Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Álvaro Pineda Botero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587205169
Скачать книгу
de tu primera niñez. Fue una toma de conciencia dolorosa. En L’Illustration, lo más atractivo eran las láminas a color, de página entera, de pintores impresionistas franceses. Algunas mostraban lindas muchachas desnudas. La sorpresa también fue inmensa. Nunca habías visto desnudo y completo un cuerpo femenino y, de repente, en el propio hogar, develabas sus secretos. La exaltación de los sentidos y la mezcla de valores –guerra, poderío, tristeza, tragedia, de un lado; sexualidad, arte, belleza, de otro– no podía ser más perturbadora. Mamá llamaba para que fueras a almorzar, y hacías lo imposible para prolongar el retiro. Cuando descendías por fin, ya el subconsciente estaba condicionado por lo terrible y lo sublime, como para que desde allí fuera fraguando a través de los años lo que llegarías a ser con la edad.

      Te volviste taciturno y te aficionaste a las revistas. En la barra intercambiaban cómics de la Pequeña Lulú y Tarzán. Luego leíste una novela de Julio Verne. Creo que fue papá quien te la facilitó. Fue como una revelación; a partir de ese momento te pasabas las horas encerrado leyendo. Hay que recordar que no había televisión. No sería exagerado decir que en los siguientes dos años pasaron por tus manos todas las de Verne disponibles en las librerías de Medellín.

      De San Ignacio pasaste al Sufragio. También era un colegio regentado por curas. Tenía una ventaja: los salesianos no eran tan prepotentes como los jesuitas; el ambiente era de clase media. Estaban abriendo los cursos del bachillerato y cada año inauguraban un nivel. Las edificaciones estaban en su etapa inicial, los patios en tierra, y había unas ruinas que les servían para esconderse cuando no querían asistir a clase. Lo peor era la misa cada día a las once, cuando ya el hambre los atormentaba. Unas misas interminables en latín, olorosas a incienso, con el cura que oficiaba de espaldas y con sermones desde el púlpito sobre el pecado y los tormentos del infierno, que al recordarlas te permitieron imaginar, años después, el escenario de tu novela El diálogo imposible.

      La Violencia se apoderó del país después del 9 de abril. Al presidente Mariano Ospina Pérez le siguió Laureano Gómez, un conservador que admiraba a Francisco Franco y que profesaba ideas fascistas. Organizó un cuerpo de policía, los “chulavitas”, y los envió por los campos para que mataran liberales. En represalia, en los pueblos de mayoría liberal perseguían a los conservadores. En los Llanos Orientales se organizaron las guerrillas liberales y el ejército las combatió en una verdadera guerra civil. En San Carlos aparecieron los primeros chusmeros que venían del Magdalena y se desató una ola de asesinatos. Aunque Jorge nunca participó en política, era liberal, lo que lo convertía en enemigo declarado de los gamonales de San Carlos. Una tarde estaba en Risaralda en compañía del mayordomo y su familia. Hacia las seis llegó un peón con la noticia de que los chusmeros lo buscaban. De milagro salvó la vida escondiéndose en el monte, pero perdió el ganado, porque no pudo regresar a recogerlo. Era, de nuevo, la crisis económica. Vendió la casa y el Pontiac y la familia rodó por casas arrendadas. Fueron años de estrecheces y vida sencilla. Cada cambio implicaba nuevas amistades, nuevas rutinas, nuevos ambientes. Echabas de menos al grupo cerrado de la barra de Villa y el sentido de pertenencia que de ella emanaba. Ahora vagabas por espacios abiertos y tenías que estar vigilante para no caer en territorios dominados por jóvenes pendencieros y agresivos. Te refugiabas en el cine y en la lectura y te volviste huraño.

      En realidad, tus padres te protegían. Y la forma de protegerte era manteniéndote en la ignorancia. Regía la ética del decoro: silencios, verdades a medias, “mentiras piadosas”. Por eso no te enterabas de las cosas del sexo, de los cambios del cuerpo al avanzar la adolescencia, de las dificultades económicas de la familia y las razones para cambiar de casa y de barrio, del pleito por la herencia del abuelo, las enfermedades que sufrían, las costumbres licenciosas de tal o cual pariente, de la pederastia de los curas, la corrupción de los políticos, los malos manejos de los empresarios, las masacres y actos de barbarie en los campos. Los niños, a veces, encontraban llorando a la mamá, o la sentían triste; o al padre de mal humor, evasivo, callado; o que suspendían la conversación cuando llegaba alguien; y siempre quedaba flotando el misterio. A tus padres los oías cuchicheando en la alcoba hasta tarde y te ardía la curiosidad; nunca lograbas saber de qué hablaban tanto.

