Todo sucedió en Roma. Anne Aband. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Anne Aband
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788494951930
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nada estiradas. No te miraban como haciéndote un escáner, para saber si estás mejor o peor que ellas.

      Un ambiente alegre a pesar de la sencillez de los coches y las casas, que seguro sería de ayuda para ella.

      Una joven alta, casi tanto como ella, morena y de ojos oscuros la esperaba en el pie de la escalera del número treinta y nueve, donde habían quedado. Vestía unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, lo que dejaba ver sus suaves curvas y su piel canela. Llevaba una coleta alta y una cascada de rizos oscuros le caía por detrás, sobre la espalda. Esperaba que no tuviera problemas en que ella fuera bisexual; de hecho, en los últimos meses había descubierto que se sentía mucho más cómoda y atraída por mujeres que por hombres. De todas formas, su cabeza siempre había estado hecha un lío.

      Estuvo enamorada de un compañero de clase durante muchos años, hasta que sus padres se encargaron de que le dejara. No era de una buena familia, según ellos. Así que desde los diecinueve se dedicó a relacionarse con todo tipo de hombres y mujeres. Con muchos de ellos se sintió utilizada, y, sin embargo, las mujeres siempre se portaron bien con ella.

      Vamos, lo que era estar confusa acerca de ella y su sexualidad. Y, sobre todo, acerca de los afectos. Creía que excepto su madre, su tía y, por supuesto, su querido hermano nadie la había querido de verdad. Una lágrima estuvo a punto de salir pensando en su hermano. Se contuvo pues ya llegaba.

      La casa era de color rojo burdeos con los marcos de las ventanas claras, y con unos cuantos años a sus espaldas. Tenía unos bonitos maceteros a ambos lados de la puerta principal, con unos arbolitos enanos, que parecían naranjos. Cuando florecieran, el olor a azahar que desprendería por toda la calle sería toda una delicia. Le recordó cuando viajó a España, a Valencia, donde la mayoría de las calles tenían naranjos en las calles. Aunque en realidad, poco pudo ver de esa hermosa ciudad. Casi todo el tiempo lo pasó borracha y en los bares donde había marcha y desenfreno.

      Renata se acercó a la joven, que se quedó bastante sorprendida. No esperaba encontrar a una belleza italiana con cuerpo de modelo, aunque con el pelo rapado casi al cero y de color tan rubio que parecía casi blanco. Llevaba unas gafas de sol enormes y un vestido de seda ligero estampado con unas flores suaves. Unas sandalias abiertas dejaban ver unos pies cuidados y largos.

      La sonrisa de Renata deslumbró a Alicia que se quedó casi sin palabras. Siempre hacía ese efecto en los demás sin poder evitarlo.

      Alicia le dio dos besos al estilo español y la hizo pasar, subiendo las cuatro escaleras de la entrada. En la casita unifamiliar, en el piso de abajo, vivían los dueños, un matrimonio alemán jubilado que se habían ido a vivir a Roma a disfrutar del buen tiempo y de la riqueza cultural de la capital italiana. Alquilaban a chicos o chicas extranjeros el segundo piso, tanto por el pequeño extra que les suponía como por la compañía de los jóvenes, que tanto apreciaban. Alicia llevaba con ellos cinco meses, junto con una compañera de trabajo que le ayudaba el alquiler, pero se volvió a España para casarse y ella no podía afrontar sola el alquiler.

      —El piso de arriba es un apartamento completo —explicaba la española —hay dos habitaciones y dos baños, uno para cada persona. La cocina y el salón son comunes. Tienes televisión y wi-fi en tu habitación. Y como yo trabajo durante el día, el piso sería solo para ti. Además, cada habitación puede cerrarse con llave, así que puedes tener tu intimidad.

      —Es bonito, desde luego —dijo Renata.

      Nada que ver con los lugares donde había vivido hasta ahora. Todo el apartamento era como su habitación, sin contar el vestidor y el baño, pero se veía limpio, sencillo y la chica era encantadora.

      —Trescientos cincuenta euros —le estaba diciendo Alicia —¿te va bien?

      —Sí, me va bien. Si me aceptas, me mudaría hoy mismo. No fumo y ahora mismo no trabajo. Bueno, en realidad soy escritora —contestó Renata pensando que justamente era lo que siempre había querido hacer.

