sin demeritar a los otros, trascendieron con sus obras más allá de la anécdota o del ditirambo. Podría decirse más: si ellos no hubiesen participado de estas tertulias, probablemente estas habrían sido registradas por la historiografía por su filón exclusivamente circunstancial y, en verdad, no ha sido así. La historiografía las rescata atribuyéndoles una importancia principal. De hecho, Picón Febres las tiene como el escenario donde nació la literatura venezolana, por más que su juicio sobre los bardos de esta promoción sea lapidario: «Pero de aquellos literatos y poetas, bisoños, poco instruidos en el arte, ignorantes de los buenos modelos castellanos, sin mayores alcances ni gallardía de imaginación, y por añadidura amanerados en fuerza de la imitación pseudoclásica imperante, apenas quedan hoy los nombres y algunas de sus obras, de muy escaso brillo y mérito en el fondo y en la forma» (Picón Febres, 1972: 134). Suponemos que de esta sentencia queda a salvo Andrés Bello.
En verdad, aquella élite que se reunía en casa de los Ustáriz había leído con atención, en el mejor de los casos, a los clásicos latinos y a algunos autores peninsulares. El tiempo demostró, más adelante, que el mejor lector de aquella camada había sido Bello, quien, antes, llegó a trasegar el Quijote, siendo prácticamente un niño. Los aires poéticos de aquella Venezuela finisecular y de principios del siglo XIX, para los que no dominaban otro idioma que el español, eran los de la madre patria. De modo que el barroco colonial convive —aunque cediéndole el paso— con el neoclasicismo que Picón Febres llamó, en uno de sus arranques de guillotina: «la imitación pseudoclásica imperante». Es en este ambiente de prosperidad económica, pero de precariedad cultural, donde va a prender la mecha del espíritu revolucionario. Precisamente, a las propias tertulias de casa de los Ustáriz asistía un alumno de Bello llamado Simón Bolívar e incluso, con frecuencia, tertulias alternas llegaron a ocurrir en la casa de los Bolívar, frente a la plaza San Jacinto. Son estos los años decisivos en los que va gestándose lo que luego estalla definitivamente en 1810. Y es entonces cuando tiene lugar aquel viaje, fundamental para el destino de la futura república, en el que se embarcan Bello, Bolívar y López Méndez, con rumbo a Inglaterra, a encontrarse con el conspirador mayor: Francisco de Miranda. Del frío nunca más regresaría Bello a Caracas: diecinueve largos y difíciles años lo esperan en el laberinto londinense, antes de ser acogido definitivamente por Chile como el maestro que llegó a ser. Para el momento de zarpar de La Guaira, apenas tiene veintinueve años.
El ambiente literario en que Bello recibe sus primeras influencias, como hemos visto a lo largo de estas páginas, es el de la Caracas donde transcurre su infancia y juventud. Este es, en pocas palabras, un ámbito que se debate entre el eco del barroco colonial y las propuestas del neoclasicismo. Este se fundamentaba en una actualización de los conceptos estéticos de la Grecia clásica. El neoclasicismo que llegaba hasta estas costas tropicales venía matizado por el crisol ibérico, pero en su esencia mantenía su teología: la razón está en el centro del proceso creador; la emoción y los sentimientos son compañeros peligrosos, que pueden llegar a desdibujar la nitidez de la construcción querida. La abstracción toma el lugar de lo carnal; la ambición universalista suplanta al rasgo individual. En el corazón del neoclasicismo late el ideal de la inmutabilidad, de la ortodoxia, de lo unívoco.
Sin embargo, si bien es cierto que la tendencia dominante era neoclásica, es posible encontrar rasgos prerrománticos en algunas de las composiciones del propio Bello. Es el momento de recordarlo: la imprenta llega en 1808, Bello se va para siempre en 1810, de modo que las composiciones poéticas que tejió en aquellos años no podían ser publicadas. De hecho, las editó muchos años después e, incluso, algunas no fueron propiamente publicadas por él, sino salvadas en la memoria de algunos compañeros que las habían aprendido, oyéndoselas declamar al joven Bello en casa de los Ustáriz. Pero ya este es el tema del próximo capítulo.
Andrés Bello y el proyecto americano
Si Andrés Bello (1781-1865) hubiese permanecido en Caracas durante los años que se inician con el 19 de abril de 1810 y culminan con la muerte de su compañero de viaje, Simón Bolívar, en 1830, es sumamente probable que no hubiese podido construir una obra. Aunque esta hipótesis no hay manera de comprobarla, no por ello es menos cierto que su permanencia de diecinueve años en Londres fue, más que beneficiosa, fundamental. Seguramente, si al propio Bello alguien le hubiera esgrimido esta tesis, su respuesta habría sido una mueca de desacuerdo. La vida de Bello en la capital de Gran Bretaña no fue miel sobre hojuelas. No solo vivió tan pobre que alguna vez temió acercarse a la mendicidad, sino que se hizo viudo y vio cómo sus hijos pequeños mordían la arena cruel de la orfandad. Sin embargo, sobrepuesto al infortunio de la pérdida, volvió a casarse y tuvo más hijos, pero con semejante proyecto familiar no hubo ingreso salarial que lo alejara de la pobreza.
La vida de Bello puede organizarse en tres etapas. Una primera, que comienza con su nacimiento en la Caracas colonial y culmina con el viaje a Londres en 1810; una segunda, que se inicia el día en que llega a la casa de Miranda, en la Grafton Way de Londres, a los veintinueve años, y que concluye en el instante en que zarpa hacia Chile, a los cuarenta y ocho; la tercera y última es la plenitud chilena, que concluye con su muerte, a los ochenta y cuatro años, en 1865. Estas tres etapas vitales dan pie para organizar, también, su obra poética: del período caraqueño nos queda su lírica bucólica, aquella que Picón Salas llamó «sueño virgiliano», aquella que se declamaba en casa de los Ustáriz y que luego fue publicada por Bello, después de haber pasado por el crisol de sus severos criterios selectivos. No es esta su etapa poética luminosa.
La segunda etapa va de la mano de sus años londinenses, de su rutina diaria de asistir a la biblioteca del British Museum a leer fervorosamente. Los bibliotecarios lo reconocían y le respetaron la costumbre de ocupar el mismo sillón, frente al mismo escritorio, durante casi veinte años. Allí estaba mister Bello leyendo, investigando, navegando entre folios y lomos de cuero que contenían el intento de organizar el mundo. Sobreviviendo como preceptor de los hijos de primeras figuras de la política inglesa, mister Bello combina sus días entre la enseñanza y la investigación, entre la lectura y la escritura. Hacia 1823 le da forma a un proyecto editorial: ese año sale la revista Biblioteca Americana, órgano que anima la Sociedad de Americanos en Londres, a la cual está afiliada Bello, y en ella se publica su «Alocución a la Poesía». La revista tuvo, como era de esperarse, corta vida, pero no ocurrió lo mismo con el entusiasmo de Bello. Esta vez se embarca en un proyecto solitario: hacer otra revista que llevará por nombre Repertorio Americano. En el primer número publica la «Silva a la agricultura de la zona tórrida». Corre el año de 1826.
Según Emir Rodríguez Monegal, en su libro El otro Andrés Bello (1969), en estos años (1823-1826) se produce un cambio sustancial en el caraqueño.