La condición femenina. Marcelo Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789878372334
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a la hora de considerar la sexualidad femenina en la medida en que sobre todo la mujer aparece como el motor y el objeto de esa emancipación promovida a través de una concepción pedagógica del proceso terapéutico. Nuestra crítica no objeta los ideales pero recuerda en primer lugar que la experiencia revela cuán problemática puede ser la noción de curación al dejarnos guiar por ellos. En segundo lugar, que los ideales progresistas son hoy tan eficaces en su poder de atontamiento como los de la tradición. Pero si el feminismo y el progresismo se llevan el premio mayor en su imposición de la zoncera fundamental que es la ilusión de una equidad del goce, hay que reconocer que ella no es ajena tampoco a ciertos puntos de vista conservadores. Las perspectivas de mutualismo y concordia de los sexos no han sido ajenas al medio psicoanalítico, donde los defensores del desarrollo concibieron la culminación de la cura analítica como el acceso a una relación matrimonial heterosexual, mutualista, monógama, armoniosa, oblativa, libre de ambivalencia e igualitaria. El narcisismo abarca todo el espectro político. La diferencia entre los partidarios del desarrollo y los del género es que los segundos cambian el tribunal de la naturaleza por el de la política. Hombre y mujer habrán de ser lo que los poderes políticos determinen que sean: un nominalismo radical que se opone a la orientación a lo real que detenta el psicoanálisis, porque en el fondo se concibe el género como algo aprendido y por lo tanto modificable a través de una acción política, pedagógica y terapéutica que podría cambiar los patrones de identificación. Esto ofrece las bases para una clínica de corte educativo que trabajaría sobre modelos identificatorios. No solo se desentienden de la perspectiva del goce sino que esencialmente rechazan la noción misma de inconsciente reinstalando la concepción pre-analítica del sujeto. Llevada al terreno de la psicoterapia, esta perspectiva se traduce en aquello contra lo que Freud nos previno cuando habló del orgullo –Ehrgeiz– terapéutico y pedagógico. Él advirtió a los evangelistas de la revolución sexual que el complejo de castración y el complejo de Edipo se constituyen y actúan de acuerdo con factores que no dependen de la educación y que escapan al control de los cuidadores del niño.

      Por muy a la izquierda que se ubique, el punto de vista genérico se concilia bien con los ideales capitalistas de felicidad personal, autonomía y autoconfiguración del individuo. Basta con leer los trabajos de los psicoterapeutas que adhieren a la corriente de género para verificar la decidida elisión de todo lo que toca a la dimensión del goce, al campo propio del psicoanálisis, a lo que Freud llamó “libido del objeto”. Reprochan a los psicoanalistas su “conservadurismo”, su inclinación a favorecer en la cura de las pacientes mujeres los caminos del matrimonio y de la maternidad. Es algo sostenido incluso por una psicoanalista lacaniana como la Sra. Soler quien aventura la idea de que además Lacan no obraba de otro modo (Lo que Lacan dijo de las mujeres). Lamentablemente no nos dice si ella misma obra de otro modo. El matrimonio y la maternidad son ideales que conservan su eficacia, pero hace tiempo que los poderes establecidos dejaron de recompensar la maternidad y pasaron a exigirle a la mujer otras cosas. Creo acertada la tesis de una psicoanalista argentina, Marie Langer, que afirmó en Maternidad y sexo, hace décadas atrás, que la maternidad no resulta ya tan funcional al sistema. Ella supo ver que el deseo de ser madre podía aparecer como algo que la mirada del Otro desalentaba e incluso censuraba. Los mandatos de emancipación son también imperativos del poder. Todo esto significa para el psicoanalista que se puede ceder en el deseo de más de una manera. Lo fundamental es que el analista no ceda en el suyo.

