Era un objetivo demasiado ambicioso, ya que solo había tres plazas. Lance ya era dueño de una de ellas al 100%, con lo que en realidad quedaban solo otras dos. Pero eso era lo que Gibbo nos exigía, con un apremio como nunca antes había presenciado. Desapareció aquel cálido mentor con alma de abuelo y en su lugar apareció el despiadado hombre de negocios.
Las clasificatorias olímpicas eran un asunto muy sencillo. Se disputarían dos carreras de un día, ambas con la misma distancia y características topográficas que tendría la prueba en ruta de los Juegos. Pasarían un par de días entre ambas, y quienes lograran una mayor suma de puntos tras los días de competición lograrían una plaza de manera automática en el equipo olímpico de los EE. UU.
El primero de los días sirvió también para celebrar los campeonatos nacionales, y gracias a tener tantos efectivos el Team Saturn dominó la carrera. Chann McRae logró la victoria, con unas tácticas de equipo maestras que lograron aislar y dejar sin respuesta posible a los, a priori, dos claros favoritos, Lance Armstrong y Darren Baker. Pero yo estuve a punto de joderlo todo al atacar en el momento más inoportuno, desencadenando la furia de Lance.
Mis compañeros estaban muy cabreados conmigo, y es normal que lo estuvieran. Fue una estupidez por mi parte, pero aquellos eran los años en los que todavía no existían los pinganillos y era complicado lograr información.
Ese es uno de los motivos por los que soy un firme defensor del uso de las radios en las carreras: ayuda a acabar con los movimientos estúpidos en las carreras y hace que todas las decisiones se tomen en base a información real. Sea como sea, dejando de lado mi imbecilidad, logramos ganar aquella carrera, lo que nos puso todo de cara para meter a dos tíos en el equipo olímpico.
Al comenzar la segunda carrera clasificatoria para los Juegos yo estaba decidido a enmendar mi estupidez, y muy pronto me vi en el grupo de cabeza junto a otro compañero, John Lieswyn. John era un poco mayor que el resto de miembros del Saturn, y una suerte de tapado para lograr entrar en el equipo olímpico. Se le conocía por el nombre de «Tornado», ya que a principios de año sufrió una torsión testicular durante una carrera y tuvieron que operarlo de urgencia para ponerle todo en orden.
Desde entonces había necesitado un acolchado extra bajo el culote. Tornado me caía bien, muy bien. Era un marginado y un rebelde. Me parecía un tío que molaba.
No estaba entre los favoritos de los directores, pero era la típica oveja negra capaz de ganar una gran carrera. Así que, en cuanto Tornado y yo, acompañados de otros pocos ciclistas, tuvimos el suficiente hueco sobre el pelotón yo tiré lo más fuerte que pude para poner tierra de por medio respecto de los grandes nombres. Y funcionó.
A falta de una vuelta al duro circuito contábamos con una buena ventaja sobre el pelotón. En la vuelta final cerré tantos ataques en la fuga como pude para ayudar a Tornado y, tras ellos, exhausto tras tanto tirar y cerrar huecos, me quedé descolgado del grupo cuando apenas quedaban unos kilómetros.
Aunque no pude aguantar a la cola del grupo escapado seguía teniendo el empuje suficiente como para acabar bien en la carrera de un día de, quizás, mayor prestigio entre los ciclistas amateur de los EE. UU. Sería algo de lo que estar orgulloso y pintaría muy bien en mi CV.
Pero mientras pedaleaba rumbo a la meta comencé a hacer unos rápidos cálculos mentales y me di cuenta de que (si quedaba por delante de Casi Bronce Bob) le arrebataría algunos puntos que este necesitaba para asegurarse un puesto automático en el equipo olímpico. Sabía que Bob podría adjudicarse el esprint en el grupo trasero, casi seguro.
Sabiendo esto, y consciente de la mierda de compañero que había sido en la anterior prueba de las clasificatorias, decidí que lo mejor que podía hacer era esperar hasta que Bob me pasara antes de cruzar la línea. Opté por esperar, pedaleando muy despacio, hasta casi detenerme y, obviamente, perdiendo toda posibilidad de poder fanfarronear con mi posición en la carrera.
