Mi pregunta no era ¿qué es ser una mujer? La búsqueda que me atravesaba era ser una mujer diferente con el sello de lo original. La fascinación por las mujeres homosexuales me desvelaba. Mi desprecio por los semblantes universales de lo femenino, desde muy chica, me intranquilizaban.
Al poco tiempo de comenzar ese análisis ya había pescado que no era la única citada en ese horario, éramos al menos tres. La viveza porteña me llevó a llegar un poco, solo un poco, más tarde una vez. Cuando la analista entra en la sala de espera, me mira ofuscada, y delante de las otras personas que allí estaban, una de ellas profesora mía en ese momento en París VIII, y dice: “Mais, vous êtes en retard” (1). A lo que yo escucho, clarísimo: “Usted es retardada”. Ese lugar en la transferencia me acompañó muchos años en ese análisis.
A los 5 años, entro al primer grado del Normal Nº 3 de la ciudad de La Plata. Voy a dar algunos detalles de la cosa. Cumplo los años en julio y en la provincia el corte para estar en un grado o en otro era en mayo, con lo cual mi pediatra platense había falsificado, a pedido de mi madre, mi fecha de nacimiento para adelantarme un año. Pero había más. Estaba el grado “A” y el “B”. El “A” era para los niños más inteligentes y el “B” para los otros. ¿Qué hizo mi madre? Averiguó el test psicopedagógico que tomaban y me preparó todo el verano para asegurarse que entrase a 1º “A”. Cuando la mujer en cuestión me hace los test le digo, “pero esto mi mamá me lo hizo mil veces”. Se rió y entré a 1º “A” estando, además, adelantada.
Entre la adelantada y la retrasada circuló parte de mi vida en particular haciendo síntoma durante el segundo análisis. Síntoma que retorna al término de mi tercer análisis al retardar mandar la carta al Secretariado del Pase.
Mi segundo análisis dura 14 años. Tiempo en el que me caso y tengo dos hijas.
Ser amada y la certidumbre de que el otro me elige fue la marca de una abuela.
Mi abuela paterna, una polaca judía, atea, fumadora, adelantada, y muy amada por mi abuelo me dijo, no una vez, miles de veces, a modo de la receta del amor que más conviene: “Vos lo tenés que querer, pero él te tiene que querer mucho más de lo que vos lo querés a él”.
Comienzo a controlar con quien sería mi tercer analista. No me animaba a controlar con mi analista, ¿cómo controlar con quien me creía una retardada? Él, en cambio, me hacía de partenaire de la adelantada, la joven analista despierta y trabajadora, festejaba mis intervenciones…
Voy a reservar, en relación con el tema de las próximas Jornadas de la EOL –sobre madres, mujeres y lo femenino– aquello que a propósito de esas cuestiones fue lo elaborado durante ese análisis.
Pero diré algo. Para mi madre yo detentaba el saber sobre el lazo entre un hombre y una mujer. Convertida desde muy temprano en el sujeto supuesto saber reparar lo que cotidianamente no marchaba entre mis padres.
No arribé jamás, en mis 28 años de análisis, a la respuesta de qué me había empujado a sostener esa gozosa misión tanto tiempo. Durante el procedimiento del pase, un recuerdo traumático, ubicado en varias ocasiones en mis tres análisis, se me revela enlazado a esta trabajosa tarea.
Desde que empecé a caminar me pasaba absolutamente todas las noches a la cama de mis padres, hasta que los 5 años el agujero de quedar por fuera del goce de los padres interrumpiendo lo que con Freud aprendimos a nombrar como la escena primaria, y los golpes que recibí de mi padre irreconociblemente violento, puso fin a mis paseos nocturnos. Dejando como saldo la incesante tarea de reparar lo imposible de la relación en las parejas. De mis padres y las otras.
La no relación sexual se hace carne durante mi segundo análisis con la separación, cómo llamarla, política, de mi analista con mi controlador, entre mi madre y mi padre, lo nombraba yo.
Tocando el cuerpo, perdiendo un embarazo.
A pesar de la angustia y la turbación no estaba en duda para mí la continuación de ese análisis. No sin pagar las consecuencias de cierta incomodidad que empezó a producirme la EOL, lugar en el que siempre me había sentido como en casa.
Oscilando entre el desconcierto y cierto cinismo para sobrellevar el asunto.
La analista comenzó a llamarme por teléfono diariamente, quería saber qué se decía en Buenos Aires sobre la ruptura. Yo me ocupaba de dulcificar las versiones con la delirante idea de poder, una vez más, reparar la pareja.
Quedando ubicada exactamente en el lugar que gozosamente estaba alojada de niña con mi madre.
Me horrorizo y viajo para terminar ese análisis.
El goce de no dormir estuvo presente toda mi vida.
Es recién en el tercer análisis que se ubica como síntoma.
Básicamente porque mi marido no lo soporta más.
Exceso de planes nocturnos, vida social sin límites, “siempre una de más”, como lo llamaba el partenaire. Todo con tal de no dormir, o para ser precisa, para no dejar dormir a nadie. Muchos acá lo saben.
El no dormir conduce en la cura al recuerdo infantilísimo, para estar a tono con los superlativos del momento y que, además, me son familiares, de ir a ver a mi padre durante las noches para asegurarme que respira, deteniéndome en el movimiento de su abdomen. La no claridad por momentos me angustiaba terriblemente, creyéndolo muerto.
En el análisis se ubica el vivificar al padre muerto, no es no dormir, es no dejar dormir al otro y, en consonancia, despertar al otro hasta quedar empapada de sudor por el esfuerzo de conseguirlo.
Un padre extremadamente culto para quien yo era indiscutiblemente la favorita. Lo único que lograba correrlo de la atención de los libros era yo. Que repare en mí. Tan culto como silencioso. Había que arrancarle las palabras. Y yo me encargaba de animarle la fiesta todos los días, todo el tiempo. Siempre algo para contarle. Siempre algo para que él me cuente. “¿Y cómo termina finalmente La cantante calva?” “¿Te gusta más Ionesco o Pirandello?” “¿Por qué decís que Ibsen era feminista?” Sabía qué botón apretar para hacerlo hablar. Agotadora satisfacción.
“Si no lo mantengo despierto, muere”.
Y así con el otro, el partenaire, el analista.
Es así que me dirijo a mi tercer analista, alguien que encarnaba el lugar del padre vivo, el padre que no duerme nunca. Aun así, había que mantenerlo despierto.
En una ocasión, para mi desgracia, un colega de la EOL me cuenta que el mismísimo analista se había quedado dormido durante una sesión.
Redoblo la apuesta. Cada vez hablando de algo que lo interese más, lo divierta más, lo despierte más. Finalmente interviene: “Usted exagera para despertar más interés en el otro”. Me avergonzó como nunca. Revelando mi posición en el fantasma.
Es que iba lejos con eso. En las clases que daba en la facu, en las reuniones que organizaba en mi casa, en las jornadas de la Escuela, con los amigos, los conocidos, los vecinos del edificio, incluso con ciertos pacientes que encontraba dormidos.
En serie con esto, a veces me quejaba en el análisis del esfuerzo que implicaba atender a ciertos pacientes que no hablan y que me los derivaban a mí luego de otras experiencias fallidas: “Porque yo hago hablar hasta a las piedras”.
Mi analista lo festeja y tuerce: “Hace hablar a las piedras, es su rasgo”. Produciendo un efecto de pasaje del goce exceso a un goce amigado que restablece una homeostasis que lo vuelve placer.