      Un hecho clínico habitualmente soslayado por las psicoterapias de orientación pedagógica y política es que entre los muchos destinos que puede tener el pene, como el ano, la boca, el hueco de la mano o cualquier otro artificio, el sexo de la mujer se destaca entre todos los otros en virtud de la angustia que provoca. Es fácil verificar que las consultas por impotencia son escasas en la homosexualidad masculina, mientras que en la heterosexualidad abundan con generosidad, y esto considerando únicamente el fenómeno de impotencia manifiesta, sin contar sus formas metafóricas y larvadas que suelen ser más importantes por el perjuicio que provocan. Se observa que el órgano supuestamente complementario y natural es el que más inhibiciones, síntomas y angustias suscita, de un modo tan extendido además que llama la atención que no se repare en ello. Que una mujer encarna lo real para el varón y para sí misma es un dato que los partidarios del género ignoran con eficacia considerable, por razones evidentes. Y es que a la vez que resulta imposible atribuir el fenómeno a una traba natural, imputarlo a una determinación ideológica denunciaría una torpeza de la que, por otra parte, son muy capaces. No parece que la democracia liberal y la prédica feminista hayan cambiado esto, porque el hecho se revela independiente de la apertura mental del caballero y de su medio familiar respecto de los derechos y las bondades de la mujer. Esa apertura ideológica no lo hace menos cerrado y retentivo en el plano de la sexualidad. La educación machista y la apología de las cualidades viriles tampoco tienen éxito en el asunto. El buen marido progresista y el troglodita chauvinista desfallecen ante portas con pareja tristeza y a pesar de los programas de educación sexual o los dictámenes patriarcales. La prevención y la higiene psíquica resultan todavía más obtusas cuando del erotismo femenino se trata. El psicoanalista no se hace ilusiones al respecto porque sabe que lo que está en juego son posiciones inconscientes determinadas por el deseo y no identificaciones genéricas que respondan a la demanda de los ideales instituidos. Ello no implica una declaración de fatalismo, sino que se trata de responder a estas cuestiones en el campo de la transferencia y desde el deseo del analista.

      No comprenden nada del psicoanálisis –ni quieren hacerlo– quienes creen que el falocentrismo es una cuestión política y pedagógica. Esto se vuelve más sensible todavía allí donde se detenta un igualitarismo combativo. ¿Quién no percibe que declarar “ni Dios, ni patrón, ni marido” otorga la consistencia máxima al uno-fálico que subyace a los tres? Una militante feminista y homosexual desplegaba un encendido alegato contra la hegemonía viril cuando declaró con voz alta y clara: “¡Yo creo en la superioridad del hombre!”. Como de inmediato le llamé la atención sobre lo que acababa de decir, con gran embarazo aclaró que su intención había sido decir que ella no creía en la superioridad del varón. Ya era tarde. Es muy difícil comprender para muchos que todo esto es un asunto de cuerpo y goce. Y resulta todavía más difícil admitir que eso no tiene nada que ver con la biología, porque se trata de un cuerpo recortado por el significante y de un goce que no tiene nada de natural.

      La lógica de los goces que Lacan despeja en las fórmulas de la sexuación no se encuentra rígidamente atada a la anatomía. Se repite siempre –es forzoso hacerlo– que un hombre puede inscribirse del lado femenino y viceversa. Es una afirmación lógica, sin duda, pero también conveniente a las modernas exigencias del discurso. Es obligatorio decir que cada uno tiene el derecho de inscribirse en uno u otro lado. Hasta nuevo aviso, con no poca frecuencia encontramos la lógica del goce femenino en mujeres. La existencia de hombres creativos, sensibles, democráticos y ecologistas no tiene nada que ver con la presencia en ellos de un goce femenino. Considerar que la independencia de las posiciones se­xua­das respecto de las condiciones de la morfología corporal es algo relativo, no implica una posición naturalista. La referencia a las consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica no es una referencia naturalista. La frase de Freud “la anatomía es el destino” representó y sigue representando el colmo del esencialismo para esa brigada de cagadores de perlas foucaultianas que parecen ignorar la diferencia elemental entre anatomía y fisiología. Incluso hay psicoanalistas que reniegan de esa frase, intimidados por las exigencias de la Santa Inquisición y el manoseo de la teoría analítica por parte de los mercaderes de la cultura. No hay que distraerse por mucho tiempo con esos folletines y sí tener presente que Lacan nunca tiró esa frase al cesto de los papeles:

      “Freud nos dice –la anatomía es el destino. Como ustedes saben, he llegado a alzarme en determinados momentos contra esta fórmula por lo que puede tener de incompleta. Se convierte en verdadera si damos al término anatomía su sentido estricto y, por así decir, etimológico, que pone de relieve la ana-tomía, la función del corte. Todo lo que conocemos de la anatomía está ligado, en efecto, a la disección. El destino, o sea, la relación del hombre con esa función llamada deseo, solo se anima plenamente