Desde muy chica supe que Freud no estaba en lo cierto.
De ninguna manera un hijo era la mejor de las soluciones frente al penisneid en la mujer.
No me interesaban los juegos de la mamá. Ni los bebés. Ni siquiera –a pesar de mi gusto por las escenificaciones– las ropas de mi madre para disfrazarme.
Un día –algo avergonzada– digo a mi analista: “Necesito que me autorice a ser madre”.
Solo una retardada puede solicitar semejante autorización.
“No la voy a autorizar, ni no la voy a autorizar”, fue su respuesta.
Muy poco tiempo después le comunico que estoy embarazada…
Lo femenino
Durante mi tercer análisis un lapsus, esos lapsus que pueden repetirse sin que uno se percate, digo porque en la misma sesión lo dije varias veces sin que se me mueva un pelo hasta que mi analista me lo señala: la transmisión “de la hija a la madre”. Cómo se transmite algo de lo femenino, e insisto “de la hija a la madre”.
Desde muy temprano, quedé ubicada como el sujeto supuesto saber reparar lo que cotidianamente no marchaba entre mis padres. Debía decir a mi madre qué hacer para reparar el enojo arbitrario de mi padre, hacía todo para orientarla a que se amiguen. Incesantemente.
Pero claro, si me la pasé con ese delirante intento, convencida que era posible orientar, enseñar, transmitir a mi madre cómo hacer, cómo ser con mi padre.
Ser la que sabe del lazo en las parejas, haciendo consistir la relación sexual. ¿Qué lugar allí para la mujer? Fija una posición de goce en el fantasma que tarda muchos años de análisis en conmoverse.
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