Parálisis onírica. Matías Villarreal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matías Villarreal
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9789874935205
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escalera de cemento que conectaba a la terraza, desnuda y sin revestimiento. Solo un pasamano que hacía de protección. Estábamos jugando a la mancha y, en el afán de no dejarme atrapar, corrí obviando mis cordones desatados. Mi cabeza se estrelló contra uno de los escalones. Lo más perjudicado fue mi tabique, que sin romperse, dio rienda suelta a un mar de sangre que encontraba salida por mis fosas nasales. Corrí a la cocina, me puse un pañuelo sobre la nariz, y cuando me preguntaron qué me pasaba, contesté que lo de siempre. Para ese entonces, ante cualquier sangrado, me sabía manejar con libertad. Me quedaba presionando hasta que la sangre se coagulaba y se formaba un tapón. Mamá se acercó a revisarme y le dije que no hacía falta, mientras me alejaba de su caricia reparadora. No tenía miedo de estar sangrando, al contrario, me sentía vivo. La sangre, para ese entonces, no me molestaba ni me impresionaba. Si nadie estaba cerca, me daba golpes en la nariz solamente para verme sangrar. El sangrado se extendió y fui juntando pañuelos empapados de sangre. Empezaba sentir de a poco cómo mi cuerpo perdía peso, cómo se volvía más liviano. Me escondí en el garaje con un manojo de servilletas de cocina que ponía en el piso mientras las pintaba con gotas de sangre que chorreaban desde mi nariz, víctimas de la gravedad, e impactaban en la absorción del papel. Me sentía débil pero no me importaba, tenía muchas ganas de morir. Cada gota de sangre que se estrellaba, silenciosa y mortecina, contra el papel era lo equivalente a lo que sentía cuando se burlaban de mí por tener padres separados y por ir al psicólogo. En cada gota escuchaba risas, escuchaba la palabra loquito, escuchaba preguntas como ¿Tus papás nunca se pudieron querer, no? Perdí la noción del tiempo. Lo que contó mi mamá fue que me encontraron tirado y rodeado de servilletas hinchadas de sangre. Me pusieron una toalla en la nariz y me cargaron en la camioneta de Julio, el mejor amigo de mamá. Iba acurrucado en sus brazos, cuando abrí los ojos y la vi. Ella me miraba y sus lágrimas caían en mi rostro ensangrentado. Cada tanto alguna entraba en mi boca, mientras ella lloraba y gritaba histérica que teníamos que ir urgente a un hospital. La sangre manaba de mi nariz y se hacía parte de una toalla más roja que blanca. Mis ojos se cerraban solos y mi campo visual se hacía negro. Estaba tan cerca de irme a otro lugar, eso pensaba en los días posteriores, que levanté una mano para tocar la cara de mi mamá. Para despedirme. Ella me agarró la mano. Me la besó. Después me miró a mí y, con su mano libre, optó por cerrarme los ojos, como aceptando que mi paso por la muerte era inminente, totalmente incapaz de observar cómo se iban cerrando lentamente. Los cerré justo cuando la camioneta se paró, con un movimiento brusco, y no arrancaba. Mamá se agitó y me pedía que aguante. Estuvo diez minutos gritando en la ruta, conmigo en brazos, por ayuda. Nadie se quería involucrar demasiado. Pero Julio logró que la camioneta volviera a arrancar, y fuimos al hospital. Para ese entonces, mi cuerpo y mi conciencia estaban profundamente dormidos. Ese día mamá pensó que había perdido a un hijo por sus descuidos. Ese día mamá perdió a un hijo pero ganó a otro.

      La esencia del otoño y el gobierno de la culpa

      El verano quedó sepultado por un otoño que empezaba a manchar las veredas de amarillo. El aire en el barrio olía a hojas secas ardiendo a fuego lento. Mamá iba a hacer milanesas con puré. Camino a la verdulería, pensé en el fuego y en lo que me dijo ella cuando le pregunté qué pasaba con la gente mala.

       —Se van al infierno. Un lugar donde vive el diablo. La gente mala cae ahí: los pecadores, los asesinos, los homosexuales y los travestis. —dijo ella, mientras cosía un botón que me habían arrancado del delantal.

       —¿Y si me porto bien a dónde voy? —le expresé con temor.

       —Al cielo. A donde vamos todas las personas buenas. A vivir con dios y los animales. En ese lugar no muerden y podés subirte a elefantes las veces que quieras. —me dijo mamá tratando de entusiasmarme.

       Caminaba por el barrio pensando en si yo había sido bueno y después malo, o si en realidad era malo y me estaba convirtiendo en bueno. Me confundí y dejé la respuesta para otro día.

