–Exacto, pero eso nos acercaría demasiado a la labor de los dioses y no me gustaría enfadarlos; ya sabes cómo terminó Prometeo cuando cabreó a Zeus.
–No me acuerdo, recuérdamelo una vez más –y Paula le regaló una expresión pícara de niña mala.
–Zeus, para vengarse por haber entregado el fuego al hombre, lo encadenó a la roca de una montaña por toda la eternidad e hizo que un águila devorase su hígado cada noche. Como era un Titán inmortal, cada día su hígado volvía a crecer y el águila lo volvía a devorar. En fin, un castigo terrible.
–Por eso me gusta tanto la figura del monstruo de Frankenstein. Los mismos que lo crean lo condenan, ya que no les parece digno de vivir. Pero jugar a ser Dios tiene sus consecuencias y estas suelen ser terribles.
–¿Te he contado alguna vez que cuando era un pobre meritorio de cine que estaba apenas comenzando en esto conocí a Boris Karloff? Era una producción de bajo presupuesto; él estaba ya muy viejo pero seguía conservando esa presencia tan elegante. Al terminar la jornada se puso a llover y algún desgraciado se olvidó de mandar el coche de producción para recogerlo y llevarlo al hotel. Como nadie hablaba inglés, salvo una secretaria de producción y su intérprete, que ya se había largado, se quedó esperando el coche bajo la lluvia. ¿A que no sabes qué pasó entonces?
–No, ¿qué pasó?
–Que se puso a llorar como un niño desvalido. Todavía recuerdo la impotencia que reflejaba su rostro asustado, la sensación de derrota y desánimo ante la situación. Estaba al final de su vida y él lo sabía. Fue terrible pero tremendamente aleccionador para alguien que comenzaba como yo.
–Qué historia tan triste, Luis.
–Sí, lo es. Por cierto, ¿te quedas a cenar?
–¿Y por qué no salimos a cenar juntos? Hace años que no lo hacemos. No recuerdo la última vez que cenamos juntos en Madrid.
Luis, a pesar de no tener ninguna gana de salir de su casa para ir a un restaurante, era completamente consciente de que había pasado demasiado tiempo desde la última vez, por lo que aceptó la invitación.
–Ok, quédate por la tarde y después de mi siesta sagrada salimos juntos a cenar.
La cena fue magnífica, sin reproches, sin medias verdades, sin necesidad de fingir para ocupar los silencios incómodos de otras ocasiones. Ella se levantó de la mesa para ir al baño y Luis pudo observar con toda nitidez como varios comensales de mesas cercanas la observaban, algunos de ellos con indisimulado deseo, otros con intriga, ellas con una mezcla de envidia, avidez y curiosidad. A Luis le sorprendió la capacidad que tenía su hija para concitar la atención de hombres y mujeres, parecía una especie de imán.
Paula volvió del baño y se sentó junto al postre que terminaban de servir en la mesa. Estaba hermosa.
–Me maravilla que tengas el cuerpo que tienes con la cantidad de azúcar que te veo tomar. Te pareces a tu madre en eso; ella también tenía una capacidad inusitada de sintetizar glucosa sin engordar.
–No tomo tanto azúcar. No creas que pido postre siempre que como en un restaurante. Es más, no suelo hacerlo. Pero esta noche estoy contenta. Me ha gustado mucho pasar la tarde contigo, Luis.
–A mí también, la verdad. Podemos volver a repetirlo cuando quieras, al menos mientras lo pueda recordar.
***
Al llegar a las oficinas centrales de Orizont Investment, después de una semana de locura en Madrid, Paula sintió que volvía a recuperar el pulso de su vida. Que el espacio natural, el ecosistema donde se sentía más segura era analizando balances, cuentas de explotación y posibilidades de compra de activos.