No estoy muy seguro de cuáles fueron los factores y los puntos que se usaron para la selección final, pero Bob consiguió su plaza, Tornado y Chann estuvieron a punto y nadie siguió enfadado conmigo. Gibbo se acercó a mí tras la carrera y me dio un abrazo por aquella actuación tan altruista. Me dijo que había demostrado una ausencia de egoísmo muy difícil de ver en el ciclismo, pero que, tras haber demostrado tal lealtad hacia el equipo, el equipo me recompensaría; sin duda.
En aquellos dos días comprendí la auténtica relación entre un patrocinador, la dirección de un equipo y los ciclistas. Gibbo había estado sometido a un gran estrés durante las semanas que condujeron a las clasificatorias, y este derivó gran parte de ese estrés sobre los ciclistas y el equipo.
Estoy seguro de que el equipo de marketing de Saturn le llamaba y le preguntaba: «¿Cómo van las opciones para conseguir plaza en el equipo de los Juegos?».
Y él soportaba aquel peso, que a su vez acababa recayendo sobre el equipo. Cuando logramos lo que se suponía que debíamos lograr, la presión tornó en alegría de manera inmediata; o al menos en un respiro para Gibbo. Fue un pequeñísimo atisbo de las lecciones que estaban por venir sobre cómo afectaban las presiones comerciales al deporte y a los deportistas.
Por ahora, me sentía contento por el equipo, pero resultaba difícil olvidar la olla a presión en que se habían convertido aquellas dos carreras, en las que lo único que importaba era nuestra relación con el patrocinador. Lo primero era el dinero y después venía la competición.
Por desgracia, mis días en aquel equipo estaban contados. Gibbo soñaba con que ese equipo pasara a profesionales en la siguiente temporada y no sentía que yo estuviera listo para dar ese paso. Me telefoneó a finales de agosto para decirme que no me ofrecerían volver, y para decirme que tenía que devolver mi bicicleta lo antes posible.
Discutí un buen rato con él, recordándole la cantidad de resultados que había logrado en la segunda mitad de aquel año; pero Gibbo no estaba dispuesto a ceder. Necesitaba ciclistas más maduros y yo le había demostrado ser una apuesta demasiado de futuro como para pensar en hacerme pasar a profesionales. Muchos años más tarde me di cuenta de que tenía razón, pero en aquel momento odié a ese tipo.
Le mandé la bici de vuelta por piezas, sin haberla limpiado en más de un mes. En el ciclismo impresiona lo sencillo que es pasar de adorar a alguien y verlo como un héroe, a odiarlo desde las mismas entrañas, y todo ello en cuestión de un año. Especialmente cuando se habla de directores. O bien son héroes o bien son demonios, y no hay término medio
¿Qué fue de aquel bonito discurso sobre la lealtad y todo aquello tras las clasificatorias para los Juegos? Esta sería una lección que se me grabaría a fuego: el único pensamiento verdadero en el ciclismo gira en torno a la pregunta «¿Qué has hecho por mí últimamente?».
Así que ahí estaba de nuevo, en el sofá de casa de mis padres otra vez.
Da igual lo rabioso que estuviera después de que me hubiesen despedido del Saturn, la cruda realidad era que, una vez más, no tenía equipo para la temporada siguiente. Así que me apunté a más clases de filosofía, con la esperanza de encontrar alguna suerte de camino a seguir en mi vida, mientras a la vez esperaba, desesperado, a que me llamara algún equipo.
Al final me llamaron para participar en una carrera en Sudamérica. Fue una conversación un poco extraña con alguien de la Federación de Ciclismo de EE. UU., casi parecía que me estuvieran tendiendo una trampa, en lugar de preguntarme si quería competir en una carrera.
«¿Tienes algo que hacer en octubre...?», preguntaron de manera evasiva.
Daba la sensación de que, si conseguía entrar en contacto con algún norteamericano cualquiera que viviera en Caracas y estuviera trabajando para alguna especie de cártel petrolero, entonces podría entrar en un equipo que representaría a USA Cycling en Venezuela. ¿Quién podría