       Mamá seguía de novia con Diego, a quien le empezamos a decir “Tete”, y era feliz porque ya no nos faltaba nada. Me hice amigo de Tete y me empezó a caer muy bien que no le importara ser mi papá, pero igual necesitaba que me respetara como a un hombre. Una tarde me pidió la mano de mi mamá. No para casarse, simplemente para marcar su territorio y que yo lo aceptara como un posible miembro de mi desarticulada familia. Le cedí la mano de semejante reina, mientras puse miradas recelosas.

       Establecí la paz de esa forma: aceptando sus condiciones, y después del sangrado exacerbado, y de ver a mamá llorar hasta que los ojos se me apagaron, sentí que no era capaz de hacerle ningún mal.

       La amaba, mirarla me producía culpa. ¿Cómo pude odiarla? ¿Cómo pude odiarla? ¿Cómo pude odiarla? No lo sé, de pronto el amor me invadía al verla reír y hacerme chistes. El olor a hojas secas y quemadas me embriagaban de felicidad aquellas tardes. Cada puesta del sol parecía un cuadro totalmente distinto al del día anterior: esa era la esencia del otoño, que sólo podía observar cuando era feliz, muy feliz.

      A Francisco, donde esté

      En el colegio me seguían llamando loco, pero no me pesaba tanto. Tenía un grupo de pequeños amigos que me querían por eso y yo me sentía contenido. Entre ellos, había uno que era alto (demasiado para nuestro curso) y era el que más me atraía cuando lo miraba. Su nombre era Francisco y me producía chispas en la panza cuando hablábamos o jugábamos a la mancha en las clases de educación física. A veces me despertaba confundido porque soñaba que jugábamos un partido de fútbol y metíamos goles. Soñaba que nuestro festejo eran besos, como los que veía en el canal I.Sat después de las 23:00 cuando mamá salía y me dejaba con la televisión prendida toda la noche. Nos empezamos a sentar juntos y yo le hacía la tarea de inglés. Era muy lindo verlo sumar manzanas y contar con los dedos, o cómo se acomodaba los anteojos cuando quería concentrarse. A veces nos decían que parecíamos novios, pero a mí no me molestaba. Ese chico realmente me gustaba y me producía lo mismo que veía que le pasaba a mis compañeros con las nenas. Soñaba una vida con él. Siendo amigos y novios para siempre. Con seis años para siempre. Pero todo plan se me destruía cuando recordaba las palabras de mamá sobre el infierno. El amor que le tenía iba a durar lo mismo que las hojas secas en esas montañas que mis vecinos, los más ancianos, hacían arder por las tardes. Pensar en amarlo para sufrir eternamente en el infierno me daba miedo, y todas las noches le pedía perdón a dios por ser así. Quería curarme, que mamá nunca lo supiera. El otoño había dado paso al invierno, y empezamos a usar muchos abrigos para ir al colegio. Francisco llevaba una bufanda que odiaba y yo le prestaba la mía, que tenía el escudo del colegio, porque quería verlo feliz. Cuando sonreía, su cara entera lo demostraba, su pelo rubio me recordaba a los dibujitos japoneses que mirábamos en esos años. Verlo con corbata y camisa me producía sensaciones en el corazón, un latido acelerado. Con solo verlo, la atmósfera cambiaba: el aula ya no era el aula, ahora era él y el aula, lograba resaltar en todos lados, en cualquier lugar donde estuviera. Empecé a ir a su casa. A mi casa no lo invitaba porque me daba vergüenza que las paredes no estuvieran pintadas ni el baño terminado. Me parecía una descortesía hacer pasar por esas condiciones inferiores a la persona más linda que había conocido. Mamá no sabía que yo le revisaba el ropero cuando no estaba. Cuando pude hacer mis expediciones con más tiempo, encontré un mazo de naipes porno (tiempo después, me enteré que era el mazo con el que Tete jugaba al truco en su trabajo de playero en una estación de servicio). Lo llevé a la casa de Francisco y empezamos a entender cómo funcionaban las relaciones entre seres humanos desnudos. Veíamos penetraciones, y nuestras mentes disparaban fuegos, ideas quemándose una y otra vez como hojas en las tardes de otoño. Nuestros conceptos de la vida se renovaban a medida que veíamos los naipes. Al parecer, que una mujer se pusiera tu pene en la boca daba placer. Y meterles el pene a mujeres aseguraba un gran placer para ambos. Eso se veía en las muecas de las fotos. Cuando había pasado media hora de estar mirando eso, Francisco y yo estábamos excitados. Era la primera vez que sentíamos el peligro de estar mirando algo prohibido y al mismo tiempo compartiendo el ritual. Nos empezamos a poner más cerca uno del otro hasta que él, más alto que yo, se puso detrás de mí y empezó a refregarse contra mi espalda. Cuando chocaba con mi espalda, largaba respiros cortitos, mientras