Encuentro justificada la objeción, pero no concluiría tan pronto en que la indicación de Lacan sea algo “completamente fuera de propósito”. Cabe advertir por otra parte que la autora no dice que lo sea, sino que lo parece, y más adelante admitirá cierta pertinencia en lo que Lacan postula bajo una forma interrogativa. A mí me parece más bien que la Sra. Soler, como otros autores, intuyen que hay algo terrible en responsabilizar a las mujeres por la persistencia del ideal monogámico. Acaso tan terrible como echarle la culpa a los judíos de la entronización del monoteísmo. La consideración crítica del planteo de Lacan se divide en dos preguntas, que en realidad ponen en juego cosas muy diferentes: a. ¿se sostiene el matrimonio? y b. ¿es por la incidencia de la sexualidad femenina que se sostiene?
Con respecto a la primera cuestión, se invocan las estadísticas. La tasa de divorcios aumenta y también la de las parejas que evitan el matrimonio y optan por la unión civil. Otras configuraciones aparecen como alternativas: las familias monoparentales y los matrimonios homosexuales. ¿Se sostiene el matrimonio hoy? Colette Soler admite con pertinencia que si hay todavía gente que se le opone por motivos ideológicos es porque alguna vigencia continúa teniendo. Confieso que el tema me excede. Lo que como psicoanalista puedo afirmar con seguridad es que el poder de un ideal no reside en que sea practicado. No me preocupan las estadísticas, y recomiendo a mis colegas despreocuparse de esos chismes con entusiasmo. Hay ideales que nunca son practicados y sin embargo siguen siendo invocados como un valor al que se aspira. El respeto por la vida del otro, por ejemplo. Los ideales no requieren en lo más mínimo que el sujeto crea en el mensaje del que son portadores para hacer sentir su peso, y su función no reside en que su mandato sea cumplido. Lo cierto es que están allí más bien para no ser cumplidos, y eso es lo que la clínica nos enseña. Su fuerza está presente mucho más en las vías de su degradación que en los gestos que pretenden exaltarlos. Por eso me asombra el candor de quienes estiman el matrimonio como algo meramente contractual. Dado que se han atenuado las diferencias entre el matrimonio y la unión civil o de hecho, cabe preguntarse para qué casarse entonces si llegáramos al punto de que no hubiese diferencias prácticas entre ambas uniones. Nadie se detiene a pensar que la pregunta que hay que hacerse es otra, y que es fundamental para el clínico: ¿por qué no casarse? Si el matrimonio es inocuo, si no guarda diferencias con una unión civil, si su estatuto es puramente contractual, ¿por qué evitarlo? Cada vez más gente lo evita, dicen, y no es de extrañarse si se piensa en la relación del sujeto liberal con la castración. Si se lo evita es por algo, y esa evitación no lo hace menos consistente como ideal. Hay ahí un peligro, y acaso se haga bien en sortear ese abismo. Pero no por haberlo eludido el abismo deja de estar allí. El matrimonio no es inocuo. Perturba las relaciones con independencia de los desgastes de lo cotidiano que afectan a cualquier convivencia. Genera inhibiciones, síntomas, angustias y divorcios. Es, sin lugar a dudas, lo que Freud hubiera llamado ein bedenklicher Akt –un acto crítico, arriesgado, serio. Por civil que lo concibamos, todavía carga con un elemento ideal, tal vez religioso, que prescinde de la creencia para ser eficaz. Muchos sustituyen la ceremonia religiosa por otra que se pretende laica, pero eso no conjura lo ceremonial en sí. Basta celebrar un aniversario para haber introducido ya este factor angustiante vinculado a lo que en La ética del psicoanálisis Lacan llama el peso de lo real. ¿Quién está a la altura de ese acto que, como todo acto, atañe a la cuestión del comienzo? No importa con cuánta liviandad la pareja considere esa unión; no hace falta que estén a la altura de los votos que toman. Lo que hoy vemos como “libertad” es la posibilidad que tienen las personas para repetir varias veces el mismo modelo, para sostener sucesivos ensayos monogámicos. No veo que la unión homosexual introduzca un modelo diferente. En cuanto a la familia monoparental, eso no tuvo que esperar a la modernidad tardía para existir. Muy cerca de donde me encuentro ahora hay lugares donde el medio social hace largo tiempo que es favorable a la existencia de esas familias que no son otra cosa que aquellas donde la madre cría a los hijos sola. Siempre me ha sorprendido cuán fácil se pasa por alto que la permanencia del padre, eso que se considera increíblemente “lo normal”, ha sido algo bastante raro según el contexto histórico y social. Y eso sin referirme siquiera a una presencia que sea eficaz. Sin conocer la historia del matrimonio, me permito poner en duda que haya sido en toda época y lugar una institución fuerte y de alegre bienvenida por ambas partes.
