El vínculo que nos une. Hugo Egido Pérez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Hugo Egido Pérez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418263064
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      –Tengo que consultar mi agenda. Hay una reunión importante a finales de semana en Londres pero intentaré tenerla desde Madrid por videoconferencia.

      –Como quieras. Durante el tiempo que has estado fuera con tu tía ese trasto no ha parado de vibrar –señaló el teléfono móvil que Paula había dejado junto a la mesilla de la cama–. Creo que si no lo atiendes en cualquier momento estallará.

      –No te preocupes, lo tengo todo controlado.

      Hablaron de algo más y después, con un beso frío y protocolario, Paula salió de la habitación. Al llegar a su lujoso apartamento de Madrid, el cansancio y la tensión acumulados comenzaron a colonizar su cuerpo, que en cuestión de segundos sucumbió en un profundo cansancio.

      Se duchó, pidió comida y se abrió una botella de vino de su selecta bodega. Al fondo de sus cavilaciones se podía escuchar a Glenn Gould interpretando de forma magistral el aria de las «Variaciones Goldberg». Pese a la melancolía que siempre despertaban en ella, nadie más, ninguna otra pieza de Bach, podía arrebatarle el corazón como esa.

      Salió a la terraza de su apartamento. El jardinero, al que pagaba estuviera o no en Madrid, había realizado bien su trabajo y las plantas aromáticas le regalaban su fragancia. Se sintió un poco abotargada; al volver a entrar al salón se dio cuenta de que se había bebido casi toda la botella. ¡Qué raro! Era la primera vez en su vida que no había sido consciente de algo así, de beber sin control casi sin darse cuenta.

      Antes de caer noqueada por el cansancio y el vino pensó un segundo en su madre, como cada día. Hacía ya veinticuatro años que su madre había muerto, pero no había dejado de pensar en ella ni un solo día, ni uno. Aquel día que ya finalizaba tampoco sería una excepción.

      ***

      Paula intentó averiguar por la expresión de su padre el impacto que la noticia le había producido. Luis parecía entero. Había hecho al jefe de Neurología del hospital una serie de preguntas del todo comprensibles para alguien que termina de tomar conciencia de que padece una enfermedad degenerativa y sin cura posible cuyo umbral de vida, siendo optimista, se sitúa entre cinco a quince años desde el diagnóstico. Cuando el doctor Montes estaba a punto de salir de la habitación, y después de respetar el turno de preguntas de su padre, Paula intentó concretar un poco más el proceso de la enfermedad con un par de aclaraciones más.

      –Usted nos decía que la actitud del paciente, cómo afronte la enfermedad, resulta vital para retrasar al máximo las primeras fases, pero entiendo que dependerá mucho de cada paciente; es decir, no creo que la estadística clínica sea muy homogénea…

      –Precisamente sí. Una de las cuestiones que parecen incontrovertibles es que la actitud del paciente y del entorno afectivo resultan vitales para conseguir retrasar al máximo las fases más lesivas de la enfermedad. Pero, como es obvio, la propia etiología de su padre, cómo evolucione la enfermedad, hará que tomemos unas u otras decisiones.

      –Entiendo; es un proceso dinámico, y en cierto sentido único.

      –No exactamente. Existe ya muchísima información y documentación sobre la evolución clínica de la enfermedad y su desenlace final. Lo que no está tan claro, y es sobre lo que podemos actuar, es cómo retrasar al máximo posible las fases más agudas. Es ahí donde cada paciente, por la naturaleza de su fisiología o por su entorno afectivo, puede retardar en mayor o menor medida el proceso. Debemos entender, señorita Blanco, que nos enfrentamos a una enfermedad que hoy día no tiene cura. Con el tiempo su padre caerá en un estado de falta de autonomía y no podrá cuidar de sí mismo, por lo que los cuidados de terceros serán vitales para conseguir la mayor calidad de vida posible. Cada fase de la enfermedad debe ser tratada y analizada cuidadosamente. Actuaremos y adaptaremos la terapia en función de las situaciones que nos vayamos encontrando.

      La voz aterciopelada de Luis sacó a Paula de sus reflexiones.

