El coro de las voces solitarias. Rafael Arráiz Lucca. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rafael Arráiz Lucca
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412145090
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que el lance personal, el duelo a muerte, y así fue. Le propinó una herida definitiva a su adversario y pagó con la cárcel aquella asunción de la justicia en mano propia. Ocho años de prisión castigaron su juventud; pero, al salir de ella, lo esperaba otra algunos años después: la que le infligiría el tirano Gómez por sus actividades conspirativas. De modo que un hombre que va a fallecer en Madrid, a los cincuenta y un años, casi la mitad los ha pasado en la mazmorra. De allí que él mismo firmara sus artículos con el pseudónimo de El Enlutado, ya que su vida estuvo signada por la tiniebla carcelaria, humillante.

      A pesar de esta vida castigada, Arvelo publicó lo que, por lo general, escribió en la cárcel: Enjambre de rimas (1906), Sones y canciones (1909) y algunos otros poemas que no recogió en libro. Aunque su producción poética no fue abundante, los libros que dio a la imprenta, años después, le han valido el aplauso de la crítica; de allí que Márquez Rodríguez afirme: «Todo ello avala nuestra afirmación de que este poeta barinés es el máximo representante en nuestro país del modernismo poético» (Márquez Rodríguez, 1996: 22). Si bien es cierto que la calidad de la poesía de Arvelo es inobjetable, no es menos cierto que cuando publica sus libros ya el modernismo continental había dado frutos excelsos. El Ismaelillo de Martí fue publicado en 1882 y los Versos sencillos en 1891. Darío publica Azul en 1888, Prosas profanas en 1896 y Cantos de vida y esperanza en 1905. Julián del Casal publica Hojas al viento en 1890 y Nieve en 1892. Con estas fechas pretendo corroborar lo que creo haber dicho antes: en Venezuela el espíritu poético modernista florece después que en otros sitios o, dicho de otra forma, ninguno de nuestros poetas incubaba en sus entrañas la necesidad de buscar un lenguaje nuevo que expresara la modernidad con la misma intensidad con que se estaba viviendo, salvo el atormentado Blanco Fombona quien, lamentablemente, no ofrece lo mejor de su obra en la casa del poema, sino en la del ensayo. Esta observación no le resta valor a la poesía de Arvelo, pero la sitúa en un contexto histórico hispanoamericano, inevitable.

      Algo similar ocurre con la obra poética de José Tadeo Arreaza Calatrava (1882-1970), es decir, si tomamos en cuenta que los primeros poemarios de este autor son publicados en 1911, pues lo que aludíamos con relación a la poesía de Arvelo con la de este poeta se hace todavía más patente. El Canto a Venezuela y los Cantos de la carne y del reino interior fueron editados en la fecha citada, y Odas. La triste y otros poemas en 1913; ya el Canto a la Batalla de Carabobo y el Canto al ingeniero de minas son de la década de los años veinte. En estos años, precisamente en 1928, en el ejercicio de su profesión de abogado, es defensor de los implicados en la sublevación de abril en contra de la dictadura de Gómez, y esta defensoría le valió la prisión en La Rotunda. Estando allí recibe la amarga noticia de la muerte de su padre y, al parecer, la fuerte impresión que le causó el hecho le desencadenó un proceso de pérdida de sus facultades mentales. Desde entonces conoció la reclusión en un sanatorio en la isla de Trinidad y luego estuvo al cuidado de unas monjas tarbesianas en Caracas, en donde lo sorprendió el Premio Nacional de Literatura de 1965, cuando ya a sus calamidades se había sumado una parálisis de algunas de sus funciones motoras. Murió en 1970, sobreviviendo cuarenta años a aquella estocada fatal de la muerte de su progenitor.

      Distintivo de su obra, y no es poca cosa, es la fuerza épica que ofreció. Sus largos cantos son piezas de cuidada arquitectura y de valiosísima ejecución. Envuelven al lector en una atmósfera y no lo dejan escapar fácilmente de sus órbitas. Me refiero con especial énfasis a Canto al ingeniero de minas, una obra modernista tardía, pero no por ello despreciable.

      Aún menor en extensión es la obra poética de un personaje controversial: el sacerdote Carlos Borges (1867-1932). Un solo poemario publicado en su tumultuosa vida, siempre interpelada por la encrucijada de una pasión: el amor carnal y el amor divino. Si la nómina modernista nacional no fue abundante en aportes continentales, sí lo fue en vidas novelescas. A las peripecias legendarias de Blanco Fombona y las vidas trágicas de Arvelo Larriva y Arreaza Calatrava, se suma la del padre Borges: navegante entre las aguas de la lujuria y la beatitud. De aquella vida entre el altar y el lecho nació una poesía que para Salvador Garmendia le abre la puerta al erotismo en la lírica venezolana. La mayoría de sus versos fueron publicados en las publicaciones periódicas de su tiempo. Unas veces cantaba al amor divino y otras veces se extasiaba frente a las formas femeninas de un piano.

