En la capital se hospedaron en casa de unas primas de tu padre. Libia, viuda de un piloto de la Fuerza Aérea que había combatido en la guerra de 1932 contra el Perú, tenía tres hijos: Jorge Enrique, Vicky y Humberto. Con la hospitalidad de los primos pronto olvidaron las zozobras del viaje. Lo primero fue la visita al médico; luego, según las crónicas familiares, recorrieron el Parque Nacional, el Cerro de Monserrate, el Salto del Tequendama y las Salinas de Zipaquirá. Se conserva una foto en blanco y negro, no se sabe tomada por quién, en la que aparece Jorge de sombrero Stetson, corbata, vestido impecable de paño, sacón de invierno en el brazo, con la leyenda “Sopó, enero de 1946”. Nada recuerdas de aquellos recorridos. El regreso a Medellín lo hicieron en DC-3 que tomaron en Techo. El resultado del viaje fue una operación de las amígdalas.
Otro día, tu padre te llevó a Cinelandia, un pequeño teatro en la carrera Junín. Penetraron en un recinto lleno de espectadores, oscuro y oloroso –porque en aquella época se permitía fumar en sitios cerrados– y, de repente, apareció ante ti el mundo fascinante de la pantalla: luces, gentes, casas, carros, árboles; mundo que, a pesar de estar en blanco y negro, de inmediato calificaste de real. Al salir, tu padre te preguntó qué habías visto, qué habías entendido. No pudiste expresar ni una sola idea; no tenías referencias sobre los protagonistas, el tema o el desenlace, no fuiste capaz de identificar los espacios representados. Tenías la mente en blanco, aunque las sensaciones habían sido auténticas. Fue algo sólido y tangible lo que penetró por los poros en esta ocasión, algo más contundente que el espectáculo de Fu-Manchú. Pues bien, quedaste inquieto y en los días siguientes le pedías a tu padre que volvieran al cine. Hasta ese momento conocías la realidad, la del hogar, la que, además, se extiende por calles y lugares cercanos. Pero con solo entrar a Cinelandia te hallaste en medio de una segunda realidad. Eso significaba que el mundo estaba compuesto por muchas realidades, que se escondían unas detrás de las otras, y que bastaba pasar por ciertas puertas para vivirlas a voluntad. Realidades paralelas, provistas de espacios, secuencias y personas. Ninguna parecía más auténtica –o más falsa– que las otras, y lo difícil era escoger cuál te convenía. ¿En qué consistía esa magia del umbral que permite el paso de una a otra? Como la experiencia no se repetía con la frecuencia que querías, pusiste en práctica un método que resultó más efectivo: imaginaste que, junto a la casa, al otro lado del muro, existía un teatro al cual se ingresaba por un pasaje secreto ubicado debajo de la cama. Por allí te escapabas cuando eras víctima de disgustos o en momentos de ensoñación. En aquel escenario te esperaban tus héroes favoritos y con ellos vivías aventuras que se prolongaban durante el sueño, y que, al despertar, dejaban un raro sentimiento de nostalgia, como si hubieras regresado de un viaje. Pero el pasaje conllevaba riesgos. Si bien podías salir, alguien o algo podía entrar. ¿Qué tal que aquellos héroes y fantasmas invadieran tu mundo cotidiano? Con el tiempo, la fantasía ganó en complejidad. Era, ahora sí, muchos mundos completos y distintos, a disposición, que podías organizar a tu antojo. Y la vida se enriqueció con seres virtuales que permanecían a tu lado y con quienes podías jugar y conversar. Según pienso, ese teatro fantástico no solo fue el origen del gusto por la literatura sino también la inspiración para escribir las primeras fábulas. Podríamos decir que al ingresar de la mano de tu padre a aquel recinto oloroso a tabaco para mirar luces y sombras en una pared cubierta por una sábana, experimentaste en carne propia ciertas sensaciones primigenias, aquellas que Platón describe en su famosa alegoría de la caverna. Pasaron décadas, ganaste algo de madurez intelectual; un día te acercaste al mito platónico, y, de repente, brotaron las lágrimas cuando sentiste que la descripción del griego no era nueva para ti, que la habías vivido de niño mucho antes de leerla, y que, por lo tanto, tenía que existir una esencia común de lo humano que permanece en el tiempo y la distancia y que nos identifica como tales.