      —Bien, podemos probar a ver si congeniamos —dijo la española— si nos llevamos bien, quiero decir —explicó ante la extrañeza de la palabra usada.

      Renata hablaba español con un delicado acento, aunque algunas palabras se le escapaban. Se dieron la mano y la italiana volvió al hotel a buscar su portátil y las dos maletas con las que se había ido del hospital, hace ya tres semanas.

      Sería todo un cambio; pero casi lo estaba deseando. La chica era vegetariana como ella y se le veía una persona tranquila, serena, lo que necesitaba con verdadera intensidad. Ojalá se aburriese mucho. Además, el acogedor salón estaba lleno de libros en varios idiomas. Se sintió libre por primera vez en muchos años.

      Gertrud se asomó al rellano de la escalera.

      —Alicia —llamó arrastrando la c —¿Qué tal esta chica? Errra muy bonita

      —Sí. Gertrud, —dijo Alicia bajando las escaleras de dos en dos— es muy guapa, pero tiene los ojos tristes. Me ha dado pena. No sé qué le habrá pasado, pero seguro ha sido grave.

      —Tu querrrida eres como la Madre Terrresa de Calcuta —le contestó la anciana alemana sonriendo— vas recogiendo todas las almas descarrriadas que encuentras. Eso es lo que más me gusta de ti.

      Alicia le dio un beso en la mejilla y volvió a subir al apartamento. Desde que llegó hacía unos cinco meses, los dueños de la casa se habían convertido en un remedo de sus propios padres, que encantados de que a su hija le cuidasen dos personas tan decentes, insistían en enviarles jamón de Teruel y vino tinto de Somontano cada mes para obsequiarles, lo que a los alemanes les hacía sentirse muy agradecidos y generosos con su hija.

      Ella era muy feliz en Italia. Después de que hace unos meses su novio y ella se «habían dado un tiempo» para pensar en su relación, ella no se lo pensó dos veces cuando su primo Alberto, compañero de estudios también en la facultad de veterinaria y que había llegado a Italia hacía dos años, le ofreció trabajo como psicóloga canina en su exitosa clínica.

      Y desde que ella había llegado, habían aumentado las consultas para reeducar a las mascotas italianas lo que le hacía replantearse volver a España o quedarse ahí para siempre.

      «Soy demasiado feliz aquí, con este maravilloso trabajo», pensó Alicia. Le encantaba el ambiente que se respiraba en Roma. Mucho más grande que Zaragoza, su ciudad natal, más ruidosa y desde luego llena de monumentos y museos, a los que adoraba visitar siempre que podía.

      Pero amaba a Jorge y aunque se habían dado un tiempo, tenía la esperanza de que algún día volverían. Incluso le había sugerido ir allí a trabajar, a vivir con ella. Sin embargo, él no quería dejar el despacho donde trabajaba y que pertenecía a su padre. Suponía que lo heredaría dentro de unos años cuando se jubilase. Lo aceptaba, ella quizá también hubiera hecho lo mismo. Así que, de alguna forma, estaba pasando el tiempo sin poner solución a esta penosa situación.

      —¿Dónde se ha ido ahora? ¡Localícela! —gritó Renzo a su asistente. La cara se le había congestionado por el disgusto.

      —Renzo, debemos dejar a la niña que viva un poco. Lo ha pasado muy mal —contestó su hermana Lorena, la única que se atrevía a contradecir al magnate más poderoso de Italia.

      —Tiene que volver a casa, que es su lugar, con la familia.

      —La familia solo le ha hecho llegar a donde está ahora mismo —terminó Lorena cortando a Renzo—. No te preocupes, yo me encargo de vigilar lo que hace y te mantndré informado, pero ahora ella necesita su espacio.

      El malhumorado italiano se giró hacia la enorme ventana dando por terminada la conversación. Su hijo se había muerto hacía tres meses y su hija, al saberlo, tuvo un accidente que casi le cuesta la vida. Casi perdió a los dos en un día. Un escalofrío recorrió su espalda.

      «No he sido un buen padre», reconoció, pero amaba a su familia ante todo. Su hermana pequeña tenía razón. Era la única que le