      Los libros de G. M. Bruño, que se conseguían en la Procuraduría de los Hermanos Cristianos, se usaban en casi todas las asignaturas, y sus postulados debían ser aprendidos de memoria. Tal fue el sistema que encontraste en la escuela primaria y, ahora, llevado a sus últimas consecuencias, en los colegios de bachillerato de los jesuitas y salesianos. En cuanto a la nómina de educadores, el panorama no era más prometedor. El padre Acosta, insigne acosador de menores, toqueteaba a los niños a la vista de todos, inclusive durante los recreos. Nadie hablaba de sus dotes de educador o de sus conocimientos sobresalientes en algún campo. Su única cualidad era que “amaba a los niños” y se parecía al fundador de la orden, porque no era alto, tenía el cuerpo grueso, el rostro blanco y sonriente, la cabeza calva. La imagen de su persona transitando por los patios y corredores rodeado por una nube de chiquillos era idéntica a la que aparecía en las estampas de San Juan Bosco. Acosta fue tu profesor de varias materias y sobra decir que con él no aprendiste nada. En una ocasión, a la salida de clase, te pidió que esperaras porque tenía algo qué decirte. Cuando todos se fueron, se sentó junto a ti, te preguntó si estabas bien y comenzó a acariciarte. Sentiste en el rostro su aliento pesado, que se mezclaba con el olor agrio de la sotana envejecida, y cierto jadeo en la respiración. Cuando te puso la mano en el muslo y quiso cogerte el pito te zafaste y, sin recoger las pertenencias, saliste corriendo del salón y del colegio. Estabas lleno de asco y no fuiste capaz de contarle a nadie el incidente, como si el pecado hubiese sido tuyo y no del acosador. Lo único que logró fue sembrar en ti el odio y el desprecio por todo individuo que vistiese sotana, sentimientos que no se manifestaron de inmediato sino gradualmente y que crecen desde entonces. Estaban también los padres Yépez, Bernal, Giraldo y del Río, y otros extranjeros. Giraldo enseñaba Anatomía y Fisiología, Química del Carbón y Literatura. El plato fuerte de la primera eran las funciones de la reproducción humana. Las ideas que tenían eran tan vagas, que la sola enunciación los llenaba de expectativa. Pero fue un fiasco porque Giraldo nunca entró a fondo en el tema. En la clase de Química, el experimento más importante fue la fermentación de cáscaras de piña para fabricar “chicha”, paso inicial para la destilación del alcohol. Al final, la cantidad destilada fue mínima porque los muchachos se bebieron la chicha. La de literatura de cuarto la pasaste “raspado”. Al único que recuerdas con cariño es a Mariano del Río, un español gordo y bajito que les enseñaba francés con tanto tino, que al final del último año ya traducías textos de Rousseau. A él le debes, en parte, tu interés por las letras.

      Una de las mejores cosas que aprendiste en el bachillerato fue a nadar con algún estilo. El colegio permitía que los estudiantes pasaran en la Biblioteca Pública Piloto cierto número de horas a la semana. (Fue fundada en 1952 y funcionaba en una casa en la Avenida la Playa) Podían leer los libros que quisieran y llevarlos en préstamo. Aunque el fondo era incipiente, siempre encontraste algo de interés. Un día diste con un manual de natación. Estaba escrito por Johnny Weissmüller y tenía fotografías y dibujos. Lo primero que te llamó la atención fue el nombre del autor. Bien lo conocías, pues protagonizaba las películas de Tarzán. En el libro cuenta sus secretos: cómo extender el cuerpo sobre el agua, cómo tomar el aire por la boca con un movimiento de cabeza y expelerlo por la nariz con la cara hundida, cómo mover los brazos y cómo extender las piernas y a la vez mantenerlas flexibles para que la potencia del movimiento sea máxima. Practicabas cuando tenías oportunidad. Nunca tuviste un profesor y, sin embargo, tu estilo llegó a ser aceptable. De hecho, la natación ha sido uno de tus deportes favoritos.

      En la Piloto encontraste también una novela de Hermann Hesse, Damián, que leíste sin comprender mucho, pero que te dejó un estado de ánimo taciturno. Salías solitario a caminar por calles y barrios lejanos para meditar sobre el ser y la existencia y por un tiempo te sentiste imbuido de una especie de exaltación poética que nunca antes habías experimentado.

      Las vacaciones de julio de cuarto de bachillerato fueron especiales. Por primera vez viajaste en solitario fuera de la ciudad. Tus primos Jaramillo vivían en Buga y fuiste a visitarlos. Carlos Alberto te llevó a los sembrados de algodón y sorgo del padre. Cuando arreciaba el calor se metían en calzoncillos al Cauca