Borges cuenta que una vez asistió a la representación de una obra de Shakespeare en la que los actores eran mediocres y la puesta dudosa. Sin embargo, la obra lo impactó. A pesar de la tosquedad de los instrumentos, Shakespeare se había abierto paso. Es la enunciación la que puede resultar afortunada o nefasta. Cuando se trata de la condición femenina hay que admitir que únicamente la poesía –entendida como función poética– tiene algo nuevo que decir. Siempre fue así, antes y después de Auschwitz. Es una función que no tiene nada que ver con la declamación, y que podemos encontrar en lugares insospechados. La poesía es la palabra que hace el amor. Lacan nos enseña a tomar esto al pie de la letra, porque se trata de la palabra que produce la significación amorosa en su dimensión de acontecimiento. No se trata del enunciado amoroso, ni de la retórica cuidada. Es la enunciación poética, original, la que “hace” el amor, la que lo hace suceder otra vez, de nuevo. Por eso resulta redundante afirmar que únicamente la poesía tiene algo nuevo que decir; porque el decir poético, el decir verdadero, siempre es nuevo. Todo auténtico decir conlleva lo eficazmente nuevo, por lo que la función poética de la palabra tiene importancia esencial en el erotismo de una mujer. Debe remarcarse que la castración es una condición necesaria para que esta dimensión de la palabra tenga lugar, lo que nos lleva al punto siguiente.
Ellas vienen degollando
Una encantadora dama dirigía la visita al Colegio Nacional de Buenos Aires recordando los tiempos en que ella y sus compañeras eran las primeras mujeres –once, si no recuerdo mal– que ingresaban a esa institución. Hacía notar que en el presente la proporción de mujeres y varones era equilibrada, pero agregó que en cuanto a los promedios de calificaciones las chicas de ahora “venían degollando”. La figura no dejaba de tener su interés, no solamente por ser algo que se dice en todas partes, sino porque es la expresión de un fantasma muy frecuentado. Me gustaría saber cuándo, en qué época, las mujeres no vinieron “degollando”. La expresión, por excesiva y fantasmática, no deja de ser verdadera en la idea de que una mujer puede castrar al hombre en más de un sentido. Eso no deja de tocar cierto real de un deseo femenino al que la castración del varón le es esencial. Pero el hecho de que ellas rivalicen con los hombres y que se enfrenten con ellos en una lucha cómica o trágica, es algo que nunca antes se había visto, según dicen. Y es verdad que, en apariencia, la irrupción masiva de las mujeres en esos escenarios donde se disputa por el poder y por el dinero es algo nuevo. Las chicas de ahora van al frente y además son rivales de los hombres. Ellas se permiten “sacar la perra”, y no solamente ladran sino que también muerden. Lo único que tengo para objetar es que tal vez las chicas de antes no eran, como el candor de muchos parece imaginar, más buenas que Lassie. Y tal vez ni siquiera ella era tan buena. Según me han contado, como la mujer, había más de una, y hasta existe la posibilidad de que fuera un travesti. Pero consideremos apenas este comentario:
“Tras algunos progresos llegamos al estadio del rival, relación del modo imaginario. No hay que creer que nuestra sociedad, a través de la emancipación de las mujeres, lo tenga como privilegio. La rivalidad más directa entre hombres y mujeres es eterna, y se estableció en su estilo con las relaciones conyugales. En verdad, solo unos pocos psicoanalistas alemanes imaginaron que la lucha sexual es una característica de nuestra época. Cuando hayan leído a Tito-Livio sabrán del ruido que hizo en Roma un formidable proceso por envenenamiento, del que salió a luz que en todas las familias patricias era corriente que las mujeres envenenaran a sus maridos, que caían a montones. La rebelión femenina no es cosa que date de ayer”. (Lacan, J., El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Barcelona-Bs. As., 1984, págs. 392-393).
