Con Gustavo, tu compañero de colegio, ibas a los barrios de tolerancia. Las casas de lenocinio encendían en la fachada un bombillo rojo al anochecer, en señal de que los servicios estaban disponibles. También dejaban abierta la puerta para que los clientes se sintieran bienvenidos. Las mujeres conversaban en corrillo en la acera o se asomaban por las ventanas. La familia de Gustavo tenía chofer y este los invitaba a recorrer Lovaina antes de devolver el vehículo al garaje. Mientras él conducía, ustedes volcaban el cuerpo por las ventanillas con el rostro iluminado y los ojos bien abiertos, mientras las mujeres los llamaban y les hacían señales. El chofer, seguramente consciente de la responsabilidad que tenía con el hijo de la patrona, aceleraba veloz. Pero un día pareció ceder a los ruegos y se decidió a presentarles a unas “amigas”. (Tal vez la madre, que era viuda, acudió a los servicios del chofer para que le ayudara a su hijo a asumir la edad, y de paso tú te beneficiaste) La casa quedaba en Lovaina. A partir de ese día la visitaban al final de la tarde, cuando aún no llegaban los clientes verdaderos. Al traspasar el umbral entrabas en un mundo desinhibido donde no imperaba el decoro: las mujeres expresaban sus deseos y emociones sin reserva, hablaban del cuerpo sin tapujos, mostraban sus formas sin pudor, el sexo parecía no tener secretos. Respiraste el aire de las alcobas perfumadas, palpaste la suavidad de los encajes, conociste la opulencia de los senos. Allí todo era risa y alegría. Las jerarquías eran diferentes. La figura de poder no era masculina: mandaba la “madona”; era la dueña, la responsable del orden, la valiente capaz de enfrentarse al borracho buscapleitos; la que decidía quién ingresaba o cuándo terminaba la fiesta. Te sentías fascinado por sus senos enormes, sus caderas amplias y, al mismo tiempo, intimidado por su autoridad. Sabía armonizar su capacidad de mando con la sagacidad del comerciante y la ternura de la madre. Se preciaba de guardar en cualquier circunstancia la identidad de sus clientes. Actuaba como curandera y conocía de enfermedades y remedios. Y, sobre todo, sabía aconsejar, no solo a sus muchachas sino también a sus clientes. El primerizo encontraba en ella una mano segura y suave que lo guiara por el dulce y a la vez tortuoso camino del sexo. También podía darle consuelo al triste, al extraviado, al esposo de la mujer frígida. Sabía seleccionar a sus pupilas, entrenarlas, vestirlas y moldearlas a su gusto. Las jovencitas de los pueblos, expulsadas del hogar paterno por haber perdido la virtud –con frecuencia víctimas de violación–, encontraban en ella protección y hogar. Ingresaban sin esperanza de un futuro mejor y en pocos años consumían las pocas reservas de salud y belleza que alguna vez tuvieran. En cambio, “el hombre” de la casa era marica; se encargaba del aseo, de servir los licores y preparar los alimentos. Cantaba por los corredores, decía chistes, asumía gestos femeninos, a veces usaba ropas de mujer y le daba a cualquier reunión un aire de carnaval. Estaba dispuesto a complacer a quien se lo pidiera y competía con las muchachas en el juego de la seducción.
Allí trabajaba Mildred. Era de la costa y su acento y alegría la distinguían de las demás. Lucía un cabello azabache y liso que caía por los hombros, un cuerpo menudo y siempre una sonrisa. Te hablaba de su tierra y te puso a soñar con el mar, que no conocías. El color y las más altas vibraciones estaban más allá de estas montañas y estos pueblos antioqueños. Allá existían seres y culturas distintas y territorios que algún día tendrías que recorrer con ella. Le encantaba bailar. Decía que eras su novio y le respondías que ibas a quererla para siempre. Te escapabas del colegio para buscar con ella un sol que le diera calor a tu vida. Sus encantos te permitieron gozar la experiencia de manera abrumadora y feliz; tanto, que un día le propusiste que vivieran juntos. Pensabas que podían llevar una vida sin obligaciones en el prostíbulo, al amparo de la madona, sin tareas ni misa diaria, un romance eterno y sin desmayos. Ella rio a carcajadas: “—Y, entonces, papito, ¿de qué voy a vivir, si tú solo me das amor?”.
