La razón de ello está en que se busca fundamentar el acontecimiento Jesús, el Cristo, tal como es accesible en el Nuevo Testamento[5]. Este principio es básico, porque de hecho se dan estudios sobre Jesús que fluctúan debido a que falta la fe en su condición de Hijo de Dios, reflejada sobre todo en los Evangelios. Es preciso, por tanto, tener una noción clara de que la cristología es una parte de la doctrina de la fe y, por tanto, ha de exponer de manera sistemática los datos sobre Cristo, tal como aparecen en el Nuevo Testamento[6]. «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios —sostiene el Catecismo de la Iglesia Católica[7]— es el signo distintivo de la fe cristiana». Así se deduce de las palabras de San Juan en su primera epístola: «En esto conocéis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios...»[8].
Es evidente que el Papa Juan Pablo II insiste en la perenne actualidad y presencia de Cristo, apoyado en el texto de Hb 13, 8, ya citado[9]. Así se define perfectamente la perspectiva del gran Jubileo, porque ante todo se trata de dirigir nuestra atención hacia la persona de Cristo, al tiempo que se nos recuerda, además, el doble aspecto de su misterio: una perfecta firmeza —Él permanece el mismo— y un poderoso dinamismo, que se propaga a través de todos los tiempos[10].
Así pues, lo que Jesucristo era ayer, lo es igualmente hoy y lo será siempre. Un apoyo solidísimo y perfectamente estable, de tal forma que para los creyentes ya no existe ningún motivo para buscar otro apoyo. Pero no se trata sólo de solidez y estabilidad. Por eso el autor inspirado, en la presentación del misterio de Cristo une siempre a la estabilidad la fuerza de su dinamismo. De ese dinamismo se derivan consecuencias para la vida cristiana, que debe caracterizarse por una constante fidelidad a Jesucristo, para que sea al mismo tiempo impulso generoso y no rígido inmovilismo[11].
Cuando repetimos «Jesucristo ayer, hoy y siempre», revivimos nuestra fe en Jesús glorificado junto al Padre. Reforzamos, además, la confianza en su capacidad para acudir en nuestra ayuda, así como el compromiso de dar paso en nuestra vida al dinamismo de su misterio, dinamismo de amor generoso que vence al mal, al mismo tiempo que acepta padecer, para mejor compartir y propagar la unión de todos en la caridad divina[12].
En el hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios había diseñado un esbozo de su eventual automanifestación en la historia, preparando de ese modo un «camino» para su irrupción libre en el tiempo y en el espacio. La encarnación del Verbo constituye esa entrada de Dios en la Historia, colmando así el anhelo supremo de los hombres. Pero al mismo tiempo, la humanidad del Verbo desde su plenitud creatural desemboca en Dios, donde alcanza su máxima realización. Por eso, «la encarnación de Dios es el caso supremo de la actuación esencial de la realidad humana, actuación que consiste en el hecho de que el hombre es aquel que se abandona al misterio absoluto que llamamos Dios»[13].
Por tanto, el dinamismo del misterio de Cristo va modelando a través del tiempo al hombre[14], renovado así en su imagen y semejanza con Dios, según el proyecto primigenio del Creador. Por tanto, en Cristo tenemos al nuevo Adán, el hombre nuevo, en fórmula de San Pablo[15]. En este sentido, «la vocación de la humanidad es manifestar la imagen de Dios y ser transformada a imagen del Hijo Único del Padre»[16]. Es San Juan el que nos recuerda que Jesús se autodefine como el Camino[17] o, lo que es lo mismo, el modelo que hay que imitar, o mejor aún, el hombre nuevo en el que nos hemos de transformar, mediante la gracia de Dios.
Esta doctrina de la identificación del cristiano con Cristo, hasta el punto de ser «alter Christus», o «ipse Christus»[18], está atestiguada desde los orígenes históricos de nuestra fe[19]. En realidad ya San Pablo afirmaba con audacia que es Cristo quien vive en él[20]. Y en otro momento, afirmará con claridad que para él vivir es Cristo[21]. Es una verdad que atañe a todos los elegidos: «...a los que de antemano eligió también predestinó para que lleguen a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él sea primogénito entre muchos hermanos»[22]. Léon-Dufour[23] recuerda cómo Orígenes estima que en Juan, símbolo de los discípulos del Señor, está Jesús mismo ya que es «mostrado por Jesús como otro Jesús. En efecto, si María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a su Madre: “He ahí a tu hijo”, y no “He ahí otro hijo”, entonces es como si Él dijera: “Ahí tienes a Jesús, a quien tú has dado la vida”. Efectivamente, cualquiera que se ha identificado con Cristo no vive más para sí, sino que Cristo vive en él (cfr. Gal 2,20) y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: “He ahí a tu hijo: a Cristo”»[24].
El Padre nos entrega al Hijo Unigénito, que al encarnarse se presenta «como realidad anticipada de una nueva posibilidad de existencia, como inicio de la nueva humanidad, como promesa de la liberación definitiva, es decir, como garantía de que el fin de la trayectoria humana no es la muerte sino la vida, una vida que por su definitividad llamamos eterna, y comienza ya en el tiempo»[25].
Con la Encarnación del Hijo de Dios la vida humana alcanza una nueva dimensión, o por mejor decir, se vuelve a la dimensión original que el pecado rompió. Más aún, la recuperamos con la inmensa ventaja de nuestra incorporación a Cristo, nuevo Adán. Se manifiesta así la magnanimidad divina que, «frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!»[26]. Cristo ha penetrado en el misterio del hombre. Por eso, como dice el Vaticano II, «en realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[27]. Nos recuerda también el último Concilio, citado por la Redemptor hominis, cómo Cristo «que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia humana de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»[28].
«El cristiano —afirma el Beato Josemaría Escrivá— debe vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo... de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!»[29]. También Juan Pablo II se refiere a cómo «el Espíritu Santo forma desde dentro al espíritu humano según el ejemplo divino que es Cristo. Así, mediante el Espíritu, el Cristo conocido en las páginas del Evangelio se convierte en la «vida del alma», y el hombre al pensar, al amar, al juzgar, al actuar, incluso al sentir, está conformado con Cristo, se hace “cristiforme”»[30]. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: «Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo[31]: Él es el «hombre perfecto»[32] que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anodadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar[33]... Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él»[34]. En el Sínodo sobre América explicaba Juan Pablo II que la conversión equivale a encontrarse con Jesús y unirse a Él, hasta ser uno con Él: «la conversión —decía— es encuentro con Cristo, encuentro que implica transformación de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, de nuestro corazón. De esta conversión, que es un paso del yo al tú de Cristo, nace la comunión, el nosotros que se forma con la unión entre el propio yo y el tú del Señor».
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