      Era un hombre contradictorio: después de abrevar en las aulas de la Facultad de Derecho, ingresa en el seminario a los veintitrés años, a pesar de las advertencias de sus amigos —entre ellos Manuel Díaz Rodríguez— que ya conocían los ardores eróticos de Borges. En 1894 adopta la sotana ya con la legalidad del que ha sido ordenado, pero al poco tiempo su espíritu anacoreta es doblegado por la llamada del deseo, motivo por el que se va del país, buscando sosiego. Regresa a Venezuela en los primeros años del siglo XX y se entrega a la escritura y a la fascinación del poder: se hace secretario de Cipriano Castro. Ya la profanidad de sus versos y la vida disipada que lleva le valen la suspensión eclesiástica, pero no abandona su veta religiosa. Se enamora perdidamente de una dama llamada Lola, que pasa a ser materia fundamental de su lírica encendida. Cae Castro, y Gómez no encuentra mejor destino para él que la cárcel. Cuando sale de ella, en 1912, está decidido a reanudar sus amores con Lola, pero esta fallece; entonces Borges estrena un nuevo capítulo: abraza las botellas de alcohol desesperadamente. De pronto la luz divina lo rescata, vuelve al redil eclesiástico y abjura de su vida libertina pasada desde el púlpito de Barquisimeto. Allí vuelve a enamorarse y, mientras eleva sermones cristianos, su pluma se detiene en los placeres mundanos. Vuelve a viajar y se especula que lo hace esta vez con su enamorada. Regresa y vuelve a la iglesia, donde le es entregado el cuidado católico de un asilo de enajenados y luego el del Cementerio General del Sur: la locura y la muerte en sus manos, pues. Concluye sus días religiosos reconciliado con el tirano Gómez y expresándole su gratitud en loas a su magnanimidad.

      De semejante resumen biográfico se desprende un hecho cierto: cada tumbo que daba era asumido con el fervor de los conversos. De allí que sus poemas religiosos sean verdaderas jaculatorias y sus versos eróticos estén tomados por el ímpetu de los amores prohibidos. En su palabra poética anidaba la luz, pero su circunstancia personal lo embargó de tal manera que su obra no fue asistida por la persistencia necesaria. Lástima.

      El criollismo: vuelta al llamado de lo propio

      De entrada tomo partido en la discusión sobre si las manifestaciones criollistas en poesía deben llamarse así o, como también se les ha denominado, «nativistas». La distinción es extraña: no encuentro ninguna razón de peso para que a lo que se manifiesta en narrativa se le llame «criollismo» y para lo mismo en poesía se le denomine «nativismo», de modo que asumo el término con el que titulo el capítulo, zanjando, por mi parte, de una vez la diatriba.

      Si el criollismo encuentra a Luis Manuel Urbaneja Achelpohl como uno de sus máximos cultores en narrativa, en poesía el nombre de Francisco Lazo Martí es inevitable. Tanto en un género como en otro, la savia que nutre el criollismo es la búsqueda de lo propio; de allí que no sea gratuito su florecimiento cuando el modernismo ha tocado a la puerta en Venezuela, aunque ya antes, en las manifestaciones parnasianas, brillaba el cosmopolitismo que exasperaba a los criollistas. Incluso antes, en cierto romanticismo viajero, también esplendía el mismo cosmopolitismo que moviliza a los criollistas a pronunciarse en contra. De allí que el criollismo sea una suerte de llamado al orden nacional, al orden conservador de lo propio, frente a lo que para ellos eran los devaneos exóticos del modernismo. Es difícil entender el uno sin el otro, aunque es preciso decir que el criollismo no fue una reacción aislada frente al cosmopolitismo modernista. Encontró sus antecedentes nada menos que en el fundador de la poesía venezolana: Andrés Bello, y en un poeta zuliano de señalada finura: José Ramón Yepes.

      También hay que consignar otro aspecto esclarecedor: el criollismo surge como bandera de una sociedad rural que ve amenazada su querencia por el avance del proceso urbano. La Venezuela finisecular incluye en el menú del día el enfrentamiento ciudad-campo con mucha acritud, especialmente por parte de los defensores de la vida rural, que siempre levantan el estandarte de la sanidad campesina frente a la perdición citadina. Este fácil esquema está