–¿Cómo está tu padre, Paula? –preguntó de forma directa David.
–Bien, supongo. Tiene Alzheimer. Todavía no tengo claro en qué estadio está de la enfermedad. Tienen que hacerle varias pruebas para poder determinarlo.
–Querida –dijo amablemente Noah–, sabes que puedes contar con nosotros para lo que haga falta. Tenemos excelentes relaciones, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, dentro del sector médico. Tú solo tienes que decir qué necesitas para que nos pongamos a ello.
–Lo sé, y no sabéis cómo os lo agradezco. Por el momento el jefe de Neurología del hospital me parece de lo más competente. Y creo que mi padre no llevaría nada bien salir de Madrid en estos momentos –les aclaró a ambos.
–Es muy importante que el médico que lleve el tratamiento de tu padre os dé confianza. De no ser así, ya sabes que puedes contar con los dos.
–Gracias, de verdad. –En un intento de desviar la atención, Paula fijó el foco de la conversación en el trabajo y en los proyectos que estaba liderando y que –no sabía todavía hasta qué punto– podían verse afectados por la enfermedad de su padre.
–Ya sabéis, por los informes de cierre que os he enviado, que la venta del fondo de Japón está cerrada. Solo quedan dos formalidades.
–Al final el viejo Takeda no resultó tan complicado como parecía –exclamó en tono irónico David.
–No. Además, al no contar con aliados, enseguida asumió que la venta de la compañía era del todo inevitable. Creo que la convocatoria de esa última reunión obedecía más a cuestiones de su propia personalidad que a una verdadera apuesta por alterar la venta en sí.
–¡Los japoneses y su sentido del honor! –exclamó Noah, para sorpresa de Paula y de David, ya que este último era el que siempre se permitía ese tipo de comentarios. Se notaba que Noah también estaba de buen humor.
–¿Y ahora qué, Paula?, ¿qué tienes pensado hacer?
–Noah disparó sin disimulo la pregunta que los tres sabían que tarde o temprano afloraría en la reunión.
–Por ser del todo sincera con los dos, todavía no tengo las cosas claras. Es decir, sé que tenemos varias operaciones que perfilar en la oficina de Nueva York con Scott, pero también creo que no soy del todo imprescindible. Por otro lado, con esta venta hemos cerrado la ronda de desinversión que teníamos pactada con nuestros accionistas. Es por ello por lo que había pensado tomarme unas vacaciones. Necesito estar en casa y saber más sobre la situación y la evolución de la enfermedad de mi padre y cómo está su organismo para afrontarla. Además, he de preparar y coordinar cierta logística.
–Paula, te hemos dejado claro que puedes y debes tomarte ese tiempo. Creo que David y yo pensamos igual al respecto. No existen urgencias en la actualidad que requieran un grado de dedicación total. Puedes supervisar las cosas desde Madrid. En caso de que precisemos montar alguna reunión, siempre podemos realizar una call u organizar un viaje rápido. –David corroboró con un gesto de cabeza lo que su socia terminaba de decirle a Paula.
–Gracias, sois fantásticos –Paula pareció emocionarse.
–Te lo has ganado, y con creces –matizó David.
El resto de la reunión consistió en coordinar agendas para que Paula trasladase a los directores de las oficinas de Nueva York y Londres el peso de sus gestiones. Habían decidido que desde Londres se llevarían también las operaciones de los países del sur, como llamaban a Francia, Italia, España y Portugal, que era la tarea, entre otras, que realizaría Paula desde la oficina de Madrid. Ella se encargaría de supervisar solo aquellas cuestiones de fondo que habrían de llevarse al Consejo ejecutivo, que era el máximo órgano de decisión, si exceptuamos a la junta general de accionistas, que solo se reunía una vez al año y en la que estaban representados todos los accionistas del fondo de inversión.
Al salir de la reunión Paula no pidió un taxi a la secretaría, como solía. Había terminado pronto y quería caminar. La incertidumbre sobre su futuro inmediato era algo nuevo para ella. No recordaba la última vez que había hecho algo que no estuviese perfectamente planificado. No se lo podía permitir. Sabía que si había llegado tan lejos en lo profesional en ese mundo de tiburones era precisamente por esa mezcla de inteligencia, auto-control y disciplina. Sin ella se sentía desnuda ante el mundo, huérfana de las principales herramientas que habían labrado su éxito y personalidad.
***
3. «PATER»
Padre. Un nombre que en sí mismo puede no significar nada o significarlo todo. Luis Blanco no estaba en Madrid cuando su única hija nació. Paula se adelantó dos semanas a la fecha prevista para su nacimiento. Nació justo en el mismo momento en el que su padre estaba terminando de montar en Italia su cuarto largometraje. Pese a que los estudios Cinecittà de Roma contaban con la mejor tecnología disponible en la industria del cine a finales de los años setenta, las comunicaciones no eran ni mucho menos comparables con las que tenemos hoy día. Una o dos semanas de retraso imprevisto durante el rodaje de una película podían suponer millones de dólares en pérdidas. Así que cuando una solícita ayudante de producción le entregó la nota informándole de su inminente paternidad, Luis solo pudo disculparse e inundar la clínica de Madrid de rosas rojas y amarillas, que sabía que eran las preferidas de Clara, su mujer.
Clara Torres, la mujer de Luis y madre de Paula, parió pues en soledad a la que a la postre resultaría ser para el matrimonio su única hija.
Luis y Clara se habían conocido en el rodaje de una película. Él era un irresistible ayudante de dirección, ella una hermosa y delicada secretaria de producción. La fama de mujeriego de Luis no evitó lo inevitable, solo lo retrasó un poco. Clara lo amaba de tal forma que rápidamente aprendió a perdonarle todo. Sus ausencias, sus cambios de humor, sus amantes ocasionales. Al final ella sabía que siempre regresaba, siempre.
Y así pasaron los años. Con un padre ausente por el trabajo, o ausente por la falta de él. Cuando Luis estaba en lo que él mismo denominaba «su fase creativa», la energía que desarrollaba era de una naturaleza tal que podría haber iluminado una bombilla solo con haberla cogido entre sus dedos. Cuando el trabajo faltaba, sus periodos depresivos se acentuaban.
Luis Blanco fue durante la década de finales de los sesenta, los setenta y los ochenta, el máximo exponente del cine fantástico en un país carente de ninguna tradición en este género antes de su eclosión como director. Su capacidad para levantar los proyectos cinematográficos, no ya solo de escribirlos sino de diseñar cada una de las secuencias, los decorados, los filtros de fotografía, como si de un artesano se tratase, habían trascendido el país y hasta su retirada definitiva en 2006 fue considerado como un autor de culto en todo el mundo, sobre todo en los Estados Unidos, donde sus admiradores se contaban por legiones. Cada vez que viajaba allí, una vez retirado, para la remasterización de una de sus películas, para un homenaje o para la presentación de un libro sobre su trayectoria profesional, sentía que aquel país era en el único sitio de la Tierra donde realmente habían sabido entender y conectar con la esencia de su trabajo. No es que no se sintiera halagado con la cantidad de premios y homenajes que le habían concedido en España, sino que en Estados Unidos admiraban su capacidad para reinventar su propio cine, su sagacidad para entender por dónde iría la industria, su magisterio para conseguir que películas de autor arriesgadas para su tiempo fuesen admiradas tanto por la crítica como por el público que llenaba las salas. Esa misma unanimidad nunca la había logrado en su propio país, donde muchas de sus películas habían sido vilipendiadas,