Tu padre solía recordar con orgullo a familiares, amigos y coterráneos ilustres, y, a pesar de que todavía eras demasiado niño, te los ponía de ejemplo, resaltaba los parentescos y te contaba anécdotas. El apellido Pineda era de El Santuario, un pueblo de tierra fría en el oriente del departamento, donde existe un monumento al coronel Anselmo Pineda (1805-1880), quien era su tío abuelo. Un día te llevó hasta allí, te lo señaló y te habló de él con orgullo, y desde ese día el coronel se convirtió en uno de tus más queridos personajes de ficción. Era alto, de ojos claros y carácter benévolo. Conservador, edecán, amigo y confidente de Mariano Ospina Rodríguez, desempeñó cargos públicos y participó en la guerra de “Los Supremos”. Pedro Alcántara Herrán lo ascendió a sargento mayor en un campo de batalla. Luego, el mandatario del Ecuador, Juan José Flores, lo ascendió a teniente coronel, también en un campo de batalla. Pineda fue nombrado comandante militar en Antioquia, dirigió otras guarniciones en Panamá y el Cauca y, al final de su vida participó en la fundación de la Biblioteca Nacional en Bogotá. Había sido un lector ávido y un coleccionista obsesivo de libros, cartas, folletos, panfletos y hojas parroquiales. Este fondo que hoy lleva su nombre, lo donó generosamente a la institución recién fundada. En compensación, el gobierno lo nombró bibliotecario y sus últimos días los pasó organizando sus propios materiales para ponerlos a disposición de los historiadores del futuro. Su figura y los hechos de su vida fueron tomando forma en tu imaginación, pues tu padre repetía las historias y cada vez parecía mejor documentado. Por eso, cuando muchos años después escribiste una biografía novelada de Bolívar, aquellas imágenes y recuerdos fueron la mejor fuente de inspiración.
Otro día te llevó a conocer el pueblo de Santo Domingo. Tendrías ocho o nueve años de edad. Recorrieron calles, parques, viejas construcciones y fueron hasta el cementerio donde te señaló algunas tumbas. En el salón del Concejo (en el edificio de la Alcaldía) colgaban óleos de grandes señores, y él mencionó a cada uno por su nombre y realizaciones. En el mismo edificio funcionaba la biblioteca del Tercer Piso. Le hiciste notar que tal título no era correcto porque estaban en el segundo, a lo cual no respondió en forma inmediata, pero luego de pensarlo comentó que tal vez la habían cambiado de lugar, o que todo se debía a una tomadura de pelo de Tomás Carrasquilla, quien había sido el fundador y suscriptor más importante. Explicó también que prestaban libros a quien quisiera leerlos, y que cuando él era niño los hacían circular por los pueblos vecinos empacados en encerados y a lomo de mula. Al ingresar al salón viste las estanterías contra las paredes, atiborradas de tomos viejos, y, en el centro, unas mesas de lectura ocupadas por los niños de la escuela. Cincuenta años después de su fundación, la biblioteca seguía siendo el órgano de difusión intelectual más importante del lugar.
Aquel viaje a Santo Domingo y aquellas pláticas sembraron en ti, en época temprana, el amor por los libros y el respeto por los grandes escritores. Regresaron a tu mente muchos años después con singular brillo cuando escribías una biografía de Tomás Carrasquilla.
En cuanto a los negocios de tu padre, la Droguería Americana entró en estado agónico. Los proveedores europeos habían desaparecido y los norteamericanos no estaban respondiendo con la prontitud requerida. Ahora se necesitaban nuevos contactos, nuevos viajes y, sobre todo, nuevos y sustanciales aportes de capital. Como gran parte de los activos estaba representado