      –Yo llevo años viviendo solo. Y no quiero que ese maldito Alzheimer cambie eso. Soy libre, siempre lo he sido. Ya me ha costado tener que vivir con Teresa en casa.

      El doctor Montes miró a Luis a través de sus pequeñas gafas de montura color naranja que le hacían parecer un joven rebelde recién salido de la facultad de Medicina.

      –Vayamos poco a poco, Luis. Todavía hay que realizar un sinfín de pruebas, ver cómo actúa la medicación. No debemos precipitar las cosas. Contamos con un buen departamento que los asesorará cuando llegue el momento. No se preocupen. Además de ello, toda la terapia siempre va pautada con apoyo de psicología clínica.

      –¡Buff! psicólogos –dijo casi vociferando Luis–, ¡la profesión más prescindible del mundo! Durante toda la maldita enfermedad de tu madre no fueron capaces de ayudarnos, ni a ti ni a mí.

      El doctor Montes posó su mirada en los ojos de Paula con la típica expresión de estar perdiéndose algo importante y con la suficiente eficacia expresiva como para que Paula se viese en la obligación de explicar lo que decía su padre:

      –Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía trece años. Fue muy duro para todos.

      –Entiendo –dijo de forma lacónica el doctor Montes–. Bueno, Luis. Mañana por la mañana comenzaremos con una serie de pruebas no invasivas que nos permitirán obtener información vital para determinar la situación actual de la enfermedad.

      –El TEP… TAC, o cómo demonios se llame –dijo con cierto desdén Luis, arrastrando las palabras.

      Paula acompañó al doctor Montes fuera de la habitación para poder tener un momento a solas.

      –Me gustaría que pudiésemos hablar a solas una vez que tenga los primeros resultados. Entiéndame; como puede ver mi padre no es fácil de llevar, siempre ha hecho lo que le ha venido en gana, y todos estos cambios no creo que los lleve bien.

      –Nadie los lleva bien, señorita Blanco.

      –Llámeme Paula. Me hace sentir mayor.

      –Los cambios nunca son bienvenidos, Paula. Esta es una enfermedad que no solo pone a prueba al enfermo, sino también a su entorno más cercano. Me decía usted del cáncer. En cierta medida es parecido, ya que los cánceres que no remiten, con fases de metástasis al final de la enfermedad, suponen un desgaste anímico, no solo para el enfermo, sino también para todo su entorno afectivo familiar.

      Paula sintió que no era el momento de hacer saber al médico que su vida se desarrollaba en un avión, en tres apartamentos y en un sinfín de salas de reuniones por todo el mundo.

      Al llegar a la oficina de Madrid, Berta, su asistente, le preparó un café. Después intentó ordenar sus ideas antes de la videoconferencia que tenía prevista con Londres con los dos principales socios de su fondo de inversión.

      Antes de sentarse frente a la inmensa pantalla, en la principal sala de reuniones de la oficina una frase de su padre atravesó su mente como un rayo para estremecerla: «Esta maldita enfermedad te deja sin futuro, no sin antes ir borrándote el pasado».

      ***

      Las imágenes de Noah Cohen y David Goldberg, principales socios y accionistas del fondo de inversión que gestionaba Paula, aparecieron nítidamente en la pantalla.

      Noah Cohen era una mujer menuda y hermosa. No tendría más de treinta y cinco años cuando ya formaba parte de la élite financiera de La City londinense. Ahora, con más de sesenta y cinco, y pese a amasar uno de los patrimonios personales más importantes de Europa, seguía siendo una mujer enérgica, detallista y trabajadora. Nunca pensó en tener hijos, nunca tuvo eso que llaman «instinto maternal».

      David Goldberg, su socio, era la parte creativa de un tándem casi perfecto. Imaginativo y osado, era, a sus sesenta y nueve años, el complemento ideal de Noah, ya que le aportaba el grado de audacia que a ella le faltaba. David tenía dos hijos producto de dos matrimonios fracasados. Daniel y Ethan eran sobradamente conocidos en la noche londinense por su facilidad para gastar libras en discotecas de moda y restaurantes con estrellas Michelín. Ambos disfrutaban de una vida de