A medida que los acontecimientos se sucedían, a Jorge se le dificultaba encontrar recursos para sostener a la familia. Regina, sin duda, era la más afectada. Trataba de sortear el diario vivir mostrándoles a sus hijos, ya adolescentes, un rostro amable y soportando en la intimidad la más aguda decepción. Lloraba y se quejaba de soledad. Había perdido la amistad de sus hermanos. ¿Había sido correcta la decisión de iniciar el pleito? El daño en las relaciones familiares no había redundado en nada positivo. Pero no exteriorizaba sus sentimientos. Nunca le escuchaste una palabra de crítica o reclamo.
Hasta que un día el país vio una luz prometedora: las “fuerzas vivas” (en especial los industriales antioqueños agrupados en la ANDI, ahora en oposición al gobierno que habían apoyado) organizaron un paro nacional que obligó a Gurropín a abandonar el poder. Subió una Junta Militar de cinco miembros que convocó a elecciones, y se cocinó el pacto entre liberales y conservadores que vino a llamarse “Frente Nacional”. Alberto Lleras Camargo, un político liberal a quien tu padre admiró siempre, ganó las elecciones de 1958, fecha que también se recuerda porque las mujeres pudieron votar por primera vez en el país. Al presidente Alberto Lleras le siguió Guillermo León Valencia.
El ambiente cambió. La violencia amainó en San Carlos y Jorge regresó a Risaralda. Los problemas por hipotecas y préstamos se habían acumulado de tal forma que tuvo que liquidar la inversión. Entregó en pago una buena parte de las tierras y, con la ayuda de amigos y vecinos trajinó los bosques en busca de reses sobrevivientes de su antiguo hato. El resto de las tierras las canjeó por una finca de menor tamaño que ostentaba el pomposo nombre de “Hacienda Soná” (abreviatura de “Sonadora”, nombre antiguo de una quebrada de la región), en la confluencia de la San Blas con el río San Carlos, “a solo” dos horas a caballo del pueblo. A Soná llevaron el hato incipiente y contrató un nuevo crédito con la Caja Agraria. Por aquellos días se hablaba de la carretera a Nare y de una represa para generar energía en gran escala, ambos proyectos vecinos a la nueva propiedad.
Así renacía la fe en el futuro.
Entre tanto, tú te refugiabas en el cine. En Medellín había un buen número de teatros. Frecuentabas los de Buenos Aires, Colombia, Cuba, Avenida y Junín. Este último era el preferido. Cuando ibas con amigos se ubicaban en “gallinero”, porque allí la entrada era más barata y se podía hacer “recocha”, que consistía en gritar vulgaridades y arrojar escupitajos o colillas a la platea. Cuando ibas solo, preferías la platea, porque allí era fácil establecer relaciones con las muchachas. Los domingos, en “matinal”, pasaban cintas de Dean Martin y Jerry Lewis, Abbott y Costello y Walt Disney. En las tardes asistían a “matinée”. La lista de estrellas se había enriquecido con nombres como Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, John Wayne, Elizabeth Taylor, Ava Gardner, Rita Hayworth y la perra Lassie. Las cintas más apetecidas eran las “para mayores de dieciocho” o las que aparecían como “prohibidas” en la censura que publicaba El Colombiano. Una prohibida que causó escándalo entre los adultos y enorme placer entre los jóvenes fue Deshojando la margarita, con Brigitte Bardot, que viste en el teatro Cuba, donde el portero dejaba pasar menores de edad a cambio propinas.
A los quince años leías novelas de vaqueros y de guerra que intercambiabas con amigos; novelas policíacas de Agatha Christie y Georges Simenon –que tu padre tenía por decenas–. En un viaje a Buga encontraste en casa de tus tíos unos libros viejos firmados por tu padre. Algunos tenían las pastas calcinadas, nunca supiste bajo qué circunstancias, y esto les daba cierto misterio. Dos en particular te llamaron la atención, Edipo Rey, de Sófocles, y La interpretación de los sueños, de Freud. Entendiste algo que ya intuías: el sexo no era fuente de pecado, como decían los curas, sino el impulso de vida más auténtico. Esa revelación te llevó a otras obras: Alfred Adler y Wilhelm Stekel (que encontraste en el nochero de tu padre) al igual que el resto de la tragedia griega.
