La condición femenina. Marcelo Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789878372334
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mujeres actuales”? ¿Las de Uzbekistán son menos actuales que las de New York? Sostengo este reparo porque si hay algo que deberíamos haber aprendido de la feminidad es que lo real no es un todo, como nos lo recuerda Lacan en la clase del 15 de abril de 1975 en R.S.I. y que por eso hablar de “la época” introduce la misma ilusión de totalidad que nos captura como cuando damos por seguro “el universo”. Sería más prudente juzgar nuestro tiempo al modo en que Freud comparó el aparato psíquico con la ciudad de Roma: diversas épocas coexisten simultáneamente en la misma calle.

      Aparte de eso, un psicoanalista de orientación lacaniana no puede soslayar lo que debería funcionar como premisa de cualquier debate sobre las mujeres y “la época”. Y es que si la enseñanza de Lacan postula que “La” mujer no existe, entonces no se entiende bien qué significaría decir que en nuestra época “La mujer” habría cambiado. No faltan los que afirman con soltura que ha cambiado incluso en su modo de gozar, como si tuviésemos muy en claro ese modo de gozar y el modo de influir sobre él, porque dan por supuesto que los cambios sociales han influido en el goce. No se dan cuenta que eso significa sostener que el goce femenino, ese del cual una mujer misma nada sabe, sería influenciable por el discurso de los poderes dominantes, como si nuestros artificios técnicos o jurídicos pudieran pulsar esa cuerda. No lo negamos de plano, pero no hay nada menos seguro.

      La letra de un foxtrot que fue popular en Buenos Aires en los inicios del siglo XX decía: Antes femenina era la mujer, pero hoy con la moda se ha echado a perder. El protagonista de esa queja se lamentaba de que las mujeres ya no guardaran el debido recato femenino y de que la modernidad las virilizaba. ¡Esto se decía en la década de 1920! La idea de que “las mujeres ya no son como eran antes” es un lugar común celebrado por algunos y deplorado por otros. Cabe preguntar cuánto debe esa creencia a la teoría sexual infantil, porque en última instancia, el deseo de que a las mujeres les crezca el falo no es otra cosa que la expectativa de que gocen del mismo modo que los varones. Así, este fetiche ideológico cumple la función propia del fetiche que es la de protegernos de la angustia ante la dimensión de la mujer como Otro absoluto. Nos exime de considerar su diferencia y permite mirar para otro lado. Se paga un precio, tarde o temprano, por esa ignorancia. Cuando se busca especificar en qué residiría ese cambio tan anunciado de la feminidad, los comentarios son un tanto decepcionantes porque no van mucho más allá de una vaga referencia a la promoción generalizada del goce fálico. Se proclama, con aprobación o rechazo, que las chicas de ahora serían más competitivas y agresivas, más asertivamente fálicas, menos pudorosas y más independientes. Cabe preguntarse si según las épocas y los contextos sociales faltaron alguna vez las mujeres capaces de sostener una conducta sexual “asertivamente fálica”. De todos modos, admitiendo que hoy eso ha sido elevado al rango de un ideal instituido, incluso obligado, la inclinación de las mujeres por el goce fálico no tendría que llamar tanto la atención, a menos que las pensemos como pimpollitos de alelí –una moneda que los hombres siempre estuvieron dispuestos a comprar. ¿No fue a fin de cuentas Freud el que dijo de entrada que la pequeña niña es como un “varoncito”, y que lo habitual es que su libido sea primordialmente fálica? Lo raro para Freud no era que las mujeres gozaran como los varones, sino que pudieran gozar de otro modo. Y no es raro únicamente para Freud, sino que se trata justamente de lo central de la cuestión. Con todo, y en lo que respecta a la promoción de lo fálico, soy de la opinión de la Dra. Dolto (Lo femenino), que pensaba que las mujeres no cambiaron tanto y que si ahora se muestran como “sexólogas consumadas”, sin embargo reprimen sus problemas afectivos tras las facilidades del goce fálico que las embota para la comprensión de lo que sucede con el Otro. Ella señaló además, con acierto a mi entender, que la idea de que el acceso al orgasmo habría de ser la panacea de todos los males ha sido una idea de hombre, como fue el caso de W. Reich.