En el colegio hablaron de un viaje a Cartagena. Lo organizaban las directivas con los muchachos de quinto y la noticia te llegó en el momento más oportuno. Mildred te había creado demasiadas expectativas y estabas ansioso. La mala noticia era que ella no podía acompañarlos. El padre Giraldo contrató un “camioncito de estacas”. Él ocupó su puesto en la cabina con el chofer. Los seis muchachos que finalmente se inscribieron subieron con sus morrales a la plataforma, que estaba cubierta por una carpa. Salieron de madrugada. La carretera estaba en construcción y por todas partes había fangales y derrumbes. Hubo cambio de llantas y daños mecánicos; el viaje, que se suponía de quince horas duró más de treinta. La tarde era brumosa, tal vez amenazaba lluvia, y los viajeros dormitaban sobre los morrales vencidos por la fatiga, pero se pusieron en alerta cuando sintieron el aire salobre. Al momento vieron el mar y quedaron mudos ante su inmensidad. ¿Qué siente un joven montañero que ve el mar por primera vez? En ese entonces ninguno de ustedes podía decirlo. Tuvieron que pasar años antes de que encontraras la expresión justa en unos versos de Neruda:
Cuando salí a los mares fui infinito.
Era más joven yo que el mundo entero.
Y en la costa salía a recibirme
El extenso sabor del Universo.
“Primeros viajes”, (Memorial de Isla Negra)
En Cartagena se alojaron en el colegio salesiano, en frente de las bóvedas que le sirvieron de cárcel a Santander cuando iba desterrado para Europa (eso explicaba el cura). Visitaron los castillos, las murallas, los fuertes y las ensenadas (también llenas de referencias históricas), pero es poco lo que recuerdas: Mildred te hacía falta para darle sentido al viaje. No encontrabas la aventura que soñabas y no fuiste consciente de que la visión del mar ampliaba tu mente a una dimensión inédita.
Pero al llegar diciembre tuviste ocasión de regresar a la Costa. Ese año, Libia –la prima de tu padre– y sus hijos, que te habían recibido tan espléndidamente cuando eras niño en Bogotá, alquilaron una casa en Tolú para las vacaciones. Allí fuiste con Cecilia. Jorge Enrique (el hijo mayor) y Jairo (un amigo de la familia) estaban iniciando la carrera de abogacía. Estaba también Magola (una tía), Vicky (la hija que terminaba el bachillerato) y Humberto (el menor). A veces, bajo los cocoteros, se formaban agitados debates. Todos eran grandes lectores, se preciaban de conocer los últimos títulos, las últimas noticias. Sabían argumentar. Los primos habían vivido cuatro años en Italia, viajaron por Europa y la crónica parecía inagotable. Tú querías hablar de literatura. Acababas de leer Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, que encontraste en la biblioteca de tu padre y La hojarasca, de Gabriel García Márquez, que había circulado en una edición barata. No eran lecturas del colegio y te interesaron porque estaban ambientadas en la costa. Pero ellos no los conocían. Y seguían hablando, mejor dicho, pontificando –sobre todo Jorge Enrique– de Cuba, Yugoeslavia y la Unión Soviética.
Te sentías apabullado por la contundencia de sus discursos. Asumías la mayoría de edad. Tus emociones se habían magnificado con el sexo; con el mar, con las lecturas recientes, y también con inquietudes trascendentales como la pregunta por el ser, la identidad y el destino. Y más que hablar de revolución y clases sociales, lo que te fascinaba eran esas chozas pajizas, esos pescadores en la playa preparando las redes, esas morenas esbeltas que llevaban bandejas con frutas en la cabeza, esos paisajes bajo las palmeras, frente al mar. Te fascinaba, sobre todo, el espectáculo del firmamento cuando lo veías desde la playa y que una noche en particular quedó grabado en tu recuerdo: era una ensenada solitaria, vecina al pueblo. La luna afloró en el horizonte