Por un tiempo vivieron en la carrera Brasil. En la terraza había una habitación espaciosa, pero sin terminar. Las escalas –descubiertas al cielo– y el piso de la habitación eran de cemento burdo; las paredes estaban con los ladrillos a la vista y faltaba el vidrio en alguna ventana. Tu madre usaba el lugar para guardar muebles viejos. Pero esos detalles no te impidieron solicitar permiso para mover allí tu cama y estudio. La solicitud fue acogida porque la familia se sentía estrecha y tú compartías un cuarto con uno de los hermanos. Así encontraste la soledad que buscabas. Nadie subía a visitarte, podías escuchar la radio en la emisora que te diera la gana y, sobre todo, leer hasta altas horas y sin molestar a nadie, los libros que por entonces te interesaban: El discurso del método, de Descartes, y La casa de los muertos, de Dostoievski.
Era enorme la sed de conocimiento y fantasía. Pretendías saciarla en el cine y la lectura; pretendías responder las preguntas que la vida cotidiana te suscitaba. Allá, en la fantasía, las cosas tenían un comienzo, un desarrollo y un final. Alcanzaban sentido y razón. Cada individuo llevaba su propia historia y la vida fluía hacia un universo armónico. Aquí, en la realidad, solo veías caos; nada parecía comenzar, los desarrollos eran desordenados y la tragedia acechaba a cada paso. ¿Cuál era tu historia? Estabas perplejo, inerme y solitario. Vacío en tu interior y como asustado frente al entorno. La realidad carecía del más mínimo sentido.
Por aquella época empezó a celebrarse la Feria de las Flores que, desde el comienzo, recibió la oposición de las autoridades eclesiásticas. Se trataba de entronizar viejas costumbres y tradiciones: los silleteros, los mercados de flores en los barrios, los jardines. Medellín era “la ciudad de la eterna primavera”, “la tacita de plata”, y se hacía necesario celebrarlo, para lo cual organizaron (en mayo) exposiciones, desfiles, tablados con orquestas y demás espectáculos. La Iglesia se oponía porque no se hacía homenaje especial a ningún santo, no se celebraban liturgias ni procesiones ni otras ceremonias religiosas. Se trataba de “un goce pagano” y los curas bramaban desde los púlpitos y alertaban a los feligreses sobre los peligros morales y físicos que el evento iba a traerle a la ciudadanía.
También se celebraba (con más aceptación por parte de las autoridades eclesiásticas) “la retreta dominical” de la banda de la Universidad de Antioquia, dirigida por el maestro checo Joseph Matza. Tenía lugar en el Parque de Bolívar a la salida de la misa de once, frente al teatro Lido y las cafeterías Sayonara y San Francisco. Rara vez dejabas de asistir; y, cuando el bolsillo lo permitía, ibas a los conciertos organizados por la Asociación Pro Música en el Lido. Allí escuchaste a Claudio Arrau, Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz y otros músicos extranjeros. También a artistas locales como Harold Martina, Teresita Gómez y Blanca Uribe. Rafael Vega Bustamante, cuñado de tu padre, mantenía a disposición de los clientes una extensa sección de discos importados en la Librería Continental y escribía los textos para los programas de mano y reseñas para los periódicos. En ese ambiente sobresalía la figura de Diego Echavarría Misas. Era de público conocimiento su generosidad para el patrocinio de artistas y eventos. Llegaba en compañía de su esposa alemana Benedikta, Dita, y su hija Isolda en un Packard antiguo conducido por chofer de librea. A Diego, Dita e Isolda los veías como figuras paradigmáticas y no sospechabas que un tiempo después iban a tener