Y me apetecía un montón: una aventura por Sudamérica, completamente desorganizada y que me haría posponer los estudios un nuevo semestre. De la misma manera que ocurre cuando se restablece una relación, esto era justo lo que necesitaba para curar el dolor después de que Gibbo me hubiera rechazado de manera tan cruel.
En cuanto llegamos a Venezuela a Colby, quien había decidido apuntarse, y a mí nos dio la bienvenida un taxista con un gran sentido emprendedor, que nos convenció de que era muy complicado dar con nuestro hotel y que teníamos que darle 100 dólares para que nos llevara allí. Tras algún tira y afloja accedimos a ello y le entregamos a aquel hombre su dinero para que pudiera llevarnos a nuestro hotel, que estaba a seis kilómetros de distancia en una carretera bastante recta. Empezábamos bien.
Poco después de nuestra carrera en el taxi nos reunimos con nuestro heterogéneo grupo de compañeros americanos, y nuestro patrón del petróleo venezolano, en el hall del Hotel Ejecutivo de cara a prepararnos para las dos semanas que nos esperaban.
Jamás había estado en un hotel con cubiertas de plástico en los colchones y tapizado azul en las paredes y el techo. Ni he vuelto a hacerlo. El Hotel Ejecutivo apestaba a prostitución y a asesinatos; pero el aire acondicionado funcionaba muy bien, así que no me iba a quejar porque hubiera unos pocos fluidos corporales resecos en mi habitación.
En cuanto el equipo se inscribió y recibimos nuestros dorsales comencé a flipar con el libro de ruta. Me encontré con perfiles de ascensiones enormes en los Andes y mapas de carreteras que se adentraban en partes remotas de la jungla. Me hizo las veces de lectura de intriga y, en parte, de terror. Parecía una aventura mucho mayor que competir en la gris y aburrida Europa. Aquel asunto sudamericano me caló hasta el fondo; me hizo sentir valiente y molón, como un Indiana Jones en bicicleta.
La salida de la primera etapa estaba a unos cientos de kilómetros del hotel y nos llevaron allí en un enorme y oxidado autobús escolar, que lo más seguro era que realizase sus primeros kilómetros allá por los años sesenta. Aquel autobús fue el hogar de cuatro equipos nacionales -estadounidense, alemán, italiano y danés- durante las siguientes dos semanas.
Teníamos que amontonar nuestras bicicletas, maletas y cuerpos en el autobús, arrastrarnos carretera abajo cada día hasta la salida y después regresar tras la llegada. Era la Asamblea General de las Naciones Unidas de los autobuses escolares, con un montón de pálidos pasajeros europeos y estadounidenses experimentando su primera aventura en un lugar muy diferente de sus casas.
Mientras descargábamos el autobús en la salida pude ver por primera vez a los ciclistas sudamericanos. Eran tipos duros, flacos, intimidantes. Los más amenazadores eran los colombianos, que pese a ser bajitos tenían una mirada feroz en los ojos.
Nuestro traductor, perteneciente al cártel petrolífero, nos dijo que el gran favorito para ganar era Omar Pumar, que corría en un equipo de Táchira, una remota provincia venezolana, montañosa y sin ley, que estaba situada en la frontera con Colombia. Aquellos tipos me fascinaban y atemorizaban como ningún francés lo había hecho.
Pero, a pesar de estar intimidado, había ido a competir y podría ser mi última oportunidad de demostrarle mi valía a algún equipo o patrocinador potencial. ¿Y si aquello salía bien y podía correr para algún equipo sudamericano? Mudarme a Táchira, disputar carreras, aprender español... A mi madre le encantaría todo aquello.
Cada día de carrera fue duro y caluroso. Cuando no nos estábamos asando bajo el sol ecuatorial estábamos remontando por alguna ascensión de cuarenta kilómetros que nos llevaba hasta los cuatro mil metros de altitud. A pesar de la extrema dificultad de la carrera el mayor problema con el que tuvieron que luchar la mayoría de los ciclistas extranjeros fueron los problemas intestinales. Nunca antes había visto a nadie vomitar como si fuera una manguera mientras pedaleaba subido en una bicicleta, y en ese aspecto la Vuelta a Venezuela demostró ser un bautismo de fuego.