Al entrar en su despacho de la décimo cuarta planta del rascacielos de La City observó el plomizo y monocorde cielo londinense. Después de dejar el abrigo y encender el ordenador se dirigió al office de la zona noble de la oficina, que ocupaba dos plantas del rascacielos para tomar un café. Pese al característico aroma que el café desprende, otro olor conocido atrajo la curiosidad de su pituitaria: el inconfundible perfume que desde hacía décadas utilizaba Noah Cohen.
–Hola Noah –la saludó sin girar el cuerpo.
–Me sigue sorprendiendo tu capacidad para discernir y detectar olores. Es verdaderamente intrigante, casi animal.
–Y a mí tu fidelidad a ese perfume –dijo Paula y se acercó a Noah para darle un beso.
Después de tomar café y ponerse al día de cuestiones personales, se dirigieron a una de las salas de reuniones del fondo para, como tantas veces, esperar a David Goldberg, que llegaba tarde. Según se acercaban a la sala, Paula reconoció la singular espalda de Thomas Fisher, sentado ya a la mesa. Al entrar en la sala giró la cabeza.
–¡Paula, querida! –y se acercó para darle un beso–. Siento mucho la enfermedad de tu padre.
–Gracias, Thomas. Agradezco mucho tus palabras y, en fin, espero que este intervalo sea lo menos lesivo posible para todos. Te quiero agradecer que asumas con tanta generosidad mi carga de trabajo en este momento tan delicado para mí.
La conversación siguió produciéndose en los mismos y neutros términos coloquiales sin entrar en ninguna materia delicada mientras seguían esperando a David.
Como siempre hacía, David fue directamente a darle un beso a su socia, Noah, que lo recibió con un gesto inequívoco de contrariedad por su tardanza. Luego, con una amplia y sincera sonrisa, se disculpó con Paula y con Thomas.
El objetivo de la reunión era, claro, coordinar el traspaso a Thomas Fisher de los asuntos más delicados e importantes que llevaba Paula.
Thomas, al igual que Paula, era uno de los activos humanos del fondo. No era socio todavía como Paula, pero todo apuntaba –y este nuevo trabajo así lo corroboraba– a que contaba con la confianza de los principales accionistas del fondo, Noah y David.
Paula y Thomas colaboraban habitualmente desde que él se había hecho cargo de la oficina de Londres. Thomas sentía admiración por el trabajo que Paula había realizado y era perfectamente consciente de que la reunión que estaban teniendo, motivada por el desgraciado e inesperado asunto personal de Paula, le había catapultado a la primera línea de la empresa. Era una oportunidad que tenía claro que no debía desperdiciar.
La enfermedad de Luis llegaba en un momento de cierto impasse para el fondo de inversión, ya que algunas de las operaciones importantes de venta, como la de Japón, ya estaban firmadas, y otras operaciones de compra estaban todavía en fase de estudio y análisis. No obstante, todos en esa reunión eran conscientes de que la «tregua» que los inversores internacionales del fondo les concedían era mínima, ya que la naturaleza de la propia firma era esa: vender empresas adquiridas años antes con una importante plusvalía económica. El negocio nunca paraba; repartir dividendos con los socios de una operación y volver a «levantar» capital para la adquisición de una nueva empresa que poner en valor. Normalmente sus ciclos temporales eran de cinco años; tres años de inversión para poner el activo en valor y dos años de desinversión para ir vendiendo los activos cuando se consideraba que el mercado estaba maduro para su compra. Normalmente elegían activos de mercados elásticos cuya demanda tuviese todavía capacidad de fuerte crecimiento. En Orizont Investment eran verdaderos magos en conseguir eso: vender sus activos en el momento álgido de la demanda, con lo que conseguían pingües beneficios. Al final todo obedecía a una dinámica bastante sencilla y razonable: inviertes cien, te hago ganar mil y cuando quiero invertir en otro activo puedo elegir a mis socios, ya que todos los inversores internacionales quieren confiar su dinero a un fondo así.
–Bien, creo que todo está bastante