      ¿La mujer ha dejado de ser el Otro absoluto? Las sociedades poderosas ostentan su elevado desarrollo cultural en el lugar que sus mujeres han conquistado. Decir que son el signo de su omnipotencia tal vez sea exagerado. El primer mundo trata bien a las mujeres. A las que considera como propias, hay que aclarar, aunque igual es dudoso que las sociedades que desprecian al inmigrante hayan superado eficazmente el rechazo a lo femenino. Sin embargo, he leído en un texto de una psicoanalista europea que en Occidente “ya no hay segregación del Otro”. Qué buena noticia. Seguramente otros europeos lo creen, así como algunos de mis compatriotas. Los de siempre. Pero matizaría mucho esa afirmación un tanto arriesgada y que en mi barrio, en Montserrat, calificaríamos como hybris. No parece que el cabecita negra, el judío, el gitano, el árabe, hayan dejado de existir. Ni siquiera el sale boche ha dejado de existir, a pesar de la Unión Europea. No fue hace tanto tiempo que Rosa Parks, una costurera negra de Montgomery, Alabama, fue arrestada en 1955 por negarse a ceder su asiento del autobús a un hombre blanco. Los estatutos de la ciudad la obligaban a hacerlo. Sucedió en “Occidente”, cuando todavía no se ha­bían promulgado las leyes de derechos civiles. Las cosas han cambiado desde entonces, por lo cual es oportuno traer un recuerdo personal. Un local de hamburguesas decoraba sus paredes con fotografías de temas diversos y previsibles. Entre ellas una mostraba a un niño rubio que compartía su hamburguesa con otro niño, negro. La escena era el símbolo de un nuevo orden, sin capuchas blancas ni cruces en llamas. Eso tiene una innegable importancia. La imagen no dejaba dudas, sin embargo, sobre quién era el dueño de la hamburguesa. También hoy los hombres colaboran en las ta­reas domésticas.

      Antes de considerar las nuevas imágines y los nuevos símbolos deberíamos tener en cuenta lo que Freud llamó “deformación onírica” –Traumentstellung– eso que permite al aparato psíquico representar siempre la misma escena con versiones radicalmente diferentes y que la hacen por completo irreconocible. La Otra escena, esa que es la que nos interesa a los psicoanalistas, es una escena en la que el tiempo no ha transcurrido de la misma manera y en la que los dinosaurios siguen caminando todavía. Es algo que algunos psicoanalistas olvidan. Por eso encuentro más prudente y freudiano lo que sostiene la Sra. Roudinesco cuando advierte que la sociedad liberal enmascara el odio al Otro bajo la compasión por la víctima, que es también un avatar del Otro. Deberíamos preguntarnos cuáles son hoy los nuevos avatares de la “buena chica” y de la mujer “degradada”. Sin duda son muy otros, y hasta podríamos preguntarnos si esas categorías tienen vigencia todavía. Tal vez no la tienen como instancias sociales rígidamente establecidas, pero sería aventurado sostener que ya no forman parte del existenciario femenino. Los íconos de Hollywood no nos muestran valores revolucionarios y una buena chica puede sostenerse bajo la investidura de la prostituta según cómo la presente la dialéctica narrativa. Es lo mismo que vemos en las revistas típicas del mercado cuando muestran artículos del tenor de: “consejos útiles para una noche hot”, todos ellos decentemente sexológicos, diferentes en su enunciado de los que daban las revistas similares hace cien años atrás, pero cuya enunciación sigue siendo la misma.

      Es verdad que el orden simbólico actual habilita la autonomía de la mujer, que ya no necesita del varón de manera forzosa para actuar en sociedad y formar familia. Pero lo que deberíamos considerar fundamental desde la perspectiva analítica es el deseo y no la conducta. El psicoanálisis no se ocupa de segmentos de comportamiento sino del destino del sujeto (Lacan), de su posición ante la castración, y esto implica al otro sexo. Por eso, desde esta perspectiva hay que tomar nota de que la obediencia de las mujeres al modelo tradicional de la familia patriarcal nunca impidió prescindir del hombre en el nivel del deseo, que es el único que importa dentro del campo que es el nuestro. Estar casada con un hombre, incluso estar sometida a él, no significa que se lo tenga en cuenta. La dependencia material y social que otrora sofocaba a las mujeres no garantizó nunca a los varones el tener un lugar en el deseo de la mujer. Una escena de El violinista en el tejado muestra al judío que ha vivido en la tradición (la acción transcurre en la Rusia zarista) preguntándole a la esposa si ella lo ama. La mujer responde con la enumeración de los deberes que cumple para él. No dice que sí. Y hay que decir que es la respuesta que la pregunta merecía, porque cometió la falta de llevar el amor al plano de la demanda. Lo cierto es que la “libertad” de elegir tampoco garantiza que hoy los modernos papás tengan un lugar en el deseo de las modernas mamás. Estas cuestiones que señalo no implican más