La rebelión femenina no es cosa que date de ayer, y no se trata solamente de la rebelión contra los abusos de los machos. Es bastante más que eso. Se trata de algo vinculado a la estructura misma de las relaciones del sujeto con el orden del lenguaje. Es la rebelión que se alza ante la constricción de la singularidad de lo real por la pretensión de universalidad del discurso. La lucha de los sexos debería ser reinterpretada en un sentido más profundo que el de una pelea por un bien fálico cualquiera. Se argumentará que la forma de la rivalidad es hoy sustancialmente diferente. Ahora ellas tienen el acceso a las herramientas del poder, y eso habrá borrado de la persona femenina su inquietante dimensión de Otra. Es razonable, pero un poco ingenuo. No siempre la habilitación de la opción fálica será la vía preferencial para una mujer. Llamo “opción fálica” al recurso al poder propio y a la acción directa. Debe estarse preparado a enfrentar la posibilidad que una mujer desprecie en algún momento esta opción preferencial y opte por lo que yo llamaría la opción femenina, que es la de servirse del falo del otro. Cuando una mujer se sirve del falo del otro está demostrando que se las puede arreglar sin títulos de propiedad. Esto, por ser más femenino, no necesariamente es mejor. En una entrevista a Gabriel García Márquez se le preguntaba por qué razón una de las mujeres de sus relatos, sometida y explotada por su abuela desalmada, la hace matar por el amante cuando podía haberlo hecho ella misma. ¿Por qué no tomó el puñal y acabó con la vieja malvada? La respuesta del autor fue interesante. Ella cree en el poder del amor. Lejos de la sensiblería moderna, eso muestra la posición de quien hace actuar al otro sin detentar el lugar de la autoridad.
Me inclino a pensar que cierta ficción de la mujer “moderna” es –por moderna, y no por mujer– como esos leones de cerámica que se pueden comprar en los negocios del barrio chino. Su ferocidad es inocua. Es un perfil de mujer muy ligado al orden del contrato y el intercambio justo, construido para evitar la figura del Otro absoluto, para no asustar al hombre apareciendo como una “de las que te hierven el conejo”, como decía una analizante refiriéndose al personaje de Atracción fatal. Sin llegar a esos fantasmas masculinos tan extremos (presentes en las mujeres también), hay algo verdadero en que una parte de la feminidad se niega a toda negociación. Lacan dice que la mujer antigua exigía, sin concesiones, lo que le correspondía. Era inexorable, y eso es lo que decimos de alguien que no se aviene al circuito de la demanda. Al revés, si hay algo que la clínica actual nos muestra es que mujeres de cierto perfil les ahorran a los hombres el trance de tener que ser hombres. Es la que comprende y razona, no exige ni hace “planteos de novia”. El compromiso no es lo que está en juego, sino su condición de mujer que no es tenida en cuenta por el otro ni por ella misma. Más que “una mina piola” parece empeñada en ser casi un “tipo macanudo”. Los pantalones pueden ser llevados ahora por las mujeres y son tan seductores como las faldas, según cómo se los lleve. Con independencia de eso, estimo que el gesto de “levantarse la falda” tiene un desenfado y una libertad que no encontramos en el de “bajarse los pantalones”. Es solamente una imagen. Pero es una en la que intuyo algo que vale más no explicar. Lejos de toda obscenidad, encuentro ahí la metáfora de algo cuya condición es necesaria para preservar la humanidad del mundo. Un gesto que, desde luego, habrá de seguir aconteciendo donde haya mujeres, aunque las faldas ya no existan.
¿Las mujeres ya no se nos resisten?
“Usted es de esas pacientes que hacen quedar mal al médico”, le dijo el especialista a la mujer que mostraba todos los signos de una enfermedad, pero tenía otra. La relación del facultativo con su paciente es una metáfora de la pareja hombre-mujer. Una masa de dos, en la que se espera un mutuo entendimiento. Pero no siempre son una pareja bien avenida, como lo muestra el sueño con el que