El tejido muscular al nacer representa un 25% del peso corporal, en comparación con el adulto, en el cual es de un 40 a 50%. Su crecimiento y desarrollo continúa activamente durante la niñez y adolescencia.
El aumento de este tejido se inicia principalmente en el segundo semestre de vida, continúa activamente en ambos sexos hasta los cincos años, haciéndose más lento en el período escolar. En la adolescencia se observa un nuevo incremento y en los hombres en esta etapa el tejido muscular puede llegar a representar más de un 60% del peso corporal.
Es probable que no se añadan nuevas fibras musculares después del nacimiento. El número de fibras de cada músculo estaría determinado genéticamente para cada especie. Los cambios post-natales son la resultante del aumento en longitud, ancho y grosor de las fibras, este crecimiento depende de factores externos como la nutrición y el ejercicio.
El tejido óseo va variando de composición a medida que avanza la edad. En su evolución pasa sucesivamente por los estados de tejido conectivo, cartílago y hueso. Al nacer se hallan presentes los tres tipos. En las fontanelas, espacios sin osificar entre los huesos del cráneo, se encuentran los últimos rasgos de tejido conectivo original.
En el curso de los dos primeros años de vida se completa la osificación de todos los huesos del cráneo. La fontanela posterior o lambda cierra entre los dos o tres meses y la anterior o bregma en el segundo año.
El cartílago está presente en todos los huesos y su osificación (depósito de minerales) comienza a las ocho semanas de gestación, prosiguiendo durante la vida post-natal hasta que cesa el crecimiento.
En este tejido, en la etapa pre-natal, se identifican pequeñas zonas osificadas que corresponden a los “núcleos de osificación primarios”. Con posterioridad, en la vida post-natal, van apareciendo otros núcleos de osificación, los “secundarios”. A partir de estos núcleos se inicia el proceso de osificación que transforma el cartílago en tejido óseo propiamente tal.
El estudio radiológico de los núcleos de osificación permite relacionar la edad ósea con la edad cronológica y así tener un indicador de maduración.
Durante los primeros meses de vida la consistencia blanda de los huesos puede condicionar deformidades plásticas, favorecidas por malas posiciones (asimetría de cráneo). Esto también determina que en los primeros años las fracturas no provoquen una ruptura total del hueso con separación de segmentos, produciéndose las llamadas fracturas en “tallo verde”.
Cuando termina el crecimiento, a fines de la etapa de adolescencia, se observa una diferente mineralización del tejido óseo según sexo. En las mujeres la mineralización sólo alcanza el 60% de la de los varones.
Es importante motivar en los niños la realización de deporte, que favorece el crecimiento y desarrollo, estimula el conocimiento y control de su propio cuerpo y crea un hábito y una forma de vida. Un aspecto relevante de prevenir en edades tempranas son las alteraciones posturales, especialmente de la columna, las que se observan con frecuencia en la edad escolar y adolescente.
Este sistema es el encargado de proteger al organismo de la agresión externa provocada por microorganismos capaces de producir una enfermedad (agentes patógenos).
La protección la realiza a través de dos mecanismos, inespecíficos y específicos, los que interactúan estrechamente entre sí. Entre los inespecíficos se puede mencionar estado nutritivo, integridad de la piel y mucosas, lágrimas, pH de la orina, acción de leucocitos, sistema de complemento, entre otros. Los mecanismos específicos incluyen la inmunidad mediada por anticuerpos (acción de las inmunoglobulinas (Ig) y la inmunidad celular que corresponden a la acción de los linfocitos. Estos dos sistemas maduran en forma independiente de la estimulación antigénica, pero solo desarrollan sus funciones plenas una vez que sus componentes han sido activados por antígenos.
Al nacer, el sistema inmunitario está estructuralmente desarrollado, pero es inexperto para reaccionar a la agresión de agentes patógenos (antígenos). La capacidad defensiva que tiene el niño, durante los primeros meses de vida, está dada principalmente por las inmunoglobulinas que le pasó su madre por vía transplacentaria en el último período del embarazo y por las que le aporta a través de la lactancia materna. Este tipo de inmunidad se denomina pasiva y desaparece casi totalmente durante el primer año de vida.
Los anticuerpos que le aporta su madre son variados y dependen de las enfermedades, o contacto que ella haya tenido con diferentes gérmenes (antígenos). La cantidad o “poder de defensa” de cada uno de los anticuerpos es variable y su tiempo de permanencia en el organismo también. La madre, al pasar “defensas” a su hijo, se las “presta” momentáneamente mientras él adquiere la capacidad de producir las propias a través del contacto casual con gérmenes, o intencionado con la administración de las vacunas. Las defensas formadas de esta manera corresponden a la inmunidad activa. Durante el tercer a cuarto mes de vida, mientras el niño está formando sus propias inmunoglobulinas, existe una hipogammaglobulinemia transitoria, lo que hace que el lactante se encuentre en este período más expuesto a las infecciones.
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