Todavía no tocamos lo importante. ¿Interesa en algo el matrimonio a la sexualidad femenina? ¿Concierne eso a la sexualidad de alguien? Hace reír, eso sí. El matrimonio es algo cómico. Tiene también un aspecto dormitivo, el del goce pretendidamente pacífico de la sucesión de los días y de una sexualidad que se querría normativizada. El verdadero problema de la convivencia no reside en lo que pueda tener de arduo, sino en sus facilidades. Nada de esto parece interesar particularmente a la mujer. Tal vez sí a la madre, porque cuando Freud dice que una mujer hace de un hombre un hijo se está refiriendo al matrimonio. Es algo que la hipocresía de algunos intenta negar. La Sra. Soler admite que en ellas persiste todavía el anhelo de encontrar “el hombre”. En esto confirma la idea de Lacan acerca del ideal monogámico como ideal femenino. Recibir una marca simbólica, que no tiene que ser necesariamente la del matrimonio, puede ser algo importante para un sujeto habitado por un goce que podría extraviarlo. Eso le da un lugar en el Otro. El hijo puede cumplir también esa función. Si a menudo la cuestión del matrimonio tiene para una mujer una incidencia diferente a la que tiene en el hombre, eso no es necesariamente porque lo desee más que él. No es cuestión de estar a favor o en contra. Es algo, diría yo, en lo cual ellas “se fijan”, y tomaría los equívocos que la expresión puede engendrar. Es un parámetro importante que le sirve para localizarse, de una manera o de otra. Porque el matrimonio puede cumplir esa función simbólica también para la mujer que se abstiene de él.
¿Qué representa ver que el otro es portador de una alianza matrimonial? He notado que para los hombres en general eso no denota más que un estado civil de la mujer. Y muchos ni siquiera lo notan. Las mujeres pueden ver otras cosas. Una luz roja, una luz verde, o acaso una “falta de luces”. Pero a veces lo más significativo es que vean en eso que él, el portador, le ha dado una palabra en algún momento a una mujer. Es una dimensión del matrimonio que hay que tomar en cuenta sobre todo si se trata de la sexualidad femenina, porque en el ideal matrimonial no se trata únicamente del falo sino también de la palabra. ¿Hay algo más incierto y dudoso que la palabra dada por el hombre a una mujer? Si hay un lugar en el que hacer promesas resulta un salto al vacío, es ése, y no creo que haya otro que lo supere en insensatez. En la conferencia “Del símbolo y de su función religiosa” Lacan dice algo que tendremos que revisar a la luz de elaboraciones posteriores relativas al Otro barrado y su relación con el goce femenino:
“La palabra que se da es, por ejemplo, esta cosa absolutamente insensata que está constituida por ese acto delirante que consiste en decir a una mujer, ese ser curiosamente flotante en la superficie de la creación, “Tú eres mi mujer”. (Lacan, J. El mito individual del neurótico, Paidós, Bs. As., 2009, pág. 68).
Lo que se destaca es el estatuto de una palabra que se presenta como insensata, como falta de toda garantía más allá de su pura enunciación, y también como una palabra que se da. Es aquí que hay que tener mucho cuidado con el uso del verbo “dar”. Si en ese dar se trata de una oblatividad anal, de un acto sacrificial o de concesión por parte del varón, podemos estar ciertos de que entonces el erotismo de la mujer ya no está interesado. Si acaso está interesado, será de un modo que no es precisamente interesante. La palabra como acto únicamente se da por mediación de la castración: se da como algo que no se tiene.
El culto a lo nuevo y la palabra que hace el amor
Nuevas configuraciones familiares, nuevas feminidades, nuevas masculinidades, nuevas subjetividades, nuevos modos de la transferencia, nuevos fenómenos clínicos, nuevos caminos en psicoanálisis, el psicoanálisis de nuevo, nuevas formas de estornudar. La lista es larga. Se anuncian estas innovaciones con entusiasmo o con alarma. A veces son los mismos, y el tema entre los psicoanalistas parece ya un limón exprimido al que ya no se sabe cómo sacarle