¡Oh, los arabescos que sus diminutos pies escriben sobre el ónix de las baldosas! ¡Oh, la gracia casi religiosa de sus manos menudas y lentas! ¡Oh, todo!
Y he aquí que al ritmo de la música ella comienza a desvestirse.
Una a una, cada pieza de su vestido, ágilmente desprendida, vuela a su alrededor.
¡El rajá se enciende!
Y cada vez que una pieza del vestido cae, el rajá, impaciente, ronco, dice:
–¡Más!
Ahora, hela aquí toda desnuda.
Su pequeño cuerpo, joven y fresco, es un encantamiento.
No se sabría decir si es de bronce infinitamente claro o de marfil un poco rosado. ¿Ambas cosas, quizá?
El rajá está parado, y ruge, como loco:
–¡Más!
La pobre pequeña bailarina vacila. ¿Ha olvidada sobre ella una insignificante brizna de tejido? Pero no, está bien desnuda.
El rajá arroja a sus servidores una malvada mirada oscura y ruge nuevamente:
–¡Más!
Ellos lo entendieron.
Los largos cuchillos salen de las vainas. Los servidores levantan, no sin destreza, la piel de la linda pequeña bailarina.
La niña soporta con coraje superior a su edad esta ridícula operación, y pronto aparece ante el rajá como una pieza anatómica escarlata, jadeante y humeante.
Todo el mundo se retira por discreción. ¡Y el rajá no se aburre más!
Lacan lo cita en el Seminario 7 para indicar que “en relación a las vestimentas, la desnudez misma nunca podría ser suficientemente desnuda”.
Finalmente, Gabriela Grinbaum nos enseña sobre lo que no puede enseñarse: de madres a hijas, si hay transmisión, es de los semblantes con los que cada mujer viste lo femenino, pero esperar de la madre un saber cómo ser una mujer conduce necesariamente al estrago. La madre como mujer solo puede transmitir su no saber y su manera, la suya propia, de arreglárselas con eso. Como la virtud, la feminidad no se enseña. Y allí donde no hay transmisión, solo queda la invención de cada una, incomparable.
Incomparable… ¡Ah! Si lo supiéramos desde siempre ¿nos ahorraríamos el trabajo, los desvelos, las exageraciones, las puestas en escena a las que nos consagramos para ser originales?
¿Cómo saberlo? ¿Cómo saberlo sin consentir a hablarle a un analista hasta estar harta de una misma?
Graciela Brodsky
Julio de 2019
El teatro de la vida (*)
Quiero agradecer al Secretariado del pase por el placer de esos encuentros y lo súper cómoda que me sentí.
Le agradezco al Cartel del pase por la confianza que despierta.
Y por último y, especialmente, le agradezco a las pasadoras que tuve, el azar estuvo de mi lado porque fueron extraordinarias, fue genial la experiencia con ellas por el deseo, el respeto y la buena onda.
El final
Lunes. Le digo a mi analista que el jueves pasa unas horas mi marido por París. Le pido que por favor tenga en cuenta que ese día quiero que me dé las sesiones a la mañana para que yo pueda estar a la tarde con él. Me dice que sí.
Martes. Tomada por la sensación de que no me escuchó del todo le digo: “No se olvide que el jueves viene mi marido a las tres, así que vendría yo solo por la mañana”. Responde con gesto de por supuesto.
Miércoles. Seguía intranquila con el asunto e insisto a la salida de la sesión. “Le recuerdo que mañana viene mi marido a las tres, así que…”. “Ya me lo dijo tres veces”, interrumpe.
Jueves. Luego del relato de un sueño que retomaré más adelante, y extremadamente contenta por ese sueño y por el fuerte abrazo que me dio después de esa sesión, riéndome de mí misma le digo: “Hoy a las tres…”. Luego de la segunda sesión de ese mismo día me dice: “La espero a las tres”… “Pero…” entre turbada y furiosa: “Le dije que a las tres llega mi marido…”. “La veo a las tres”.
Totalmente desencajada llamo a mi marido y le digo: “Te juro que le dije veinte veces que a las tres llegabas, no sé qué le pasa a este hombre…”. “Pará, relajá, acabo de aterrizar, andá a tu sesión, te espero por ahí, me encanta caminar solo por París”. Alivio inmenso y angustia. Se las arregla perfectamente sin mí.
A los 17 años, días después de un aborto, voy a ver por primera vez a un analista, freudiano, muy angustiada. Cuarenta y tres minutos de silencio. Digo cuarenta y tres porque estuve cuarenta, y los dos primeros fueron lo que tardé en contarle el doloroso episodio. No me dijo nada de nada. Y yo no pude decir más. Sí, algo dijo: “Apague el cigarrillo, no se puede fumar acá”. Era mi segundo secreto, fumaba y mis padres no lo sabían.
Este fallido intento por iniciar tempranamente un análisis marcó un modo en mi práctica cada vez que recibo a los jóvenes que habitualmente llegan a mi consultorio.
Quería ser actriz, desde siempre, creo que desde que nací.
Hacía ya muchos años estudiaba teatro y ya había participado en varias obras de teatro independiente.
En mi familia, además de la prohibición del incesto, estaba la prohibición de no ser universitario. Así que mi padre me dijo que psicología era un buen complemento para mi formación como actriz.
Un profesor del primer año, entusiasta del psicoanálisis pronunció la frase de Lacan “La mujer no existe”. Frase que quedó resonando en mí para ser abordada en mi segundo análisis con una mujer. Vuelvo al profesor, sus clases de psicoanálisis ya me habían despertado gran interés. Y Miller dio una conferencia en el Aula Magna de Independencia y lo único que recuerdo fue su primera palabra: “Ojalá”. No tengo la menor idea de cómo siguió. La fascinación por esa voz me llevó a la sordera más absoluta.
Esto me condujo a buscar un analista lacaniano, tenía que ser el más lacaniano.
Mi primer análisis comienza a los 18 años tomada por la indeterminación: ser actriz o continuar con la carrera de psicología.
Mi padre, con la vuelta de la democracia, había abierto un teatro en San Telmo, lo que me empezó a dificultar el lazo con mis compañeros de teatro.
A los 19 años estrené Antígona, una versión de Anouilh. Al salir del Teatro Colonial, esperaba las palabras de mi padre. Las únicas que me importaban… y me dijo: “Me preocupa que no te da la voz”. La felicidad que venía palpitando desde que me habían elegido para el personaje, y que me duró toda la función, se había desmoronado en ese instante. Y cada vez empecé a tener menos voz. La disfonía era parte de mi ser. Pero si siempre había sido ronca, es verdad, y mi papá me decía que hablaba como Graciela Borges y eso me gustaba porque le gustaba a él. Pero ahora era distinto. El brillo de mi ronquera se opacó y no podría ser una buena actriz.
Fui a mi habitual sesión y mi analista dijo: “Veo que la voz de tu padre te dejó sin voz”. Alcanzó para que mi disfonía desapareciera. Fue así, o quizá, algo así, o parecido y a lo mejor el tiempo transcurrido noveló un poco las cosas…
Durante ese análisis que duró cuatro años, me recibo y decido ir a París a estudiar psicoanálisis.
A la búsqueda de reencontrar esa voz que se había interrumpido con la primera palabra: “Ojalá”.
Poco tiempo antes de partir concurro al Congreso del Campo freudiano sobre psicosis. Que además tenía un divino detalle, era en el Teatro General San Martín. Escucho una ponencia de una analista mujer, me encanta. La madre de mi mejor amigo, alguien muy especial para mí, sentada a mi lado me dice: “Gabi, ella es la analista que más sabe acerca del fantasma