Una y otra vez, de manera inesperada, la gente comenzaba a echar su bienintencionado desayuno sobre la carretera. Por fortuna yo me había adelantado a este tipo de problemas, llenando mi equipaje con todo tipo de barritas energéticas, polvos de proteínas y bebidas isotónicas. Fue la cantidad suficiente de sucedáneo de alimento como para que no tuviera que probar la, mucho más, interesante cocina local.
Pero el efecto secundario que tuvo esta dieta artificial basada en polvos fueron unas flatulencias que cortaban la respiración. Después de dos o tres días comiendo todo aquello mi cuerpo comenzó a producir un humo comparable al gas que el Duende Verde usaba para intentar acabar con Spiderman.
También el pobre chófer de nuestro autobús tuvo que soportar mi olor cada día, aunque parecía más comprensivo con mis problemas que el crítico equipo alemán. Muy pronto el conductor del autobús comenzó a saludarme con un alegre «¡Hola, huevos y cebolla!». Con una gran consideración me había puesto ese apodo, y en cuanto todos los habitantes del autobús supieron lo que quería decir acabó convirtiéndose en mi nombre.
Yo era el pequeño gringo «Huevos y cebolla» que competía (y puede que defoliaba) las junglas de Sudamérica.
A pesar del hedor nuestro equipo estaba haciendo un buen papel. Habíamos logrado el liderato en la cuarta etapa gracias a un conductor de autobús escolar a tiempo parcial llegado de Minnesota y llamado Dewey Dickey. Defendimos aquel liderato como a un huevo de oro, echando abajo las escapadas todos los días y marcando el ritmo en el pelotón, igual que habíamos visto hacer a los equipos del Tour de Francia.
Comenzamos a sentirnos todos unos machotes, vigilando los ataques mientras hacíamos que cada día lucieran nuestros maillots de barras y estrellas en cabeza. Incluso nos habíamos ganado el respeto de los locales y varios equipos comenzaron a unir fuerzas para desalojarnos. Sin embargo, aquella carrera no había llegado aún a las etapas decisivas, y sabían que tras tantos días martilleando en cabeza de carrera, durante toda la etapa, comenzábamos a sufrir el desgaste.
Supongo que pensaban que cuando llegásemos a los auténticos Andes, en las últimas etapas, nos barrerían. Pero antes de aquellas etapas cruciales del final había una contrarreloj, y tras ella quedaría confeccionada la escena para el drama que se avecinaba. Durante las primeras etapas de la carrera no me había sentido muy allá, así que me sorprendí a mí mismo (y puede que a mis compañeros) al adjudicarme la contrarreloj y ascender a la segunda posición de la general.
Dewey seguía siendo el líder por muy poco tras aquella crono, pero el favorito local, aquel infame Omar Pumar, había ascendido a la tercera plaza.
Las últimas etapas eran las más duras de la carrera y se desarrollaban en el terruño de Pumar, las altas montañas de Táchira. Los colombianos, junto al equipo de Pumar, planeaban darnos a los ciclistas del hemisferio norte una dolorosa lección; y vaya si lo hicieron. Con el resto de nuestro equipo agotado tras tantos días en cabeza del pelotón protegiendo el liderato, en el mismo momento en el que la carretera picó para arriba, Dewey y yo nos vimos solos.
Aun así, fuimos capaces de aguantar a los colombianos y a Pumar, ascendiendo a ritmo y no respondiendo a sus bruscas aceleraciones. Llegamos a la penúltima etapa, en la que, finalmente, Dewey se vino abajo en la última ascensión.
Al principio, no me di cuenta de que se había descolgado del grupo en los últimos momentos de la que era la última ascensión de la carrera. Ni me había gritado ni me había pedido que parara, pero como no había radios y tampoco teníamos un director en el coche de apoyo, puede que tratara de enmascarar su debilidad no diciendo nada.
Yo no sabía muy bien qué debía hacer.
Si me limitaba a quedarme en el grupo delantero heredaría el liderato. Si esperaba, a lo mejor lograba reenganchar de manera heroica a Dewey, pero también podíamos perderlo todo si no conseguíamos reintegrarnos.
No sería la primera (ni la última) vez en mis días de competición que preferí el egoísmo