Muchos, pero muchos años después del malentendido “vous êtes en retard”, tomo el coraje para decírselo a la analista. La invitación a asociar me lleva al siguiente recuerdo:
La solución hallada por los padres durante las larguísimas vacaciones de verano era La colonia. Los niños odian la colonia.
En mi casa era religioso. La colonia comenzaba al día siguiente de terminadas las clases. El micro que nos buscaba era el mismo que nos traía del colegio, así que no parecía cambiar mucho la cosa. La celadora que nos cuidaba, me prefería, inventando cada día otro nombre para mí, “cascabel”, “bichito de luz”… Durante la primera semana se producía la gran exhibición del pequeño nadador en donde ante los ojos de todos los niños y todos los instructores, cada uno se lanzaba al agua, y al llegar al otro extremo de la pileta una especie de jurado te indicaba cuál era tu nivel. De “mojarrita” a “tiburón” pasando por “delfín”, y no me acuerdo qué más. Me creía que yo iba a ser una sensación, a pesar de mi corta edad. Convencida de lo descollante de mi performance. Para mi sorpresa, uno de los evaluadores grita: “mojarrita”. Me llamó tanto la atención. Pero bueno, seguramente no había reparado bien. Pero en el micro de vuelta mi hermano no se privó de decirme lo vergonzoso de mi desempeño. Que todos se rieron diciendo “qué retardada esta piba que hace brazada de pecho y patada de crol”. Que sintió tanta vergüenza de ser mi hermano…
Fue tan traumático este episodio que no quería volver a pisar la colonia. Mi analista marcó el efecto de castración del acontecimiento. Y me aclara, en francés, “Je ne la considere pas du tout retardée”. A lo que traduzco, literal: No la considero del todo retardada. La traducción es “No la considero para nada retardada”. Pas du tout quiere decir “para nada”, pero literalmente sería “no del todo”. En fin…
No había manera de atravesar esa transferencia en la que allí quedaba ubicada con la analista.
Durante el tercer análisis, recuerden que ya era muy familiar para mí esa sala de espera, la conocía bien. Venía hacía rato controlando con él. Debo decir que, aun cuando el ambiente que allí se palpitaba era un poco de terror, para mí era una fiesta. Me sentía recibida especial, él hacía de partenaire de la adelantada, joven analista despierta y trabajadora y de alguna manera, menos ruidoso y más sofisticado, pero allí algo de esas salas de espera, que de niña hacían padecer a mi hermano, se activaron. Hablaba sin parar, siempre algo para contar, siempre algo para animar al otro… y algo de lo que allí ocurría era llevado al análisis, en especial acerca de las mujeres que pasaban. ¿Por qué esa mujer siempre tiene cara triste? Esa chica es más joven que yo. ¿Qué tanto escribe esa otra?
Me producían tanta curiosidad…
Amor al padre
Luna de papel era mi película, amaba tanto esa película. En el cine de la Calle 8 en La Plata, “El cine 8” se llamaba, la pasaban todos los años, y todos los años ahí, sentada con mi padre, volvía a verla. Se trataba de la relación de un padre, Ryan O´Neil con su hija Tatoom O´Neil, y me maravillaba saber que eran en la realidad padre e hija.
Esa historia de amor entre el padre y la hija la pedí prestada, ella rebelde que fumaba cigarrillos de lechuga, o así me lo dijeron cuando pregunté sorprendida si podía fumar una niña tan pequeña.
Me encantaba desde muy chiquita decir a viva voz: “Soy atea”. Daba gracia que una niña entienda eso.
Por supuesto que era tan festejado, en especial por mi abuela, esa que les conté, la polaca, atea, judía y fumadora. Hasta que en el análisis entendí que era la más creyente y religiosa, Dios era mi padre. Sin duda. Amado y venerado por mí.
La marca de esa abuela que me ubicó en la amada del otro, con la frase, repetida tantas veces, la receta del amor que más conviene: “Vos lo tenés que querer pero él te tiene que querer mucho más de lo que vos lo querés a él”. Inscribiendo el imperativo de la forma erotomaníaca del amor: que el otro me ame, que el otro me ame más…
Había una excepción, el amor fascinante al padre.
Un padre silencioso al que me dediqué a arrancarle las palabras hasta quedarme sin voz para despertarlo, hacerlo hablar, vivificarlo.
El recuerdo de esa película que llevo al análisis escondía otra, mi versión del Edipo freudiano. Esta película me había helado la sangre, escondía un goce que ocultaba. Se trata del cuento de Perrault llevado a la pantalla por Jacques Demy: Piel de asno. En su lecho de muerte, la Reina le hace prometer al Rey que no volverá a casarse hasta que no encuentre una mujer más bella, buena e inteligente que ella. Años más tarde el Rey encuentra a la perfecta sustituta de su fallecida esposa: su propia hija. Horror y satisfacción.
Mujeres
Hoy puedo leer como el esbozo de mi programa de goce el trabajo de investigación que llevé adelante en París que concluyó con mi diploma en París VIII.
Mi padre, un lector infatigable, gustaba de comprar libros al por mayor en la Av. de Mayo. Su gusto por la lectura tenía la condición del goce por la compra de libros a bajísimo costo. El circuito pulsional de esa satisfacción de mi padre se cerraba al entrar en la casa e ir entregando a cada hermano el libro que supuestamente iba a interesar a cada uno, eran cientos por semana. Y acá no exagero. En oposición al desprecio de todos por la oportunidad de haber encontrado tal o cual libro, yo, como pueden imaginar, le hacía la fiesta. Y en una de esas cotidianas entregas llegan a mis manos los Diarios de Anaïs Nin. Ni se imaginan la taquicardia que me produjo la lectura de esas historias. Entonces fue sobre Anaïs Nin y la homosexualidad femenina que escribí el ensayo.
El amor al padre, una mujer original, transgresora y la seducción de una mujer a otra mujer se encontraban ahí.
Las mujeres de mi interés siendo yo pequeña tenían una condición, no eran madres, algunas eran homosexuales. Eran ellas quienes me fascinaban. Mi maestra de quinto grado, alguien que marcó mi gusto por la escritura y para quien yo era decididamente una adelantada, no me pregunten por qué, yo sabía que era homosexual. Y yo, gustaba de seducirla.
Ella era amiga íntima de una escritora de literatura infantil, yo también sabía que ella, la escritora, era homosexual. Me interesaba el lazo entre ellas. Leí todos sus libros. La conocí. Trabajé en una de sus obras. Aún hoy puedo recitar esos fragmentos.
Durante mi segundo análisis, la búsqueda por encontrar una respuesta a la pregunta por el ser de la mujer atravesó 14 años de trabajo analítico. Sin embargo, la manera de construir esa versión fue por la vía de la mujer original –me casé con la exigencia de un casamiento original, un traje de novia original y una fiesta original– trabajé para ser original años… como único camino para encontrar la diferencia.
Madres
Durante mi segundo análisis, llega la propuesta de mi marido de tener un hijo.
Para mí eso debía esperar… no sé… años tal vez.
Mi falta de deseo de ser madre me llevó al recuerdo de un fragmento más de mi novela.
La llegada de los hijos en mi casa natal no fue la fiesta.
El embarazo de mi madre se produce la noche de bodas.
Los relatos sobre la luna de miel son de una amargura y desilusión incomprensibles.
Él la amaba hasta el embarazo. La cuidaba hasta la llegada del niño. Esa historia de encuentro decididamente amoroso se interrumpe en el preciso momento en que la concepción se produce.